La última astronave de la Tierra (16 page)

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Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La última astronave de la Tierra
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—¿La ha visto?

—Sí, y fue una tontería por mi parte. No estoy familiarizado con los deberes de un jurado, e ignoraba que no debía hablar con ella. Pero Helix no perjudicó tu caso en absoluto. Todo lo que deseaba era hablar de Sigmund Freud, y todo lo que yo deseaba era escucharla.

»Esa chica sí que lee de verdad. Ha leído más obras de Freud que yo. Y me ha dicho también que ahora obtiene un gran consuelo leyendo los poemas de esa mujer de Browning… dice que le hace mucho bien leer los problemas de otra mujer.

El corazón de Haldane se caldeó ante el mensaje que Helix le enviaba. Cuanto deseara comunicarle se resumía en el soneto «Cómo te amo», y ése era su legado para él.

Incluso sintió afecto por el portador inconsciente del mensaje, que seguía hablando como un chiquillo:

—Te digo, Haldane, que no se puede sublimar la libido por completo. Cuando yo tenía diecisiete años experimenté esa misma reacción extraña, aunque muy intensa, por una mujer llamada Lolopratt. Llevaba siempre un pekinés en el regazo, y hablaba como una niña. Nunca olvidaré al animal… se llamaba Flopit. Y me mordió.

»¿Crees que pegué al perro? Ni lo sueñes. Aprendí a hablar como ella. ¿Te imaginas a una chica como Helix hablando así?

—Helix es un mujer muy inteligente, pero jamás pensé en ella como alguien del sexo opuesto hasta el día del funeral.

—¿De verdad? —la observación de Glandis era una pregunta recalcada por una sonrisa de escepticismo—. Entonces yo diría que necesitas el psicoanálisis.

—Bueno, no pensé en ella hasta el punto de arriesgar una desclasificación.

—Verás —dijo Glandis—, a veces pienso que el castigo por la mezcla de razas está desfasado. Cojamos el fruto de la unión, digo yo, eduquémosle y neguemos a los padres el privilegio de aparearse.

»Y demos una oportunidad al hijo. Es posible que esos bastardos fueran un buen material profesional.

—Ésa es una buena idea —Haldane se mostró espontáneamente de acuerdo—. ¿Por qué no negar únicamente a los padres su cuota de hijos y ver qué sucede con el niño? Matemáticamente es casi imposible tratar de formar un rasgo específico de la personalidad con más de cien millones de variables en un óvulo fertilizado.

—Tal vez tengas razón —dijo Glandis—, pero los de genética tienen algo en su favor. Mira los antiguos jukeses y kalikaks, mira a los actuales negros de Mobile. Mira los caballos de carreras.

—Hay rasgos, aparte de los rasgos físicos —indicó Haldane—, que podrían ser el resultado no de los genes sino del ambiente familiar. La cultura es un factor muy importante. El mejor matemático del mundo tal vez esté ahora empujando una carretilla.

Glandis se dio una palmada, demostrando su acuerdo.

—En eso tienes razón. Al ambiente jamás se le presta atención suficiente. ¡Eso es responsabilidad de Freud! Si escucháramos a Pavlov…

»Y ¿sabes por qué se les da su oportunidad a los técnicos del ambiente? Porque los barones salteadores se hicieron con el control e hicieron de la genética un sub-departamento de la Biología, responsable ante Sociología. Si la Psicología tuviera el control de los nacimientos, podrían ocurrir algunas cosas sorprendentes.

—Será mejor que no discutamos sobre esto —le avisó Haldane—, ya que bordea la crítica del Estado.

—Ésta es una conversación privada —dijo Glandis con indiferencia— y, para mí, el Estado es el Departamento de Sociología.

—Deduzco que no le interesan los sociólogos.

—¡Oh, sí! Me gustan, claro, como individuos. Algunos de mis mejores amigos son sociólogos. Pero, como grupo, están bastante abajo en la escala Kraft-Stanford, sólo dos grados por encima de nosotros, que ocupamos el quinto puesto empezando por debajo.

Haldane sonrió ante su sinceridad.

—Si sus dos categorías se hallan en un nivel tan inferior en la escala de inteligencia, ¿cómo es que son la primera y la segunda en la jerarquía?

—Somos pensadores sociales. Las demás categorías son como ovejas que ramonean la hierba de sus propios pastos sin alzar jamás la cabeza para mirar por encima de la valla. Vosotros los matemáticos, por ejemplo, sois pequeños fetos muy dichosos en el seno de vuestros propios problemas. No tenéis una visión amplia.

»Nosotros los psicólogos sí tenemos esa visión amplia, por eso somos los vicepresidentes ejecutivos a cargo del condicionamiento. Los sociólogos son meros administradores. Y siempre habrá necesidad de condicionadores. Cuando el proceso quede concluido, no habrá necesidad de administradores. Los sociólogos desaparecerán.

Haldane ya no estaba tan seguro de que hubiera sido correcta su primera impresión favorable de Glandis. No le gustaba el brillo intenso en los ojos de aquel joven.

