Hargood les dirigió al bar.
—Hilda —dijo—, quiero que conozcas a Don y Helix Haldane, recién llegados. Dales la suite nupcial.
—Bienvenidos a Infierno —dijo la mujer— volviéndose a un tablero que había tras ella y cogiendo una llave.
Era alta y delgada, con mejillas cadavéricas. Sus caderas apenas eran más anchas que la cintura y la expresión de sus ojos al mirar a Haldane era de un hambre caníbal. Aunque los senos le caían como un par de papadas, y las dos trenzas de su pelo estaban manchadas de gris, aquellos ojos hambrientos despertaron un erotismo extraño en Haldane. Comprendió que, de no haber estado allí Helix, se habría quedado en el bar.
Hilda le echó la llave con un movimiento indiferente, pero sin insolencia.
—Habitación 204, justo al final de la escalera —se volvió a Hargood—. Un auténtico hombre el que ha traído esta vez, doctor. Y joven también.
Luego se volvió a Helix.
—La mayoría de los exiliados que recibimos aquí tienen cuarenta años por lo menos. Tu hombre parece muy activo. No es tan alto como el nativo de Infierno, por término medio; pero bastante alto para ser terrestre. Y esos brazos parecen fuertes. Si te cansas de él esta noche, pásamelo.
»Lo divertido —y su voz bajó una octava al inclinarse hacia Helix en el típico cotilleo femenino —es que consigo mucho más de los hombres pequeños y tímidos. Una nunca puede adivinarlo sólo con una mirada.
Dirigiéndose de nuevo a los tres, dijo:
—¿Qué vais a tomar, amigos? Invita la casa.
—Cerveza para todos —dijo Hargood—. Y no la juzguéis generosa. Para los exiliados, siempre invita la casa.
—¿Por qué me dejas mal? Deseaba que creyeran que era una filántropo.
—Pedí cerveza —explicó Hargood— porque quería que la probaseis. Todo parece mejor aquí.
Hargood inició una disertación sobre los sabores de los productos del planeta atribuyéndolos a la calidad del suelo. Como se dirigía casi exclusivamente a Helix, los ojos de Haldane registraron el bar.
Junto a ellos se sentaba un hombre esbelto, de ojos oscuros, que tomaba casi con éxtasis una bebida mientras lanzaba unas miradas corteses a Helix a través del espejo del bar. Había un gigante con botas y gorra de marinero. Tenía la boca abierta, y la barba roja se le erizaba con una electricidad estática que Haldane atribuyó al deseo. Supuso esto tras echar una mirada a los ojos del hombre, los ojos más expresivos que había visto jamás. Al mismo tiempo que desnudaban a Helix parecían inventar treinta y seis variaciones distintas —Haldane las contó —sobre un mismo tema.
Se volvió bruscamente a Hargood.
—Vamos a una mesa.
—Espera un minuto —este se inclinó sobre el bar y llamó amable mirón—: Halapoff, ¿qué te parece si me arreglas una cena para ocho?
—Por supuesto, doctor —respondió el hombre moreno— ¿cuándo llegarán aquí?
—Inmediatamente.
Tomaron sus vasos y cruzaron el comedor hacia una mesa. Había más de una docena de parejas en el comedor y, aunque los hombres iban acompañados de mujeres, se oyeron silbidos discretos de aprobación cuando Helix cruzó la sala.
Haldane sintió un ramalazo de cólera dirigido contra Helix. Ella era consciente de lo que indicaba el sonido, y su paso cadencioso, con el agitar de caderas, se redujo a un pasito discreto y su rostro enrojeció. Pero aún se pavoneaba.
¡Su propia novia, hermosa y embarazada, disfrutaba de que silbaran a su paso!
La cólera que iba creciendo en Haldane se cortó en seco.
Cuando pasaban junto a una mesa observó a una mujer de cabellos rojos cuyos pómulos elevados y cuya prestancia daban un toque de realeza a su belleza innegable, incrementada por una generosa exhibición de sus senos en el escote, muy bajo. Su belleza física era cautivadora, el seno un producto de la naturaleza, pero la atracción que surgía de ella emitía un campo de fuerza tan poderoso que Haldane, sin querer, avanzó en su dirección.
La mujer, que hablaba en tono indiferente con su compañero de mesa, alzó la vista, vio la mirada de Haldane, le lanzó una sonrisa radiante y apreciativa y silbó también.
Helix captó la situación y miró a la mujer con tal rabia que destruyó su campo de fuerza y restauró el equilibrio de Haldane. Se adelantó, le cogió del brazo y lo arrastró hacia la mesa.
—¡Cómo te gustó eso! —susurró.
—También tú te estabas divirtiendo.
Hargood había elegido una mesa cerca de la chimenea.
Haldane preguntó para qué se utilizaba el espacio abierto con el suelo pulido.
—Sobre todo para el baile. Por desgracia no siempre. Hemos revivido el baile social como recreo, ya que resulta estimulante.
Haldane explotó:
—¿Es que estas gentes necesitan un estímulo?
Hargood se echó a reír.
