La última astronave de la Tierra (23 page)

Read La última astronave de la Tierra Online

Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La última astronave de la Tierra
8.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando ésta se abrió de nuevo entraron cinco hombres con chaquetones y botas de piel. Se adelantaron a recoger las tarjetas de la mesa, echándose atrás el capuchón. Uno de ellos se volvió y dijo:

—¡Haldane y Helix!

—Aquí —respondió Haldane.

El otro se acercó. Tendría sesenta años, el pelo gris acerado y unos rasgos delgados y firmes. Había amistad e inteligencia en sus ojos, y tendió la mano a Haldane en un gesto cordial.

—Soy Francis Hargood. Estoy encargado de llevarte a la ciudad, buscarte alojamiento e iniciar tu programa de orientación. Supongo que ésta es tu esposa Helix.

Haldane no había oído jamás el término «esposa», pero Helix dijo:

—Lo soy, aunque él todavía no se ha ajustado a la idea.

El apretón de manos de Hargood era amistoso.

—Entonces, abandónale. Sería criminal que te limitases a un público de uno… Haldane, acepta tu matrimonio. Un matrimonio feliz te da una buena base para las operaciones, y nada atrae tanto a la hembra como un anillo de boda. Actúa en ella como un desafío. Subid al primer trineo, junto a la puerta.

Se echó a un lado mientras Haldane seguía a Helix al exterior. Fuera ya, le dijo:

—Por cuanto yo sé, y es muy poco, tú eres el primer matemático que hemos recibido con el síndrome de Fairweather. Bienvenido a Infierno.

Haldane ayudó a Helix a subir al trineo mientras Hargood daba la vuelta y la envolvía solícito en una manta de viaje. Luego se puso a su lado y dio una palmada en el lomo del caballo.

—¿Son importados los caballos? —preguntó Haldane.

—No. Nacidos aquí. La flora y la fauna de Infierno son muy semejantes a las de las zonas templadas de la Tierra.

Agitando la cabeza y lanzando vapor por los ollares, el caballo inició la marcha, los patines del trineo haciendo crujir la nieve y con el sonido de las campanillas, dirigiéndose a una avenida de luces, allá en la distancia, que no estaba iluminada cuando aterrizó el avión.

Las luces bordeaban una amplia pista que atravesaba lo que parecía ser un bosque de pinos. Cuando entraron en la avenida, el caballo inició el trote. Con el aire fresco cortándole las mejillas, y la mano de Helix en la suya, bajo la manta, Haldane experimentó un gozo inicial que casi vencía sus temores.

Cierto, el hombre del campo de aviación se había mostrado reservado, y el trineo arrastrado por el caballo era un modo primitivo de viajar, pero Hargood era amistoso y debía haber cierto tipo de tecnología en el planeta, ya que había electricidad y radio.

Y había habido otro detalle por parte de Hargood que no le había pasado desapercibido a Haldane.

Allá en la barraca, cuando aquél había terminado de leer la tarjeta que Haldane llenara, la había roto con indiferencia, lanzando los trozos a la papelera.

—Voy a llevaros a la ciudad y a dejaros en el hostal con los demás —explicó Hargood—; pero, después que hayáis comprado ropas y os hayáis aclimatado algo, tendréis otro alojamiento hasta que se os construya la casa.

»A propósito —añadió—, tenéis mucha suerte los dos. Se ha requerido vuestra presencia en casa de un catedrático de universidad que vive en el campus de la misma. La mayoría de los que llegan son asignados por sorteo.

—Y ¿cómo supo él que llegábamos? —preguntó Haldane.

—No os conocía por el nombre. Simplemente solicitó el matemático teórico más joven del envío H. Es un caballero anciano muy distinguido, pero muy activo. Creo que tiene unos cien hijos, así que no le dejes solo demasiado tiempo con Helix.

Hargood se frotó la barbilla.

