Comprendió que, en su actual estado de ánimo tan turbado, Helix no podría recordar lo que él le dijera a menos que lograra asociar sus frases a conceptos conocidos por ella y que nunca olvidaría. De modo que, a fin de que Helix conservara siempre un recuerdo de su amor, y ayudado por la inspiración motivada por la misma desesperación, dijo:
—¿Arrepentirme por un micrófono? ¡No! Ni me arrepiento ni lamento eso, ni temo lo que puedan hacerme esos alcahuetes de sociólogos y psicólogos; más bien sentiré siempre desdén por esos pastores estúpidos que nos abruman con su hedor a lanolina.
—Pero ¿qué podemos hacer, Haldane?
—Amada mía, no sé qué harás tú, pero, en cuanto a mí, yo lucharé. Lucharé con ellos aquí. Lucharé con ellos en los pantanos de Venus. Lucharé con ellos, si fuera necesario, desde los helados rincones de Infierno. ¡Jamás me rendiré!
»No soy el dueño de mi destino pero sí el capitán de mi mente, y no cesaré en esta lucha mental ni dormirán mis pensamientos en mi cerebro hasta que logremos alzar de nuevo en esta tierra un edificio de libertad o… —su voz bajó de pronto —de muerte.
Se sentó junto a ella, el rostro pálido de cólera, respirando entrecortadamente, golpeándose violentamente con el puño la palma de la otra mano.
La mente rápida de Helix comprendió sus intenciones. Inclinándose a acariciarle el pelo, dijo:
—¡Tan rubio, tan brillante…! —luego siguió hablando—. No puedo cambiar tus pensamientos, ni minimizar la prueba que nos espera, pero si pudiera alzar la mano para decir a esta evidencia en mi interior: «fuera, maldito», mi corazón gritaría: «¡No!», pues esta mano mía preferiría hacerle una canasta tejida de rayos de estrellas, que aún serían más brillantes. ¡Oh!, ¡cómo desearía prepararte café y pan para tu delicias y té, y cacao por la noche! Cuando esté lejos, acuérdate un poco de mí.
Su voz se quebró y ya no pudo hablar más.
También la voz de Haldane vacilaba, pero se forzó a seguir hablando. Volviéndose a Helix, dijo:
—¡Acordarme! Yo siempre recordaré este abril con alegría aun a través de unos ojos llenos de lágrimas, porque tú viniste a mí con dulce acento en la noche oscura de nuestras almas. Pero esta noche tiene una cualidad de pesadilla, y sé que tú saldrás de ella, para mi, como un sueño agradable.
»Siempre estarás en mi corazón con tu modo de ser alegre y fantástico, y siempre serás hermosa, libre y sincera, pues tú eres la reina entre las mujeres, Helix, la que está a mi lado. Y, como compañera de mis pensamientos, jamás envejecerás.
Se abrazaron violentamente, murmurando una serie de frases entrecortadas que darían a su vida, con su recuerdo, toda una eternidad de unión y compañerismo que ahora les negaba el Estado para siempre.
Para los dos policías y la mujer policía que entraban ya en la sala, sus palabras debían sonar como el arrullo de dos tórtolas enloquecidas.
La Estación de Policía del Embarcadero estaba casi desierta cuando los policías llevaron allí a Haldane. Era demasiado temprano para la avalancha de borrachos del sábado por la noche, pero el lugar apestaba por su reciente presencia. Un sirviente lavaba el suelo con desinfectante, lo que aún empeoraba el olor.
El otro civil presente era un hombre larguirucho, con impermeable, los pies colocados sobre el banco en que se sentaba para evitar que se los mojara la fregona. Estaba enfrascado en una novelita de bolsillo.
—Uno para usted, sargento —dijo uno de los que le arrestaran al policía sentado tras una mesa.
—¿Nombre y designación genealógica? —Preguntó el sargento contemplando a Haldane con la mirada fría e impersonal que los profesionales reservaban para el proletariado.
Haldane le contestó, su rostro una pura máscara.
—¿Cuál es la acusación, Frawley? —Preguntó el sargento al policía.
—Sospecha de mezcla de razas y de fecundación. Llevamos a la mujer al centro médico de la ciudad. A medianoche nos remitirán su informe desde la oficina.
—Enciérrenlo —dijo el sargento— y hagan el informe.
—Un minuto, sargento —el civil larguirucho bajó los pies del banco y se aproximó a ellos—. ¿Puedo hablar unas palabritas con el prisionero?
—Claro, Henrick —dijo el sargento—. Es propiedad pública.
Henrick, el civil, sacó del bolsillo un cuaderno y un lápiz muy gastado. Su movimiento descubrió la camisa. Apenas legible por las manchas de cerveza o de salsa, Haldane distinguió la designación de Comunicaciones, clase 4.
