La última astronave de la Tierra (5 page)

Read La última astronave de la Tierra Online

Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La última astronave de la Tierra
8.65Mb size Format: txt, pdf, ePub

Subió al coche y regresó al apartamento.

Su padre no había llegado. Recordando la desilusión que el viejo sintiera por su culpa, Haldane se dirigió al escritorio y sacó las piezas de ajedrez, disponiéndolas para una partida.

Greystone no estaría hablando toda la noche. Su padre llegaría con tiempo suficiente para jugar con él. Y, movido por el arrepentimiento, Haldane supo por adelantado que su padre ganaría esta noche.

Entró Haldane III trayendo el frío exterior en su abrigo y frotándose las manos. Se le iluminaron los ojos al ver el tablero de ajedrez.

—¿Listo para una paliza?

—Dispuesto a darte una.

—Bien. ¿Qué tal la conferencia?

—Así, así —dijo Haldane—. ¿Y la tuya?

—Excelente. Ya me sé al dedillo el Efecto Fairweather. ¿Qué tal si me preparas una copa mientras voy haciendo boca?

Haldane se dirigió al bar y mezcló dos bebidas.

Su padre, libre ya del abrigo, volvió y acercó una silla a la mesa de ajedrez.

—De modo que tu conferencia sólo fue regular. Pues la mía fue buena, muy buena.

Ya avanzada la partida, Haldane, muy callado y melancólico, oyó de pronto que su padre decía:

—No puedo comprender por qué vosotros, los jóvenes, siempre andáis saltándoos las categorías.

—Ya…

—Había una estudiante de arte en la conferencia de esta noche. Una muchacha. Me presentaron al público como invitado de honor antes de la conferencia, y luego se me acercó ella y se presentó. Nos sentamos y hablamos un ratito, y me escuchó con gran atención. Más de lo que puedo decir de mi hijo.

—Ya… Y ¿qué aspecto tenía? Jaque.

—¿Qué importancia tiene eso? Una mujer es una mujer.

—Solo me preguntaba si mi viejo aún tendría ojos para el sexo débil.

—Como con tanta frecuencia has indicado amablemente, hijo, no soy demasiado observador. Pero según recuerdo esa chica tenía el pelo castaño, los ojos azules, un rostro redondeado y una barbilla muy decidida. La nariz un poco respingona. Sus senos muy altos y separados. Caminaba con un ligero movimiento de las caderas que duplicaría sus ingresos de ser una prostituta. —Miró a su hijo con una sonrisa—: ¿Quieres que te hable también de la peca bajo el seno izquierdo y de la cicatriz del apéndice a ocho centímetros bajo el ombligo?

Haldane le miró muy serio.

—Padre, jamás había llegado a sospechar que fueras un verdadero sátiro.

—La muchacha tenía belleza, una belleza extraña. Parecía tanto una cualidad de la mente como del cuerpo y, mientras le hablaba tuve la impresión de que lo hacía con una mujer mucho mayor. Estaba escribiendo un ensayo sobre la poesía de Fairweather, y le hablé de ti.

—Debe de haberte hecho mucha impresión si estabas dispuesto a revelar los secretos de familia.

—Pues sí. La invité a cenar mañana por la noche. No vive muy lejos. Está estudiando en Golden Gate. Le dije que procuraría conseguir que tú estuvieras con nosotros, si no habías de acudir a alguna conferencia sobre poesía.

—Trataré de estar aquí —dijo Haldane.

3

Brillaba con la frialdad de la Estrella del Norte y sus ojos, tan sonrientes al mirar a su padre, se clavaron en Haldane con una corrección impecable.

—Si tu máquina funcionara, ciudadano, todo lo que habrías de hacer sería invertir la energía recibida y tendrías un poeta electrónico. Tal invento destruiría mi categoría.

»Y el paso siguiente, como es lógico, sería las máquinas que crearan máquinas, con lo que ya no habría necesidad social de seres humanos. ¿No está de acuerdo, señor?

—Absolutamente, Helix. Ya le dije que era una idea tonta.

Haldane jamás había encontrado a su padre más dispuesto a asentir, ni le había visto jamás tan encantador ni animado. La luz de los ojos del viejo iluminaba prácticamente la mesa. Vencido por él, Haldane se dedicó a comer en silencio mientras su padre iniciaba un monólogo.

—Has mencionado una idea que nosotros, los del Departamento, ya hemos tomado en consideración: lo poco aconsejable de retirar por completo el elemento humano de la manipulación de la maquinaria. Una vez nos presentaron un invento para el examen de la junta…

Haldane observó la frase «nosotros, los del Departamento».

Su padre estaba presumiendo. De ordinario sólo decía «el Departamento».

Cuando le presentaran en la sala de estar, ella había dicho:

—Ciudadano, tu padre me dice que te interesa la poesía.

—Sólo por asociación.

—Cualquiera confiaría en que habías de asistir únicamente a las conferencias de matemáticas.

De modo que Haldane había entrado al comedor con el corazón alegre, restaurada su fe en la ley de los promedios.

Helix había estado buscándole en las conferencias de matemáticas a la vez que él andaba en su busca.