—Lo que me desconcierta es que pudiera calcular que íbamos a recibir un matemático teórico en el envío H, o en el A, o en el B, si vamos a ver… Tú eres el primer matemático teórico que he visto en la vida.

13

—Nuestra ciudad se llama Páramos de Marston, en la boca Río Redstone; población: cuarenta y cinco mil; la industria mas importante: la universidad. Como el centro de población es una ciudad de minas de cobre, a trescientos kilómetros río arriba, comprenderéis que no hemos hecho una gran mella en el planeta. Pero seguimos la vieja máxima de «creced y multiplicaos». Como tenemos inviernos largos hay televisión, el crecimiento de la población va de maravilla.

»Esta es una ciudad interesante, sobre todo por las gentes de la universidad. Hay tipos estupendos allí. El Director de Económicas, que por otra parte es un hombre muy lógico, predica que algún día Tierra e Infierno se reunirán en la sins final de la tesis y la antítesis.

»Tenemos varias playas hermosas por aquí y profetizo ahora que cuando andes por ellas en traje de baño vas a armar un escándalo.

—¿También los nativos llaman a este planeta Infierno? —preguntó Haldane.

—Sí, por deferencia a Fairweather I. De todas formas Hell (infierno) significa luz en alemán.

—¿Mostráis deferencia hacia el hombre que exilió aquí a su hijo?

—Nuestro Fairweather II fue un loco en su juventud, así que le envió aquí para salvar su piel. Luego inventó al papa para que su hijo disfrutara de compañeros excepcionales con los que jugar al bridge… ¿Tú nadas, Helix?

—Es uno de mis deportes favoritos.

—Disfrutarás de los Páramos de Marston, y la ciudad disfrutará contigo. La mayoría de las mujeres nacidas en Infierno son muy bajas, y con mucho trasero. En cierto modo tienden a parecerse a las avispas. No es que no sean atractivas; simplemente poseen diversos grados de atracción, y tú figurarás en el dos por ciento superior.

—¿Pretendes decir que el papa es un truco de los departamentos ejecutivos?

—Sí… tenemos algunas tiendas para señoras formidables en los Páramos de Marston. Aquí se visten de modo provocativo.

—Estoy segura de que me encantarán las telas finas y brillantes. Apenas puedo…

—¡Pero yo maldije al papa!

—Todos lo hicimos —Hargood se volvió a Helix—. El hecho de que los dos fuerais emparejados por el papa no significa necesariamente que estéis mutuamente restringidos.

—El planeta se mueve en una elipse en tomo al sol, ¿no? —interrumpió Haldane.

—Sí de modo que tenemos cuatro meses de invierno, tres de primavera y otoño, y dos de verano cada medio año… Nuestros veranos jamás se hacen tediosos, y nuestros inviernos pueden ser muy interesantes.

—¿Cuál es tu especialidad? —preguntó Haldane. Hargood se echó a reír.

—Llamar especialista a un hombre en este planeta es casi tan grave como llamarle hijo de puta.

—¿Qué significa eso?

Helix se echó a reír.

—Una expresión antigua. Significa que tu madre fue una perra.

Haldane meditó sobre esa expresión. Era mordaz, y comprendía que iniciaría una reacción desfavorable en un hombre que hubiese cultivado un afecto indebido por su madre.

—En realidad —continuó Hargood—, yo era ginecólogo en la Tierra…

—Creí que tenías algo más que un interés pasajero en tales asuntos —interrumpió Haldane.

—Pero aquí lo he dejado. Toco el violoncelo en la orquesta de la ciudad de la cámara de consejeros, y enseño en la universidad.

»Pocos hombres son especialistas en este planeta. Tengo ocho hijos de mi esposa, y siete de las esposas de otros hombres, así soy especialista como padre. Algo extraño, según las normas de la Tierra… —hizo una pausa reflexiva—, pero aquí los inviernos son muy largos.

—Y ¿qué opina de esto tu esposa? —preguntó Helix.

—Ella tiene doce hijos.

—¿Por qué no han informado a la Tierra los astronautas que este no es un planeta de hielo?