—Y ustedes tendrán el control, Glandis, pero ¿el control de qué?

—De un orden social perfectamente unificado.

Como estaban discutiendo la sociedad del futuro, de mil años más adelante, Haldane se sintió libre para rebatirle.

—Digamos que consiguen ese perfecto orden social en el que las ovejas pasten bajo la mirada vigilante de los pastores, los psicólogos. Sólo veo un ligero inconveniente. La unidad absoluta significa que los pastores son las ovejas. No habrá sociólogos ni psicólogos. Como psicólogo, su función consiste en explorar al individuo, no en erigir un orden social.

Haldane daba lentas palmadas en la mesa mientras intentaba reducir sus ideas a un nivel que Glandis pudiera comprender:

—Si la unidad es el propósito de su condicionamiento, y ese propósito fue establecido por los sociólogos, entonces a ustedes se les ha engañado. Porque desaparecerán entre la masa, mientras los administradores permanecerán siempre por encima de su condicionamiento.

Vio que la duda se iniciaba en los ojos de Glandis, e insistió:

—Su terreno es el hombre, no todos los hombres. Su deber es ayudar a la expansión del individuo. En un Estado donde todos se conforman perfectamente unos con otros, no hay necesidad del Indice Kraft-Stanford, ni de los hombres que lo crearon. No hay escala, a menos que haya diferencias que medir. Glandis, se está destruyendo usted mismo a merced de unos manipuladores más diestros que usted: los sociólogos.

Glandis había escuchado intensamente. Ahora, con expresión preocupada, se levantó y puso la mano en el hombro de Haldane.

—Perdóname por haber despreciado tu categoría. Lo hice para enfurecerte, porque sabía que jamás hablarlas libremente conmigo en una relación de jurado-acusado.

»Compréndeme —apartó la mano y se alejó unos pasos—; sé que tu índice de inteligencia es muy alto, y yo necesitaba tu ayuda.

Volvió a la silla y, cuando se sentó esta vez, sus manos se aferraron al respaldo de la misma.

—Comprende —repitió—. Nuestro problema son los sociólogos.

»Toma, por ejemplo, su práctica de disipar las energías de los hombres en esas casas de prostitución. Un uso descarado del principio del placer; opio para las masas. Si pudiéramos cerrar esas casas ¡qué maravillosas aberraciones de conducta tendrían lugar, cuántas neurosis florecerían!

»Piensa en los sentimientos de culpabilidad que sólo el autoestímulo produciría. Tendríamos toda una cosecha de historiales. En mis cinco años de práctica de la psicología, Haldane, únicamente he encontrado un asqueroso caso de erupción diagnosticable como psicosomático. Nada de úlceras, ni alcohólicos. Sólo suicidios. Muchos, pero ninguno con individualidad. Y siempre se tiran por la ventana. ¡Siempre se tiran!

Glandis unió los brazos sobre el respaldo de la silla y apoyó la cabeza sobre las manos. Miraba tristemente al vacío sin decir nada. Haldane se sintió culpable. Finalmente Glandis se dominó.

—Una vez entrevisté a un viejo economista, un desviacionista que iba camino a Infierno, abrumado ante el temor horrible de que el Estado estaba alcanzando la síntesis final de la tesis definitiva y la antítesis definitiva. Era un neurótico estupendo, y la nuestra fue una entrevista encantadora, encantadora… —suspiró en voz alta—. Ahora ya no quedan chiflados.

Glandis se aferró al recuerdo de su único neurótico hasta que la marea de su presión sanguínea volvió a la normalidad. Entonces miró el reloj.

—Tengo que irme corriendo, Haldane, pero hay unas cuantas preguntas de rutina que se supone debo hacerte. ¿Dispuesto?

—Dispuesto.

—¿De qué liga de béisbol eres partidario en las series mundiales?

—De ninguna.

—¿Tienes algún equipo favorito?

—Se supone que los Orioles, o los Met de Nueva York, o los Bravos de Kansas City.

—¿Quién crees que ganará el partido California-Stanford en diciembre?

—Ni idea.

—¿Tienes algún deporte favorito?

—El judo.

—¿Prefieres leer un libro o ir a la bolera con los muchachos?

Haldane se golpeó en la palma con el puño.

—Ahora me ha cogido. Hay dos variables, el libro y los muchachos. Dependería de ellas.

—¿Amabas más a tu padre que a tu madre?

—Sí.

Glandis alzó una ceja.

—Pareces muy seguro de ello.

—Casi no conocí a mi madre. ¿Recuerda?

—Ah, sí… bien, eso lo completa todo para el Departamento de Psicología —se puso en pie y estrechó la mano de Haldane—. He disfrutado de nuestro pequeño interrogatorio, Haldane. Me has dado mucho en qué pensar… A propósito, supongo que tu abogado te diría que el trabajo que te asignen depende del grado de clemencia concedido. Esto es extra-oficial, porque no es asunto mío, pero ¿has pensado lo que te gustaría hacer?

