La última astronave de la Tierra (4 page)

Read La última astronave de la Tierra Online

Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La última astronave de la Tierra
6.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Brillo la rabia en los ojos del viejo.

—¡Los psicólogos! Ni siquiera trabajan con fenómenos mensurables.

Sin estar demasiado seguro de su rumbo, Haldane se lanzó al mar de las teorías:

—No siempre son los fenómenos mensurables los que cuentan. Desde el punto de vista de su literatura, nuestros antepasados no hicieron otra cosa (al parecer) más que luchar; sin embargo, ellos tenían algo que nosotros hemos perdido: el espíritu de actuar como individuos. Se lanzaban a aceptar los desafíos sin cuidarse de las directrices de dieciséis comités distintos. Esa sublime independencia de acción fue sofocada bajo el reinado (de influencia Dewey) del sociólogo Henry VIII, ¡aquel antihomopapal, mecanodeísta y asesino de categorías!

—Si vas a burlarte de un héroe de Estado, ¡cuidado con la lengua, jovencito!

—De acuerdo, retiro los calificativos modificadores. Pero enfréntate a ellos, papá. En éste, el mejor de todos los planetas posibles, con el mejor de todos los sistemas sociales posibles, no tenemos ningún lugar al que ir más que hacia nuestro interior, y cualquier renacimiento del espíritu será una implosión determinada por la jurisdicción del Departamento de Psicología.

Haldane III, olvidada ya la partida de ajedrez, se lanzó rugiente a la batalla.

—Y yo te digo, falso gramático, que si el Departamento de Psicología llega alguna vez a hacer algo será merced a la ayuda del Departamento de Matemáticas. Fairweather no sabía nada de teología, pero se introdujo en la Iglesia y construyó un papa infalible que puso fin a todos los decretos tímidos y contemporizadores.

—Sí, fíjate en Fairweather —contraatacó Haldane—. El nos dio las naves espaciales y ¿qué sucedió? Unas cuantas naves perdidas en las primeras pruebas, o que tal vez sigan aún dando vueltas por ahí; unas cuantas tripulaciones que regresaron con la locura del espacio, y el triunvirato suprime las pruebas. ¡Estamos aherrojados por los sociólogos y vencidos por los psicólogos!

»¿Dónde están hoy esas naves? Quedan dos, con unas tripulaciones reducidas al mínimo, y ambas son naves de Infierno. Tenemos las estrellas, pero no los redaños suficientes para investigar qué contienen. Y ahora, ¿qué contribución puede hacer un matemático?

Anonadado por la sinceridad explosiva de su hijo, Haldane III bajó la voz en un sarcasmo burlón.

—Si te pasaras en el laboratorio la mitad del tiempo que pasas en esos palacios del arte, tal vez pudieras hacer alguna contribución aparte de esa absurda teoría de la sedimentación que jamás habría sido aceptada.

Suavemente preguntó Haldane:

—Papá, ¿puedes presentar alguna contribución que hicieras antes de los veinte años?

—Mozalbete —dijo su padre, el orgullo paternal calmando su cólera—, yo he olvidado más matemáticas de las que tú sabrás en la vida. Te toca mover.

Haldane miró el reloj. Se le acababa el tiempo. Tenía que prepararse para el recital, de modo que derrotó a su padre en cuatro jugadas.

—¿Quieres otra partida? —preguntó Haldane III—. Podríamos apostar algo.

Sus apuestas siempre consistían en unas copas que el perdedor había de preparar y servir.

—Nada de eso, papá. Soy jugador de ajedrez, pero no un sádico. Sin embargo, te prepararé una bebida.

Era algo más que una copa; era una oferta de paz, y su padre la aceptó.

Mientras Haldane le preparaba la bebida, su padre, que estaba guardando las piezas de ajedrez, dijo:

—A propósito de Fairweather I: Greystone viene el sábado próximo a dar una conferencia sobre el Efecto Fairweather en el Auditorio Cívico. ¿Quieres acompañarme?

—Parece interesante —dijo Haldane exprimiendo una lima.

Tenía que serlo. Greystone era secretario del Departamento de Matemáticas, y se suponía que era uno de los pocos matemáticos que comprendían el Teorema de la Simultaneidad en el que se basaban las naves espaciales. También era un genio para simplificar los conceptos.

—Tal vez vaya.

—Esto aún no es del dominio público, pero ayer llamé a Washington y hablé con Greystone. Cree poder conseguir que venga con él el piloto suplente de las naves «Estigia» y «Caronte».

Haldane dejó la copa sobre la mesa, delante de su padre, y dijo:

—Si consigue que uno de esos monstruos ariscos diga algo, es que es una maravilla.

—Greystone puede conseguir lo que nadie.

A pesar de su observación convencional sobre el hombre del espacio, Haldane sentía un íntimo respeto por los de su clase. Desde las tripulaciones originales que se encargaron de las pruebas espaciales, hacía más de cien años, los que habían sobrevivido eran los más duros de todos.