Era un hombre delgado, de rostro expresivo, pelo rojo y pecas. La nuez de Adán sobresalía odiosamente. Una insinuación de desprecio latía en las comisuras de sus finos labios, y el olor a whisky que surgía de su boca hacía que el del desinfectante pareciera débil en comparación. Si hubiera sido un perro, la inclinación de los ojos tristones habría revelado a un cocker spaniel. Pero no era un perro, era un periodista.
—Me llamo Henrick, y trabajo para el Observer.
Había en su voz cierta nota de fatuidad, como si se sintiera satisfecho de sí mismo por estar relacionado con ese periódico.
Haldane dijo:
—¿Y qué?
—He oído tu nombre y designación genealógica. Hubo otro M-5, Haldane, que murió el día 2 o 3 de enero de este año. Si no recuerdo mal, era III. Deduzco que eres su hijo, ¿no?
—Sí.
—Una lástima que él haya muerto. Podría haberte ayudado. ¿Te importa darme el nombre y designación genealógica de la mujer?
—¿Para qué?
—No quiero trabajar horas extras. Quiero irme a casa. Puedo conseguirlo en la oficina de información, pero será medianoche antes de que llegue al centro. Si no me lo dices, tendré que esperar por aquí. No recibimos en esta comisaría a muchos profesionales, y a muy pocos acusados de fecundación, así que ésta es una historia importante.
Haldane guardó silencio.
—Hay otra razón de peso —continuó Henrick—. Soy un escritor independiente, no un simple reportero al que envían a recoger informes para escribir allí el reportaje. Como yo exponga la historia, así se publicará. Puedo inclinarme en uno u otro sentido. Puedo presentarte como un intelectual demasiado estúpido para saber protegerse, y eso encantará a los proletarios. Les gusta ver a un profesional haciendo el ridículo.
»Por otra parte, puedo presentarte como un jugador arriesgado, un ser humano demasiado sincero que sintió el deseo por una mujer y se dijo: «¡Al diablo con los preservativos!», y eso hará de ti un héroe ante los proletarios.
—Y ¿qué me importa a mí lo que ellos piensen?
—No te importa ahora. Pero dentro de un par de semanas sí supondrá una diferencia. Porque estarás allá abajo, con ellos.
Haldane quedó anonadado ante la lógica de aquel hombre, así como su modestia y sencillez. Era un C-4, categoría admitida entre las profesiones hacía menos de una década, cuya vida no podía ser muy feliz. Día tras día sentado en las comisarías, viendo pasar la escoria de la humanidad y tratando de tejer con sus hilos miserables un tapiz pintoresco, si no hermoso, al menos de «interés humano».
Sin duda Henrick simpatizaba con los desechos que encontraba allí, pues el olor a whisky que flotaba a su alrededor era síntoma de tensiones.
Pensando en el hombre que le hablaba no como el símbolo de todos los periodistas, sino como un individuo con problemas personales que llevaba su orgullo como escudo contra la realidad de su trabajo y que reforzaba ese orgullo, cuando temía perderlo, con el alcohol, Haldane sintió por primera vez en su vida compasión por una personalidad con la que no estaba familiarizado.
Abandonando, pues, su máscara, Haldane preguntó:
—Henrick, ¿por qué quieres ir a casa?
—Por mi compañera. No es gran cosa, pero se preocupa por mí. Piensa que bebo demasiado. Hoy es su cumpleaños, y quería darle una sorpresa presentándome en casa a cenar.
—Henrick, no deseo que tu compañera tenga que esperar en su cumpleaños.
Le dio el nombre y la designación genealógica de Helix.
—Trátala amablemente en tu historia. La compasión fue su único crimen, de modo que devuélvele esa compasión.
La informalidad entre profesionales en su primer encuentro era una torpeza, y una petición de compasión, aunque no fuera para el mismo interesado, bordeaba el sentimentalismo y la familiaridad. Haldane no se proponía suplicar, pero había creído ver una secreta tristeza en aquel hombre flaco de pelo rojo.
Y fue su misma compasión la que halló respuesta en el otro. Henrick tendió la mano y estrechó la suya.
—Buena suerte, Haldane.
No sólo le dio él la mano sino que, cuando Haldane alzó la vista, observó que la frialdad había desaparecido de los ojos del sargento que ocupaba la mesa. Frawley, el policía, le cogió por el brazo y le dijo casi amablemente:
—Por aquí, Haldane.
Le llevó por un corredor hasta una celda, la abrió y le hizo pasar. Era una habitación de muros empapelados, con una litera, una silla y una mesa en la que veía una Biblia. De no ser por los barrotes de la ventana, podía haber sido la habitación de un hotel.
Haldane se volvió a Frawley.
—¿Cómo supisteis que estábamos en aquel apartamento?
—Tu amigo Malcolm nos lo contó. Estabais utilizando el lugar con su permiso, y pensó que podían culparle como cómplice. No debería decírtelo, pero pareces diferente de los demás profesionales. Casi actúas como un proletario.
Con aquel dudoso cumplido del policía en los oídos, Haldane se sentó en el borde del lecho y se quitó los zapatos.