Ahora, mientras su padre hablaba, los pensamientos de Haldane pasaban de las matemáticas a la analítica. Helix tenía cierta cualidad extrañamente nueva, semi-etérea, semi-mundana, que le recordaba la hierba de primavera cuando surge entre los manchones de la nieve que ya empieza a derretirse, y la vivacidad de sus pensamientos se reflejaba en los gestos de su rostro.

La muchacha era una imposibilidad lógica. El sabía que debía tener hígado, y pulmones, y un tórax que funcionara como los de cualquier mujer; pero el conjunto era superior a las partes.

Se inclinó y volvió a llenar de vino la copa de su padre.

Haldane III dejó de prestar atención a Helix el tiempo suficiente para preguntarle:

—¿Tratas de emborracharme para impresionar a nuestra invitada con tu ingenio e inteligencia mientras yo duermo?

—¿Preferirías beber sólo agua?

Había ofrecido esta alternativa para asegurar una elección. Poco le importaba lo que bebiera su padre mientras bebiera.

En tanto que Haldane III le observaba, Helix dijo:

—Si estás decidido a ser un viviseccionista de la poesía, ciudadano, tal vez te interese su nacimiento. Como proyecto de clase, estoy escribiendo un poema sobre Fairweather I, y necesito ayuda para traducir sus matemáticas en palabras. Tu padre me ha dicho que tú comprendes muy bien sus obras.

—En realidad, ciudadana —contestó Haldane—, y para no dejar en mal lugar esa confianza de mi padre, estoy dispuesto a correr a la biblioteca después de la cena y escribir una explicación en un solo párrafo de su Teorema de la Simultaneidad y un diagrama que demuestre el Efecto Fairweather es muy sencillo. Se limita a utilizar cuarks para saltar a la desviación del tiempo.

Haldane III le interrumpió:

—Me gustaría que nosotros, los matemáticos, recibiéramos parte de la adulación que se concede a sociólogos y psicólogos, pero no creo que Fairweather fuera un buen sujeto para ello.

—¿Por qué, papá?

—Entre otras cosas, él trataba con instrumentos metálicos y fenómenos físicos. Era muy semejante a un trabajador manual, en absoluto un teórico puro… Yo no aconsejaría a Fairweather como sujeto… ¿Quieres excusarme un momento, Helix?

Cuando su padre se levantó para salir, Haldane tomó una decisión rápida, últimamente sus investigaciones le habían llevado a creer más y más en la validez de sus matemáticas de la estética, pero había malgastado demasiados esfuerzos en la búsqueda de la chica para verse frustrado por su integridad. Antes de que Haldane III hubiera cruzado la puerta, su hijo ya había reconquistado sus principios.

Se inclinó hacia ella.

—Yo te ayudaré.

—Sabía que lo harías.

—Escucha, Helix. Tengo que hablar deprisa… Algo me sucedió aquel día en Punto Sur. Desde entonces me he sentido como un electrodo cargado y sin un polo negativo. A la vez feliz y desdichado por ello. ¿Soy un poeta atávico, o un matemático del Neanderthal? Tú eres una experta. Dímelo.

Su rostro expresivo reveló una serena comprensión y un asombro cargado de gozo.

—¡Te has enamorado de mí!

—No es eso exactamente. Más bien he remontado el vuelo como una alondra. Shelley, Keats, Byron… ahora sé cómo se sentían. Soy como una estrella en comparación con sus pobres luminarias… ¡Tengo el cinturón negro!

—¡Oh, no! —agitó la cabeza—. Los primitivos conocían muy bien eso que tú sientes, y le llamaban «amor pueril». Pero no es más que un síntoma. Si el germen se incuba adecuadamente, llega a desarrollarse en lo que los primitivos llamaban «compañerismo entre adultos», según el cual hombre y mujer disfrutan estando juntos.

—¡Ah, no! —negó a su vez Haldane pensando que había ciertas lagunas en sus conocimientos—. Sé de lo que hablas, pero esto está en mi mente. Disfruto mirándote, y tocándote… —se inclinó y le cogió la mano—. Sólo cogerte la mano ya me parece maravilloso.

—Pues suéltame —dijo ella—, antes de que vuelva tu padre.

Obedeció, observando que Helix podía haber retirado la mano con la misma facilidad y no lo había hecho. Volvió a echarse atrás en la silla.

—Me hubiera gustado decirte que mi corazón es como un pájaro que canta… pero no soy capaz.

Ignoraba que la voz humana pudiera encerrar tal dulzura hasta que oyó su respuesta:

—Olvida que eres un poeta imperfecto y sé el matemático preciso. Calcula a toda prisa el modo de ayudarme a escribir la épica de Fairweather, o no te ayudaré a despertar los anhelos de mi corazón.

—El había planeado muy de antemano la respuesta:

—Reúnete conmigo mañana por la mañana, a las nueve en punto, en la fuente de tu campus.

Asintió ella y se llevó la taza de café a los labios cuando ya el padre volvía a entrar en el comedor.