En la televisión había visto con frecuencia su llegada en las naves-prisión de Infierno, taciturnos, melancólicos, lo más próximo a los inmortales en este mundo, ya que sólo envejecían unos cuantos meses, según el tiempo de la tierra, en cada siglo. Con los hombros muy amplios, fuertes, mucho mejor formados que sus descendientes, seguían unidos a la Tierra menos por deseo propio, en opinión de Haldane, que por aquel cordón umbilical que era la línea de aprovisionamiento.

—Me gustaría ir a la conferencia —dijo Haldane— si no se presenta otra cosa más importante.

—Y ¿qué puede ser más importante que una conferencia sobre Fairweather I?

—Mira papá —Haldane pasó el brazo en un gesto casual hombros de su padre—, si quieres que vaya como intérprete, entonces dilo. Pero te aseguro que comprender a Fairweather no es tanto cuestión de conocimiento como de intuición.

—¡Instrúyeme, experto!

Haldane fue esa tarde al recital de música de cámara sin demasiadas esperanzas de ver a Helix, y no la vio. Desde aquella sesión de ruidos primitivos se fue en coche a un bar que frecuentaban los poetas, la Taberna de la Sirena.

Había algunos estudiantes A-7 presentes, y se unió a ellos. Su abrigo le ocultaba la insignia y, a la luz débil de la lamparita de sobremesa, todos le confundieron con uno de ellos. Uno mencionó a Browning, y Haldane los dejó atónitos al citarles un largo párrafo de El anillo y el libro.

Con aquel movimiento constante de las manos para acentuar sus palabras, o cuando se adelantaban bruscamente hacia él para escuchar, sin dejar de hacer gestos afirmativos o negativos, le recordaban unos lepismas o pececillos de plata removiéndose en algún rincón húmedo y oscuro. Sin embargo su entusiasmo ante una frase recordada, citada en ocasiones en el idioma del autor, le produjo un impacto similar al que recordaba haber sentido cuando estuviera con Helix en Punto Sur.

Pero se descubrió su engaño cuando uno de ellos le preguntó qué opinaba de la última traducción del alemán de Maria Rilke. Con una entonación afectada contestó:

—La adoro en alemán pero Maria, en inglés, no es nada.

El que le preguntara se volvió a un compañero:

—¿Has oído a éste, Philip? La adora, a ella, en alemán.

—¿Qué eres, amigo? ¿Un confidente de la policía?

—Tal vez sea un sociólogo de categoría investigando a sus campesinos.

Haldane abandonó la afectación.

—Cuando me llames sociólogo, ¡sonríe, bardo amigo!

—Lárgate, chico, antes de que te larguemos.

Podría haber vencido a tres en, un instante, pero eran cinco. Se largó. No deseaba en ese momento una reprimenda del decano.

Mientras regresaba en coche a Berkeley se sentía perplejo.

En los dos meses y medio que llevaba buscando a Helix había visitado y vuelto a visitar los lugares en los que debería haber estado. Había visto ya más de una vez a varias estudiantes A-7, pero jamás a Helix. Algo iba mal con las leyes de la probabilidad.

No fue a la conferencia sobre Fairweather.

El miércoles, cuando estaba cenando en la unión de estudiantes, vio un anuncio en el periódico de la escuela. Un tal Profesor Moran iba a dar una conferencia en el campus de Golden Gate el viernes por la tarde sobre la poesía romántica del siglo XVIII. Al leer el tema no pudo terminar la comida, se puso en pie y salió. Si Helix no asistía a tal conferencia, jamás iría a otra en este mundo.

De camino a casa comprendió que había en él una debilidad que podía traicionarle: sus nervios. Había llegado a tal grado de tensión en sus esperanzas que corría el peligro de derrumbarse.

A veces imaginaba su encuentro. Pero en vez de cubrir sus rasgos un gesto de grata sorpresa se veía cayendo al suelo y arrastrándose hacia Helix hasta aferrarse a sus tobillos y gemir histéricamente de alivio y gozo.

Y, como una reina, ella bajaba los ojos hacia el hombre caído a sus pies, escandalizada y desdeñosa, se libraba de sus manos de una patada y se alejaba de él para siempre.

Sonreía ante esas imágenes al subir las escaleras, pero una comprensión repentina le obligó a sentirse serio de pronto. Su dedicación total a la literatura había dado un tinte y un carácter emocional a su modo de pensar. Por extraño que pareciese, todo le parecía más vivo ahora.

El padre de Haldane sufrió un desengaño cuando éste le dijo que no le acompañaría a la conferencia de Greystone. Viendo la desilusión en el rostro paterno, Haldane sintió remordimientos.

—Lo lamento, papá, pero no me decido a perderme la conferencia sobre el período romántico. Encaja exactamente con la época que he elegido para demostrar mi análisis matemático de los estilos literarios. De todas formas la conferencia de Fairweather es demasiado avanzada para un estudiante de segundo año. En el sexto dominaré a la perfección la mecánica de Fairweather y si pudieras proporcionarme una transcripción, de la conferencia para mis notas de reserva, te lo agradecería.

Esta conferencia sobre poesía tiene una importancia válida mis propósitos actuales, y para un principiante en literatura es más beneficioso oír los versos que leerlos.

