—¿Fumas? —preguntó.
—No, pero si tú vas a hacerlo, será mejor que no te metas el filtro en la boca.
Se reía y, cuando él encendió al fin el cigarrillo, comprendió, por inexperto que fuera en este tipo de experimentos, que ella nunca estaría de ánimo propicio mientras se riera. Para reclamar de nuevo su atención sobre el tema, dijo:
—Los antiguos románticos practicaban una forma de autocontrol que se llamaba «yoga». En cierto sentido era una religión. Capté un poco al respecto en mis estudios sobre el tema.
Aspiró el humo en lenta chupada, luego apagó el cigarrillo y se sentó junto a Helix, pasando el brazo como por casualidad sobre el respaldo del diván, próximo a ella.
—Una religión interesante, el yoga.
—¿También pasaban el brazo sobre los hombros de la chica cuando hablaban de religión?
—Por supuesto. Le llamaban «una charlita frívola». A veces era sobre política, a veces sobre asuntos mundanos. Pero, sobre todo, hablaban de religión.
—Tu investigación no encaja con la mía.
—Estira las piernas para que pueda ver los hoyuelos de tus rodillas.
—Tampoco leí nada sobre eso.
—Tus rótulas son muy bonitas. Quítate las sandalias para que te vea los deditos de los pies… Estupendo, cinco y cinco, diez preciosas cositas rosadas… Esto que te digo ahora es un piropo.
Colocó la mano sobre la rodilla más próxima a él.
—Sólo trato de comprobar si todo es tuyo… Esta es una observación que solían hacer para llegar a tocar lo que ellos llamaban zonas erógenas secundarias.
—A eso sí que lo llamo yo una charlita frívola —dijo ella.
Haldane le pasaba los dedos por las rodillas.
—Estás hecha según las líneas de un arco gótico —dijo—, de modo que la perspectiva de tus miembros atraiga la atención hacia arriba.
—¿Miembros? —interrumpió Helix.
—Palabra arcaica para las piernas… Volviendo al arco gótico, sus líneas estaban diseñadas para llamar la atención hacia el cielo.
—¿Y esto es un piropo —preguntó la muchacha— o una conferencia sobre arquitectura gótica?
—¡Helix! —le dio un golpecito en la rodilla con aire de reproche—. Se supone que eres poetisa. Eso es simbolismo. Te estoy diciendo, al estilo antiguo, que tu área sacrolumbar es estupenda.
Ella agitó la cabeza.
—O tú eres un poeta muy malo, o yo no sirvo para entender símbolos. Dame otro ejemplo.
—Muy bien. Consideraremos tus miembros como manadas. Este derecho es muy fuerte, de buenos músculos. Sin duda haces carreras.
—¿También se supone que eso es adulación?
—En cierto modo —explicó él—. En realidad es lo que llamaban un cumplido velado. Cuando una muchacha corre mucho, se da por sentado que es porque la persiguen.
El brazo de Helix, rígido hasta entonces contra su hombro, se relajó ligeramente, y ella sonrió.
—Algún instinto primitivo me dice que ya te estás acercando al área general de conquista.
Más animado, Haldane le acarició la parte interior de la rodilla y sintió que una compulsión gótica le aferraba los dedos.
—Tu piel es tan satinada como la seda.
—¿Satinada como la seda, o sedosa? —preguntó ella, alerta como siempre a aclarar las figuras de dicción. Pero Haldane observó que su respiración se apresuraba, lo que le inspiró a improvisar.
—Pero mantén esos dedos satinados por debajo de la falda —siguió ella a toda prisa; y añadió—: No. Para.
Esta orden le confundió. Se preguntó si querría decir por separado: «No» y «Para» o bien «No pares». Si deseaba que él se parara, razonó, siempre podría rechazarle de un empujón. En cambio se le abrazaba con más firmeza que nunca, casi histéricamente.
—¡Oh, Haldane, detente, por favor!
Ahora lloraba, y él no había querido hacerla llorar. Además, sí le suplicaba definitivamente que se detuviera, así que se separó de ella y se levantó para encender otro cigarrillo, cogiéndolo cuidadosamente por el lado correcto. Observó que sus manos temblaban ligeramente y dejó el cigarrillo para sacar el pañuelo de la chaqueta. Qué extraño que un simple ejercicio en el modo de cortejar a la antigua le hubiese dado una visión tan profunda de la historia… Bien comprendía ahora la explosión demográfica. Inclinándose a enjugarle las lágrimas supo que, de haberse mostrado Helix algo más receptiva, sin duda habría caído él en el crimen de la mezcla de razas, a pesar de las promesas que se hiciera a sí mismo.
Ella abrió los ojos y le miró con hostilidad.
—¿Estuviste en alguna de esas casas antes de venir aquí?
Perplejo por estas palabras que no venían al caso, le contó bruscamente:
—No he estado en ellas desde el día en Punto Sur.
Sin duda le creyó.
—El yoga nos ha salvado —dijo ella—. Yo te desafié, y sin duda habría perdido.