De la tragedia de su arresto habían surgido dos hechos que le animaban. Uno en la oficina de ingreso, cuando su propia humanidad había establecido un puente, por tenue que fuera, con otros seres humanos.
El otro incidente había tenido lugar en el apartamento, cuando la policía se llevara a Helix. Al echar su última mirada, la última en este mundo, al rostro de la muchacha que amaba, había observado la expresión de sus rasgos, y en ellos no había habido terror, ni ansiedad en sus ojos. En cambio había visto allí orgullo y una extraña exaltación, como si considerara un santo a su amante y se gloriara de compartir su martirio.
Esa noche durmió con el sueño más profundo que disfrutara en muchos meses, y se despertó refrescado para tomar un buen desayuno.
Sabía que había llegado a la Segunda Edad de Hielo de su mente, pero ya se estaba aclimatando al frío. Su sensibilidad estaba helada, y todos los problemas eran los de un cadáver. La desesperación sin esperanza era un calmante del dolor.
Una hora después del desayuno se abrió la puerta de su celda con el impulso alegre de una fresca brisa en forma de un joven sonriente y de pelo rubio con una cartera, que extendió la mano para saludarle y dijo:
—Soy Flaxon I, tu abogado.
Cuando Haldane se levantó para estrecharle la mano, el otro lanzó la cartera sobre la mesa, corrió ésta a un lado con la mano libre y arrastró la silla con un pie para situarla frente a la litera. Y ya se sentaba ante él cuando Haldane todavía no había vuelto a sentarse en el lecho.
No había malgastado un solo movimiento. Verdaderamente, decidió Haldane, era el hombre más eficiente que había visto en la vida.
—Antes de ir al grano me presentaré. Tú no tienes por qué hacerlo. Ya estaba en pie a las cuatro de la madrugada leyendo el informe de la policía y tu expediente. Eres el único profesional al que me han asignado jamás. No tenemos muchos en este tribunal.
»Soy el primer Flaxon. Mi padre era un escribano en San Diego y, cuando demostré aptitudes para la ley, el Estado me concedió el permiso. Hube de tomar parte en unas oposiciones en U.S.C. y quedé el tercero entre 542. Así que tienes ante ti al origen de una dinastía.
Haldane acogió la biografía de Flaxon con una sonrisa.
—Saludos del que va de bajada al que va de subida.
—Una observación errónea, Haldane —la sonrisa de Flaxon se transformó en un gesto grave—. ¿Por qué? Porque demuestra un humor frívolo sobre una situación muy seria, lo que, a su vez, refleja indiferencia hacia tu posición social. Vosotros, los que figuráis en las categorías durante dos o tres generaciones, tendéis a tomar las responsabilidades para con el Estado con demasiada ligereza.
»Y tenemos un deber para con el Estado: estar actuando siempre. Precisamente aquí, en este distrito, hay jueces que se pasan más tiempo en las pistas de tenis que en los tribunales. Te tomaré a ti como ejemplo. Con todas las casas que el Estado facilita a los estudiantes para su recreo, invades otra categoría y, ¡por los hielos de Infierno, que ni siquiera utilizas un anticonceptivo! Ni ella tampoco. ¡Parece como si los dos tuvierais tratando de que os cogieran!
—¿Saben ya con seguridad que está embarazada?
—Por supuesto. De eso te acusan.
—¿Has visto a Helix, o hablado con ella?
—No tengo razones para verla. Te defiendo a ti. De todos modos, ¿por qué te preocupas por la chica?
»Ahora eres culpable de lo que te acusan. No hay duda al respecto, ya que la fecundación prueba la mezcla de razas, una fechoría es prueba de felonía… ¡si eso no es mover una montaña con una palanca!
»Dentro de siete o diez días, según el turno, serás juzgado y sentenciado. Antes del juicio te entrevistarán los jurados: un sociólogo, un psicólogo y un sacerdote. Y otro más, elegido entre la categoría del acusado; en este caso, un matemático.
»Nuestra tarea consiste en influir en el jurado.
—Pero, Flaxon, ¿por qué preocuparse por el jurado, ni por el juez, si ya se ha decidido de antemano que soy culpable?
—Buena pregunta. Demuestra que piensas. Respuesta: pediremos clemencia.
»Como decimos en la ley, la degradación también tiene sus grados. Si bien admito que te esterilizarán y te relegarán a los proletarios, la clemencia puede significar la diferencia entre un empleo cómodo en la tierra o las minas de uranio en Plutón.
»Mi plan para la defensa tiene dos enfoques. Primero, presentaremos todos los factores atenuantes que podamos descubrir a fin de suavizar el juicio del tribunal. Segundo, y lo más importante, me propongo crear una impresión tan favorable de ti ante los jurados, que ellos sean los que pidan al juez que sea clemente contigo.
»Pero antes hay unas cuantas preguntas que me gustaría hacerte, y sobre todo ésta, por pura curiosidad, aparte de la esperanza de que resulte ser importante. ¿Por qué diablos no utilizasteis un anticonceptivo?