—A un terrestre no se lo parecería, claro. Pero Infierno es, literalmente, el infierno para algunos ciudadanos de la Tierra; sin embargo, pocas mujeres son desgraciadas aquí. Todas son amadas y apreciadas; especialmente apreciadas. No hay una sola mujer que carezca de atractivos. Algunas, sencillamente, poseen un poco más.
Miró a Helix.
Haldane se tomó meditabundo la cerveza. No era un puritano, pero desde luego no le gustaba la idea de andar disparando tiros por su esposa en cuanto ella entrara en una tienda. Se proponía avanzar rápidamente en este planeta y no quería malgastar energías como guardaespaldas de su mujer, o de sí mismo.
—¿Qué tipo de tecnología tenéis en este planeta?
—El suficiente para nuestras necesidades, y disponemos de grandes recursos naturales.
—¿Podéis construir una nave espacial?
—Eso queda fuera de mi terreno. Sin embargo estoy seguro de que se podría hacer. Ten en cuenta que traemos aquí a las mejores mentes de la Tierra. ¿Por qué lo preguntas?
—Tengo una idea para una nave espacial que puede sobrepasar la simultaneidad… ir más de prisa que ahora. ¿Tienes un lápiz?
—¿Acaso planeas volver a la Tierra? —preguntó a su vez Helix.
—No a la que dejamos.
Cogió el lápiz que Hargood le ofrecía y empezó a dibujar un croquis en el mantel.
—Éste es un sistema de propulsión láser. La luz emitida desde esta fuente, aquí, sale hacia delante para converger, aquí, permitiendo que la corriente de luz se incremente aquí. Como podéis ver, se sobrepasa fácilmente la velocidad de la luz, tal y como nosotros la conocemos, pero el principio de convergencia, como probablemente sabéis, queda limitado por la longitud al orificio de los láser.
—Don, yo soy ginecólogo.
—Ahora bien, este símbolo representa la simultaneidad, una función perfecta de las líneas convergentes. En la práctica, esa función nunca se alcanza. Por ejemplo, en tiempo real nos costó seis meses hacer los cuatro millones de años luz hasta Cygnus, lo cual resulta a unos 0.987643, si consideramos la S como 1.
—¡Pero yo soy ginecólogo!
—Se me ocurrió esta idea de una serie de espejos curvos dispuestos así, en círculo, que reforzarían el rayo original del láser emitiendo pulsaciones, que reforzarían a su vez la velocidad reforzada. Una reacción en cadena… ¿me sigues?
—No.
—Bien, yo creo que la idea es válida, y ciertas observaciones que se hicieron en mi juicio me confirman en mi opinión.
—Don, ya me he perdido. Las matemáticas no están a mi alcance.
—Perdona, doctor, debo recordar que tus intereses van en otra dirección… Pero sí puedes decirme esto: ¿qué forma de gobierno tenéis aquí?
—Le llamamos «democracia», una palabra griega, y es como griego para mí. No tengo una mente muy abstracta. Entiendo y aprecio aquello que puedo tocar. Pero elegimos un presidente cada seis años, y él nombra consejeros.
—Y ¿qué es lo que consigue que un hombre salga elegido?
—Wong Lee lo consiguió prometiendo reducir las fuerzas de policía. Se estaba arrestando a demasiada gente por turbar la paz… Helix, cuando hagas planes para tu casa en este planeta, has de tener en cuenta la construcción de dormitorios extra.
Haldane seguía pensando por su cuenta mientras Hargood y Helix hablaban.
Si las promesas eran la clave para el poder político en este planeta, él habría de descubrir lo que atraía a este pueblo. Pensó en montar casas de recreo, e instalar en ellas trabajadoras profesionales, pero inmediatamente rechazó la idea. Un entretenimiento tan estéril no apetecería a una población que deseaba fertilizar y ser fertilizada.
—Pero, doctor —decía Helix—, mi problema más apremiante son las ropas. No he traído nada.
—Visitaremos las tiendas de señoras mañana.
—Necesitaré ropa interior y pijama para esta noche.
—¿En tu noche de bodas?
También podría ofrecer premios estatales por la concepción de hijos, seguía pensando Haldane. Era una idea, pero el problema sería poder demostrar quién era el padre.
Otros exiliados habían llegado con sus guías, habían sido invitados en el bar y ahora iban a sus mesas. El temor había desaparecido de sus rostros. De camino a la mesa, Harlon V y Marta se detuvieron junto a ellos para intercambiar las primeras impresiones.
Marta había recibido un tratamiento semejante —si bien no tan entusiasta —al de Helix a su paso por el comedor, y el aire de refinamiento distinguido había sido reemplazado por la vivacidad y el placer. El aire de digno refinamiento de Harlon había sido reemplazado a su vez por uno de dolida dignidad. Tal vez Harlon, se dijo Haldane, no pudiera resistir la comparación.
Halapoff, una vez se puso a preparar la cena, fue bastante rápido. Sin duda algún ucraniano en su árbol genealógico le dirigió en la preparación del shishkebab, y se esponjó de satisfacción cuando Helix le felicitó.
—Pues aún es mejor como acordeonista —dijo Hargood, cuando sus observaciones fueron interrumpidas por un estruendo.