—Cuando se hicieron los cálculos rutinarios durante las pruebas, la tripulación exploradora aterrizó en pleno invierno, y se figuró que el planeta sólo tenía una habitabilidad mínima. Fairweather comprobó los cálculos, descubrió el error y fijó los planes de salida de las naves-prisión para que siempre llegaran en invierno.

Pasaron ante la primera casa, una estructura de dos pisos visible a la luz de las lámparas de la calle. Estaba hecha de leños, con el techo pintado cubierto de nieve, y el brillo de luz en las ventanas, le pareció muy alegre a Haldane.

Después de que el caballo cruzara un puente de madera sobre un amplio barranco, vieron más casas, y el olor del humo de madera en el aire era reconfortante.

Helix le apretó la mano.

—Podría ser la Inglaterra del siglo XVIII.

Pasaron ante una iglesia de piedra. Las lámparas que brillaban en el vestíbulo iluminaban, un letrero sobre la puerta que decía: «Dios es amor».

Haldane llamó la atención de Hargood hacia el letrero.

—Así que adoráis a un Dios de amor, no de justicia.

—Por supuesto —respondió Hargood—. Aunque tal vez utilicemos una definición más amplia de la palabra… A propósito, unidos por el papa, debió haber una razón. Si necesitan un ginecólogo…

—Hablaremos de eso más tarde —interrumpió Haldane.

Tu embarazo no parece muy avanzado.

—Estuve voluntariamente en animación suspendida esperando que fuera embarcado mi amante —miró a Haldane—. Y te diré, jovencito, que tienes que darme muchas explicaciones.

—¿Sobre qué? —preguntó, genuinamente desconcertado, pensando que también ella tendría que aclararle ciertos detalles inexplicables.

—Éste no es el momento ni el lugar. Pero el lugar está cerca, y el momento también.

Qué viento guiaba a esta chica, jamás lo sabría. En la Tierra ya se había sentido preocupado en una ocasión por el temor de que nunca pudiera captar su infinita variedad, y ahora volvía a él la antigua impresión de inseguridad. Pero de una cosa sí estaba absolutamente seguro, y con una intuición creciente: si la misión de comprenderla estaba por encima de él, al buen Doctor Hargood le encantaría muchísimo tener la oportunidad de probar.

Hargood miraba a Helix con ojos en exceso admirativos para ser lascivos, dándole algunos consejos médicos con aire paternal.

—Por supuesto, en esta etapa del embarazo nada estropeará tus actividades. Puedes tener una luna de miel con toda tranquilidad.

—¿Qué es una luna de miel? —preguntó Haldane.

—El período en el que llegan a conocerse los recién casados. Es una vieja costumbre de la Tierra, que hemos revivido en Infierno.

—Yo creía que ya habíamos tenido nuestra luna de miel —dijo Helix—, pero he descubierto que no… ¡Mira, las tiendas aún están abiertas!

—Ahora entramos en el centro de la ciudad. Os pido disculpas por carecer de rascacielos, pero no los necesitamos.

Pocos edificios tenían más de tres pisos. Las viviendas estaban apiñadas, las ventanas alegremente iluminadas en la planta baja, y había bastantes peatones muy abrigados por la calle, al parecer de compras. Los ojos de Haldane registraban el panorama de luces y adornos y la abundancia de mercancías en los escaparates, pero se deleitaba con la serenidad de la gente que circulaba por las aceras. Aquí no se caminaba con la prisa y el propósito decidido que uno encontraba en las calles de San Francisco.

Hargood tiró de las riendas del caballo ante una callecita estrecha que iba a morir en un gran patio abierto ante un edificio de dos pisos que Haldane, al ver todas las ventanas iluminadas, dedujo sería el hostal. Ahora el edificio y el patio al final de la calle se destacaron de pronto al abrirse las nubes y dejar pasar la luz de la luna, y el brillo de la nieve dio una cualidad medieval a la escena.

—Parece que está aclarando —dijo Hargood, dirigiendo el trineo en amplio arco para detenerlo ante la puerta del hostal.

Un muchacho de unos catorce años salió corriendo del interior para coger las riendas que Hargood le lanzaba.

—Hola, doctor —dijo el muchacho.

—Hola, Tommy. Si tienes tiempo, ¿quieres cepillar al caballo? Te lo agradecería mucho.

—Doctor, ya cepillé a ese condenado bruto hasta los huesos esta mañana.

—De acuerdo, Tommy —dijo Hargood pacientemente—. No cepilles al caballo.

Cuando el chiquillo se llevaba al animal por el patio hasta el establo, y ellos caminaban hacia la puerta del hostal, Haldane preguntó:

—¿Es costumbre que un mozo de cuadra se niegue a hacer lo que le pide un profesional?

—El nombre de este mozo de cuadra es Tommy Fairweather, y aquí no hay profesionales, como clase.

—Supongo que su abuelo se revolvería en la tumba si supiera que un Fairweather estaba trabajando en un establo.

—Si lo hiciera sorprendería a muchas personas en la universidad, ya que allí no saben que está muerto… Ahora, un último ritual, amigos. ¡Dad la vuelta!

Habían llegado al vestíbulo del hotel, que estaba vacío, y la orden de Hargood aún era una orden. Haldane se detuvo y giró en redondo.

Sintió que la mano de Hargood desgarraba la inicial de su chaquetón, la inicial de clasificación que ya había olvidado. Hargood dijo:

—Así acaba tu última clasificación de la Tierra. No hay números dinásticos en Infierno. Utilizamos los nombres propios, al viejo estilo. Helix es ahora Helix Haldane. Tú necesitarás ahora un nombre propio.

—Don Juan —sugirió Helix.

Haldane no pensaba en nombres. Se volvió.

—¿Pretendes decirme que Fairweather II vive todavía?

—Por supuesto. Sólo tiene ciento ochenta años.

—¿Cuánto tiempo se vive en este planeta?

—Tanto como quieras. Hay métodos para retrasar la destrucción de las células. Se conocen en la Tierra, pero allí no están permitidos. Aquí la prolongación de la vida es casi obligatoria.

Hargood ayudaba a Helix a quitarse el chaquetón. Haldane se quitó el suyo y se lo entregó al doctor, que lo llevó a un cuartito tras la mesa de recepción, ahora vacía.

—Son casi las catorce horas, de modo que Hilda, la camarera estará cuidándose sin duda de las habitaciones.

Mirando por una puerta abierta Haldane vio un gran comedor; en el otro extremo unos troncos ardían en la chimenea. Se volvió a Helix.

—¿Oíste eso? Fairweather todavía vive.

—Oh, no. Está muerto… ¿No es un fuego precioso?

Parecía hipnotizada por las llamas distantes, perdida en hermosos sueños.

—¡Hargood dice que vive!

—No, ese es Fairweather Il.

—¡A él me refería, Helix! El culpable de que me enviaran aquí.

Helix salió de aquella especie de trance.

—Por supuesto, querido. Pero nosotros buscábamos a Fairweather I. Yo creí que hablabas de Fairweather I.

Hargood volvió y les hizo pasar al comedor. A la derecha de la entrada había un bar, y a la izquierda una escalera que llevaba a una galería corrida a todo lo largo de la habitación. La gran sala estaba en sombras, apenas iluminada por lámparas individuales sobre las mesas, y en el otro extremo había un área despejada, con suelo de madera, junto a la chimenea, y un segundo bar que ahora no se utilizaba.

Other books

Dublineses by James Joyce
My Tye by Daniels, Kristin
i 9fb2c9db4068b52a by Неизв.
Anew: Book One: Awakened by Litton, Josie
True Confessions by John Gregory Dunne
Black's Creek by Sam Millar
Spellfall by Roberts, Katherine
The House of Happiness by Barbara Cartland
Every Day in Tuscany by Frances Mayes