Su padre agitó la cabeza.

—No sé, hijo. Tal vez lo que estás haciendo tenga valor. Me embaucaste con la teoría de la sedimentación, y tal vez estés embaucándome con esto. Adelante. Tu mente lo ha decidido. Eres un Haldane, y nada de lo que yo haga podrá influir en ti.

Llegó temprano a la sala de conferencias y se sentó en una de las últimas filas para estudiar los rostros de los que llegaban. Como había adivinado, el ochenta por ciento de los estudiantes que asistían eran A-7, y prácticamente todos los profesionales, aunque no llevaban insignia, tenían el aspecto de los A-7: un aire soñador y abstraído, y los que fumaban lo hacían con boquillas de mango muy largo.

La mayoría de los estudiantes llegaban en grupos a los asientos y, cuando ya las luces se bajaron en la sala, todavía entraron unos cuantos más desde el vestíbulo. No había visto a Helix pero, como ese grupo entró cuando la sala estaba en penumbra, confió en que fuera una de aquellas figuras confusas.

Cuando se encendió la lucecita sobre el atril y el conferenciante subió al estrado, Haldane dedicó toda su atención al orador, un hombrecillo calvo, de sesenta años, con las orejas muy prominentes. Muy tieso tras el atril, habló con una voz notablemente fuerte para un hombre tan pequeño:

—Me llamo Moran y soy catedrático de esta facultad. Mi especialidad, así como el tema de esta noche, son los poetas románticos de Inglaterra. En cuanto a mí, personalmente, allá en el pasado remoto mis gentes vinieron de Irlanda. Nuestra historia familiar dice que se nos prohibió pertenecer al sacerdocio porque un duendecillo se metió en el campo de coles de los Moran. ¿Pueden creerlo?

El público rió, de acuerdo con el conferenciante.

—Eso en lo que a mí se refiere. Ahora bien, en cuanto a los poetas me limitaré a nombrarlos y dejaré que ellos hablen por sí mismos.

Moran hizo exactamente lo que había prometido que haría.

Sus lecturas, pronunciadas con voz clara y cautivadora, iban más allá del significado, revelaban las emociones y estados de ánimo que latían en los poemas. A partir de la primera línea del primer poema, Haldane se sintió fascinado.

El recitado de Moran cubría abismos que jamás alcanzaría a salvar ninguna teoría de la estética. Helix, con toda su belleza y con todo su entusiasmo, no era sino un pálido amanecer comparado con el sol de mediodía que era este hombre.

Haldane oyó el estruendo del río Alph, que se hunde en un mar sin sol y supo en quién pensaba Coleridge cuando escribiera:

Traza tres veces un círculo a su alrededor

y cierra sus ojos con santo temor,

pues él se alimentó con el dulce rocío

y bebió la leche del Paraíso.

Lord Byron le habló personalmente.

Antes había considerado una suerte que Keats muriera tan joven. En aquel auditorio en sombras lloró ahora la muerte de un poeta capaz de hablar con tal sentimiento y describir con tan dulce exactitud La Belle Dame sans Merci.

Shelley cantó para él. Wordsworth le consoló. Y su corazón bailó al ritmo de las danzas escocesas de Burns.

Cuando se encendieron las luces de la sala, y la muchedumbre dispuso a salir, todos parecían abrumados todavía por el sentimiento. No hubo susurro de voces, ni aplausos.

Haldane se dirigió rápidamente al vestíbulo para esperar la salida de Helix.

Algunas miradas se cruzaron con la suya, observándole con suave tristeza, pero los ojos de Helix no estaban entre ellos.

Dio la vuelta, salió del vestíbulo y bajó por la avenida hacia el fresco anochecer, los pies hollando suavemente las hojas caídas. Se detuvo un instante ante la fuente, en el centro del campus, y repitió nuevamente para sí:

Por eso estoy triste aquí,

solo, pálido, aguardando en vano,

aunque ya los juncos han desaparecido del lago

y ya no cantan los pájaros.

Se arrebujó estrechamente en la capa para defenderse del frío y se subió también el cuello observando su sombra sobre las piedras de granito que rodeaban la fuente.

Era una sombra byronesca, como debía serlo. Pues ahora se sentía uno con Byron, con Keats, con Shelley. Había venido a su amada y sólo había hallado los amores vivos de unos hombres muertos; sin embargo, estaba solo.

Mortalmente agotado, y abrumado por sus sentimientos, giró en redondo y avanzó sobre el césped marchito y bajo los miembros desnudos de los árboles que susurraban al viento de finales de noviembre. Era un fantasma caminando entre fantasmas, pues ya no era Haldane IV del siglo XX, Helix le había presentado, y Moran le había unido, a los muertos inmortales. Sólo su cuerpo avanzaba sobre el paisaje desolado; su espíritu bailaba un minué en un salón del siglo XVIII.

Other books

Resilient by Patricia Vanasse
Heir to the Jedi by Kevin Hearne
On the Slow Train by Michael Williams
Gaal the Conqueror by John White
The First Horror by R. L. Stine
Desire Line by Gee Williams