—Diablos, no lo sé, Glandis. Estoy bastante asustado, en serio. Creo que, por mi propia paz mental, debiera hacer algo difícil y no necesariamente agradable. Tal vez podría fichar como mecánico en una de las naves espaciales.

—Hermano, ¡te estás jugando el cuello!… Bien, si estás completamente loco, recordaré lo que deseas cuando haga mi recomendación al tribunal… Buena suerte, Haldane. Hasta mañana.

Flaxon escuchó intensamente el informe de Haldane a última hora de la tarde, y no se sintió sorprendido cuando éste le contó el soborno que le ofreciera Brandt.

—Así es como trabajan —dijo—. Hay mucha rivalidad entre los departamentos.

»Te hizo una propuesta de negocios. No te amenazó si no la aceptabas. Probablemente tenias la oportunidad para librarte del anzuelo, pero, si no quisiste aceptarla, ésa fue tu decisión.

»Tal vez estuviera probándote para ver si vendías a tu propio departamento. Si eso es cierto, tu respuesta fue la adecuada, porque la lealtad a tu departamento es evidencia de que tu condicionamiento es de buena fe.

»Glandis me preocupa más. Los psicólogos están alerta ante las tendencias criminales, y el hecho de que establecieras buenas relaciones con él nada significa. Si se hubiera mostrado hostil, tú habrías guardado silencio y él jamás habría podido evaluar tu personalidad. Tal vez hablaste de más al mencionar las naves a Infierno. No lo sé.

»De todas formas ya ha terminado. Si tú supiste manejarlos, yo sabré manejar al juez. Intenta conseguir una buena noche de descanso —acabó Flaxon—. Te veré por la mañana en el tribunal. Estoy trabajando en una petición de clemencia. Si quieres puedes declarar en tu propia defensa, pero sólo para rebatir los puntos presentados por el fiscal. Mientras tanto, intenta calmar tu ansiedad natural. No podrás hacerlo por completo, pero tengo buena impresión con respecto a la audiencia.

Por extraño que parezca, Haldane durmió bien hasta primera hora de la mañana, cuando le despertó un recuerdo que flotaba en su subconsciente.

Recordó el nombre de Gurlick. No lo había visto en un catálogo de la universidad de California. Había sido en la bibliografía de un libro que leyera sobre la Mecánica de Fairweather. Se afirmaba de él que era uno de los quince hombres en la tierra que poseían la total comprensión del Teorema de la Simultaneidad.

El hombre a quien él compadeciera como un pedagogo senil, era un genio matemático.

9

Lloviznaba cuando el coche que llevaba a Haldane al tribunal entró en la corriente de tráfico que giraba en tomo a la Plaza Cívica. Vio a algunos vagabundos encogidos como gallinas mojadas en los bancos, y envidió a todas las personas que habían tenido el suficiente sentido común para no salir con aquella lluvia.

Desde la Plaza Cívica el edificio del tribunal ofrecía una fachada esbelta y empapada ahora, con las airosas columnas dóricas de mármol plástico color rosa. Desde la callejuela en que se metió el coche parecía un mausoleo con una ranura en el centro: la entrada de los prisioneros.

Flaxon, que esperaba en la antecámara, se acercó a su cliente.

—Al preparar la petición de clemencia cogí una hoja de tu libro e investigué en la literatura de los primitivos. Tengo la defensa de Leopold y Loeb interpolada con el juicio de Warren Hastings y reforzada por el discurso de Lincoln en Johannesburgo. Si tú tienes al jurado, yo tengo al juez.

El entusiasmo de Flaxon no era compartido por Haldane, que aún se sentía turbado por su tardío reconocimiento de Gurlick. Las imágenes podían proyectarse en dos direcciones, y si Gurlick no era el viejo olvidadizo y vacilante que había fingido, entonces era un actor muy superior a Haldane.

En la sala del tribunal la mayoría de los espectadores eran de comunicaciones. Henrick estaba allí, y alzó una mano huesuda cuando Haldane entró por el pasillo para desearle suerte.

—¿Un amigo tuyo?

—No exactamente. Pero está a mi favor. Trabaja en el Observer.

—Publicó tres artículos, y todos desfavorables. Algo lacrimógenos.

—Está tratando de suavizar mi caída.

La sala, en pendiente, bajaba hasta un espacio nivelado ante la mesa del juez, sobre la cual, y en los paneles de madera, se leía la frase: «Dios es justicia». Desde los muros, a derecha e izquierda, se proyectaban los tubos esbeltos de las cámaras de televisión que se utilizaban en los juicios de interés público.

Cuando entraron en la sala se quedó atrás la escolta de Haldane, dos guardias, y Flaxon le hizo pasar a la mesa del consejo, ante el tribunal.

—El fiscal —dijo Flaxon— es ese hombre de la mesa de la izquierda que parece un halcón. Franz III. Tal vez intente zaherirte un poco para borrar las historias del Observer, pero es un caso cerrado ya por cuanto a él se refiere.

»EI presentará las pruebas: la declaración de Malcolm, la cinta grabada, el informe médico y, probablemente, al final y para efectos dramáticos, el micrófono destrozado.

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