Ahora le tocó a Haldane el turno de molestarse. Sentado junto a ella, dijo:
—Pero, Helix, no se trata del yoga. Me retiene un soporte atlético. Estoy bajo prohibición.
Le pasaba un brazo en torno a la cintura cuando ella cerró los puños y empezó a golpearle en el pecho llorando de nuevo.
—¡Bestia! ¡Bestia, grosero y traidor! Y me dejaste creer que yo era una tentación. Todo el tiempo estuve intentando vencer al yoga…
Dejó de pegarle y escondió el rostro entre sus manos, sollozando. Haldane se inclinó suavemente hacia ella tomándola de nuevo por los hombros y la tranquilizó:
—Helix, y lo dejaste hecho añicos.
Ella rechazó su brazo, se puso en pie de un salto, se dirigió a una silla donde se sentó y le miró furiosa:
—¡No te atrevas a tocarme de nuevo, bestia!
La mente de Haldane era un torbellino. Estaba verdaderamente furiosa con él por haberla obedecido un momento antes, pero, una vez le explicara el porqué, se había puesto más furiosa aún con él por hacer lo que antes le había enojado que no hiciera. Alzó las manos en gesto de desesperación.
—Helix, examinemos esta cuestión con lógica —dijo— y olvidemos el siglo XVIII. Vuelve aquí, déjame que te coja la mano y me disculparé por mi engaño y mi conducta irracional. Hay algunos refinamientos más de este ritual que podrían ayudarte para cuando comenzaras a escribir…
Ella agitó la cabeza tercamente.
—No; si sucedió una vez, sucedería de nuevo. Tú estás enamorado, idiota. Vamos —se inclinó a recoger la biografía de Fairweather y se la lanzó hacia él—, lee acerca de tu dios, de tu santo de las matemáticas.
—Yo no tengo dioses. Soy un perdedor nato, y todos los dioses supieron triunfar. Jesús, Fairweather, Jehovah, todos ganadores. El único equipo de pelota al que aplaudo son los Orioles de Baltimore. Sólo en un instante de mi vida se me concedió el don de mirar a la belleza al rostro y la belleza me desdeñó.
Helix no le escuchaba. Sus ojos miraban a lo lejos, y enfurecidos. Sus rodillas, modestamente unidas, apuntaban en dirección contraria a Haldane.
Este guardó silencio, con el libro de Fairweather olvidado en su regazo.
Finalmente se levantó ella y salió al vestíbulo, mirándole con altiva frialdad, manteniéndose muy erguida y a más de un brazo de distancia de él cuando pasó por su lado, sin desviar las caderas ni un centímetro de la perpendicular. Al salir al vestíbulo sus manos rozaron el vaso de rosas ligeramente, con una caricia de gracia infinita.
Pero entró de nuevo en la habitación con una guitarra, avanzando con aire de cansancio hasta más allá del sofá que Haldane ocupaba. Volvió a sentarse en la silla y las líneas de su cuerpo se relajaron en arcos suaves en torno al instrumento. Al tararear unas notas y acariciar las cuerdas, le recordó un cuadro, la Madona y el niño, hasta que le miró y sus labios formularon en silencio y otra vez la palabra: «¡Bestia!»
La observó afinar el instrumento, los dedos diestros sobre los trastes, atentos los oídos para captar el sonido. Cada movimiento estaba lleno de sus propia gracia peculiar, y resultaba delicioso estar sentado allí observándola, aunque Helix estuviera furiosa y con los labios apretados.
Finalmente se volvió hacia él.
—Quería cantarte unas antiguas baladas inglesas y escocesas para enseñarte un metro muy sencillo en el mismo contexto de los antiguos poemas épicos, es decir: oral. En su origen la poesía se escribía para ser cantada. Tenía el propósito de hacerlo para darte una idea del verso prerromántico, pero ahora lo hago para que recobres la razón.
En ese momento nada le apetecía menos que una balada, pero no deseaba despertar la cólera de aquella mujer, mezcla de diosa y harpía, de modo que simuló interés.
Su interés no fue simulado por mucho tiempo.
La voz de Helix era débil, y su alcance limitado, pero su pronunciación era clara y el timbre bajo y vibrante. Como todo en ella, era una mezcla de opuestos, ronca y a la vez dolorida.
Tocaba bien la guitarra, y la voz era la adecuada para la canción. Indudablemente las baladas no se habían compuesto para cantantes virtuosos.
Aunque sentimentales y tristes, aquellas canciones eran desenfadadamente sentimentales, y su tristeza no era morbosa. Parecían recrearse en la muerte y las despedidas. Barbry Allen hablaba de dos que habían muerto de amor, y los rosales que crecían sobre sus tumbas subían por el muro de la iglesia hasta enlazarse en un nudo de amantes, fenómeno bastante improbable pero en el que era grato pensar. Otra se refería a un caballero llamado Tom Dooley que asesinara a una mujer y fuera ahorcado. Con un humor extraño, la multitud al pie del patíbulo le exhortaba a llorar mientras le colgaban.