Empezando en un rumor bajo y alzándose hasta el puro chillido bajaba en una serie de alaridos prolongados. Haldane se volvió y vio al gigante de barba roja que antes estuviera en el bar y que ahora había saltado al centro de la pista de baile, la cabeza alzada hacia el techo, sus puños hercúleos golpeando brutalmente el barril que era su pecho.
—Mi nombre es Whitewater Jones. Soy medio caballo y medio lagarto. Puedo caminar descalzo sobre una valla de alambre espinoso y sacar chispas con los pies. Soy un nativo de Infierno de tercera generación, y el día en que nací le saqué los ojos a un lince y le arranqué la cola. Soy tan rápido como el rayo, y tan fuerte como un oso. He zurrado a todos los hombres y disfrutado de todas las mujeres desde los Páramos de Marston hasta el Punto de Portazgo. Y no disparo nada más que balas vivas.
Tratando de hacerse oír a pesar del estruendo de la pista, Haldane preguntó a Hargood:
—¿Qué es lo que le ocurre?
—¡Ah! —contestó éste—. Como nación de individualidades, nuestras gentes son muy extremadas. Este tipo es un fanfarrón, y precisamente ahora está haciendo su ritual de la fertilidad.
»Conduce el barco por el río entre aquí y Punto de Portazgo, sólo viene a la ciudad unos tres días al mes. Este es su modo de una soltar vapor, metiéndose en una pelea y buscándose una Mujer.
—¿No tenéis policía?
—Sólo tenemos nueve en toda la ciudad. Si intentaran encerrarle saldrían muy malparados, y habrían de dejarle libre a los dos días porque él es el único piloto del río.
Era difícil hablar con aquel escándalo, y todo lo que decía el hombre resultaba interesante. Haldane le oyó presumir de que podía llegar a su barco con un banco de arena sobre la espalda. Hargood le dio un golpecito en el hombro:
—Don, disfrutarás de dos semanas con todos los gastos pagados como regalo de luna de miel del papa… y, a propósito, es tradicional que el novio cruce el umbral con la novia en brazos.
Haldane intentaba escucharle, pero Whitewater Jones exigía su atención.
—Halapoff, saca el acordeón y tócanos una canción antes de que te dé un puñetazo que te salte las pecas. Ninguno de esos hijos de la Tierra sabe bailar, y Whitewater Jones va a darles una lección. ¡Vamos!
Halapoff cruzó el comedor de un salto hasta el bar, donde tenía el acordeón. Fue la demostración más asombrosa por amenaza que Haldane había visto jamás. Halapoff estaba realmente asustado.
Hargood no hizo intentos por detener al hombre cuando éste paseó vacilante y en círculo ante todas las mesas, mirando lascivamente a las mujeres y, especialmente, a las mujeres de la Tierra.
—Whitewater Jones quiere bailar, y cuando Whitewater baila, lo hace acariciando a su pareja. A la mujer que aún no ha sido acariciada por Whitewater Jones le espera la impresión más emocionante de su vida.
Su avance lujurioso y vacilante resultaba extraño contra el fondo de música ucraniana en la que los dedos temblorosos de Halapoff desafinaban sin querer.
Se acercó a la mesa de Hargood, vio a Helix y rugió:
—Doctor, ¿es que te guardas a esta preciosa potranca? ¡Déjala salir de la cuadra!
—Has estado bebiendo demasiado —le reprochó Hargood.
—¿Insinúas que no sé aguantar la bebida? Puedo levantar un barril de aguardiente y dejarlo seco sin tirar ni una gota. Comerme un médico para calmar el estómago, y limpiarme los dientes con el brazo de un terrestre.
Se detuvo y pasó un brazo enorme sobre los hombros de Helix. Su rugido bajó a un susurro cautivador cuando dijo:
—Señora, sé que vosotras, las mujeres de la Tierra, no sabéis bailar, pero el vals es fácil. Te agradecería que me permitieras darte la primera lección…
Haldane se levantó en silencio tras el marinero borracho de amor, y salió a la pista de baile mientras oía decir a Jones:
—Sólo soy un marinero patán, y no vengo mucho a la ciudad. Me gustaría darte la primera lección… —alzó la voz y aulló a Halapoff—: ¡Toca un vals!
En el silencio subsiguiente le gritó Haldane:
—¡Vamos, ven a bailar conmigo, hijo de puta!
En una de esas inspiraciones repentinas que nunca había podido analizar, a Haldane se le había ocurrido que aquel gigante de barba roja podía amar a su madre.
—¿Qué es lo que me has llamado, muchacho?
Por el dolor e incredulidad que latía en la voz de Jones, Haldane pensó que tal vez se hubiera pasado. Pero, tal y como le pedía el marinero, repitió la frase, y acentuando las últimas palabras.
No sólo se había pasado. Había ido a tropezar con el campeón de los que aman a su madre. La increíble velocidad que galvanizó al gigante borracho, que cruzó la sala de un salto para caer sobre Haldane, hacía de Whitewater Jones el hijo más afectuoso desde Edipo Rey.