Haldane se levantó a las siete el domingo por la mañana y dedicó casi una hora a afeitarse un par de veces, a arreglarse las uñas de manos y pies, a ducharse, enjabonarse, enjuagarse, volver a enjabonarse y a enjuagarse, a secarse y a ponerse la loción para después del afeitado; luego se secó las manos en el pecho desnudo. No quiso abusar de la crema para el pelo, y sólo se puso lo suficiente para darle un poco de brillo.

Desnudo ante el espejo hizo unas cuantas flexiones, notando muy ligeros los músculos gracias a las clases de judo. Eligió la camisa gris bordeada de hilo de plata, con la M-5, también en plata, cosida sobre el pecho; el abrigo a juego, con el forro plateado, y las botas grises de ante reforzado. Los pantalones eran de algodón gris forrados de lana.

Vestido ya, y de pie ante el espejo, hubo de admitir a disgusto que tenía un aspecto muy semejante al típico galán de boudoir del siglo XVIII. El rostro delgado y sensible recordaba a John Keats, a no ser el pelo. Este, abundante y rubio, y ligeramente ondulado, era más bien byroniano, y los ojos fríos miraban con la serenidad calculadora de un nacido al método empírico. Cogiendo el abrigo con un floreo se dirigió a la cocina, donde sin soltar el abrigo, desayunó de pie e inclinándose para que las migas no mancharan la tela brillante.

Después se puso el abrigo y salió de la morada paterna sabiendo que el patriarca, dormido en su cámara, despertaría suponiendo que su hijo se había ido a la primera misa, y tendría razón en parte.

De camino al campus, pasó en coche junto al fondeadero. A su izquierda, unas torres azuladas subían por las colinas Nob y Rusa. A su derecha, la brisa fresca agitaba las olas que venían a morir en la bahía. Por encima de él unas nubes, apenas más grandes que los senos de las adolescentes, acentuaban el brillante azul del cielo. Era un día estimulante y embriagador, como del siglo XVIII.

Aparcó y cruzó el campus entre los árboles. Al acercarse a la fuente, y mientras reducía la distancia, la vio a través de las ramas de los árboles.

Estaba de pie junto a la fuente, leyendo un libro, cubierta con un chal en lugar de una capa y con una falda que indudablemente había planchado bajo el colchón.

Lamentando todas las molestias que se tomara al vestirse, salió del abrigo de los árboles.

Ella alzó la vista y sonrió, tendiéndole la mano cuando le vio acercarse. Haldane se inclinó a besársela.

—No me vengas con estos modales caballerescos, Haldane —dijo, retirando la mano rápidamente—. En el campus hay muchos aficionados a observar los pájaros.

—Llevo mis ropas de domingo, las de ir a misa.

—Eso pensé que harías —dijo ella—, por eso me vestí de modo tan distinto, para que la gente no fuera a pensar que habíamos ido a misa juntos.

—Eres tan lista como hermosa. ¿Tienes frío?

—Un poco.

—¿Qué son esos libros?

—El pequeño las obras poéticas de Fairweather, y el grande una antología de la poesía del siglo XIX.

—¡Oh! —trató de ocultar su resentimiento hacia los libros. Casi había olvidado la razón de su encuentro, y el recuerdo le desilusionó. Era como si la chica se hubiera traído también a su hermanito a la cita—. No tenemos por qué hablar de ellos con este frío —continuó.

Le habló del apartamento de Malcolm, y de cómo había llegado a conseguirlo. Le dio un informe verbal de la conversación con su compañero de cuarto, aunque sin descubrir los motivos ocultos tras la conversación. Ella juzgó sensata la idea.

—Coge este libro grande y dirígete hacia el norte, y yo me volveré por donde vine. Si alguien nos estuviera observando, creerá que nos hemos reunido sólo para darte un libro, maneja ese libro con mucho cuidado, es un legado familiar. Me retrasaré unos minutos antes de ir al apartamento.

—A papá no le importó tu elección del tema, ¿lo observaste?

—Esperaba su reacción.

—¿Cómo es eso?

—Te lo diré en el apartamento.

—¿No estás asustada?

—Un poco —confesó ella.

—El riesgo depende únicamente de nosotros.

—No es que tema que se enteren de nuestra reunión. Es algo importante, que he encontrado en los libros. Ve ahora y no te vuelvas siquiera a mirar.

Haldane dio la vuelta y se alejó silbando por la avenida. Para un observador casual no sería sino un estudiante que había ido a pedir un libro a otro estudiante, y que ahora se volvía a su casa.

Silbaba para ocultar su propia preocupación. En el rostro de Helix había visto una ansiedad profunda, más que un temor ligero. Ignoraba lo que había encontrado la muchacha en los libros, pero desde luego la había dejado preocupada.

Helix se sintió impresionada por el apartamento de Malcolm. Después de haberse quitado el abrigo, y dejado los libros el diván, estalló en comentarios:

—¡Qué vista tan hermosa…! ¿No es adorable esta talla…? ¡Creí que habías dicho que tenías que quitar el polvo!

Other books

When I Was Joe by Keren David
After the Ashes by Sara K. Joiner
Aphrodite's Island by Hilary Green
Then and Now by W Somerset Maugham
The Stranger by K. A. Applegate