Escuchándola y observándola, le parecía imposible que ésta fuera la misma chica que le golpeara con rabia y frustración apenas poco minutos antes. El hombre que se uniera a ella sabría de contrastes; después de verse zarandeado emocionalmente por su belleza e ingenio, siempre podría entrar en el puerto sereno de su amabilidad y su arte.
En ese momento Haldane tuvo el primer chispazo de una idea que sabía cargada de peligro para si mismo, para ella y para sus respectivas dinastías. Pero la idea estaba ante él, y tenía que meditarla con cuidado. Una vez meditada, surgió la decisión.
Reclamaría legalmente el dominio del corazón de Helix. Como fuera, del modo en que pudiera conseguirlo y aunque ello significara desafiar a los sociólogos, engañar a los técnicos en genética y subvertir las leyes del Estado, él conseguiría unirse legalmente a Helix.
Alzó lentamente la biografía oficial de Fairweather de su regazo y luego besó el libro.
Las Navidades llegaron muy pronto ese año, o así se lo pareció al estudiante con un problema tan complicado. Se sorprendió al descubrir que ya se preparaban los tradicionales ponches de huevo y brandy en los dormitorios. Tarareaba distraído un villancico de vez en cuando, aunque sólo por aquello de disimular, mientras su mente seguía aferrada al problema con el empeño de un pulpo que hubiera apresado el cadáver de una ballena asesina.
Saltarse las barreras genéticas era una hazaña imposible. Saltárselas y aterrizar además en un punto predeterminado, de los quinientos millones de puntos sólo en el continente norteamericano, era una imposibilidad elevada al cubo. Sólo el intento de subvertir la política del Estado con fines personales podía dar como resultado cuando menos un E.O.E. y llegar incluso al exilio al planeta Infierno.
La locura es una situación relativa y él, por lo menos, sabía que estaba loco. Otros factores contaban a su favor: el conocimiento de su padre y su convicción creciente de que el Estado omnisciente no era una abstracción, sino una aglomeración de sociólogos, psicólogos, sacerdotes y profesiones que, según la Escala de Inteligencia Comparativa de Kraft-Standford, no alcanzaban los niveles de los matemáticos teóricos.
La Gran Idea se le ocurrió durante una juerga en los dormitorios el último viernes antes de las vacaciones. Los estudiantes habían estado entrando y saliendo durante casi toda la tarde, bebiendo ponche entre observaciones cínicas, bromas, chistes y discusiones. Haldane, aislado del grupo, repasaba las Vidas de los Papas que él regalara a Malcolm para corresponder a su regalo de un batín. Había descubierto que el Papa León, el último Papa humano, había establecido la orden de los sacerdotes proletarios, llamados los Hermanos Grises, que eran admitidos a la hermandad sin una educación oficial en teología. Era un acto humanitario que no encajaba con sus intentos de excomulgar a Fairweather. Haldane, interesado, preguntó:
—Oye, Mal, si no te importa, ¿me prestas este libro para las vacaciones?
—Claro, pero devuélvemelo, que es un regalo de Navidad.
Casi simultáneamente desaparecieron los invitados y el brandy, y Malcolm y Haldane quedaron solos en el dormitorio. Aquél le invitó a que le acompañara y pasara las vacaciones esquiando con él en las sierras.
—Algo estupendo, chico. El aire helado en las mejillas, el crujir de la nieve bajo los esquís, y el chasquido de las piernas rotas.
»Vamos a llegamos a Bishop. Si no resulta tan divertido, podemos hacer un viaje en helicóptero a la Santa Sede. Mientras sigues practicando el celibato, podrías relacionarte con el sacerdocio. Tal vez pudieras comprobar los circuitos del Papa.
Haldane se preguntó si la invitación era puramente social o si su compañero de cuarto, al advertir las tendencias inconformistas de Haldane, se sentía realmente preocupado con su bienestar espiritual.
—Gracias por la invitación, pero tengo mucho que leer.
—No me digas… ¿la estética de las matemáticas… o son las matemáticas de la estética? Sigo confundiendo la energía absorbida con la energía producida.
Mientras Haldane se afeitaba, disponiéndose a salir hacia su casa, recordó que Helix había señalado la lógica de invertir la energía recibida y comprendió que ya había estado trabajando en el proyecto que le pondría en una categoría completamente nueva, una en la que Helix lograra encajar con la misma facilidad que los dientes de una rueda de engranaje.
El diseñaría y construiría un Shakespeare electrónico que, lógicamente, exigiera el codesarrollo de la cibernética literaria.
Helix tomaría la cibernética como materia optativa.
Entonaba una cancioncilla al terminar de afeitarse, y Malcolm, que le oía desde el cuarto, preguntó:
—¿Qué clase de canción es ésa?
—Una que cantaban nuestros antepasados.
—Pues sí que tuvimos unos progenitores sanguinarios. Había estado tarareando aquella cancioncilla estúpida: