—Puedes hablarme de Fairweather —gritó—, porque yo soy un condenado, sentenciado a Infierno.
—Hombre, tú estás mal —le contestó el negro—, pero nosotros, los de esta celda, tenemos que aspirar un poquito de gas de cianuro.
Le rechazaban, y él sintió la lógica de su rechazo. ¿Por qué compartir un secreto amado, si había tal secreto, con un condenado? Y si el hombre no estaba condenado, entonces era un espía.
Esa noche, cuando la luz de las lámparas nocturnas bañaba la prisión en una luminiscencia azul, Haldane yacía de espaldas en su camastro, mirando al techo, cuando un papel entró volando en su celda y aterrizó junto a él. Lo cogió, lo desarrugó y se acercó a la luz de la lamparilla.
Nosotros creemos que fue un hombre como Jesucristo, o A.Lincoln, o I.W.Wobbly. Algunos no dicen más. Mi madre me dijo que era un buen hombre. ROMPE ESTO.
Había establecido contacto, pero se sentía turbado.
Rompió el papel en muchos pedacitos e, inclinándose hacia la lámpara nocturna, para que los hombres de la celda del otro lado del corredor pudieran verle, masticó los pedacitos y se los tragó.
Ahora estaba convencido de que la canción del buen tiempo era una canción sobre la luz del sol. ¿Cómo podía ser de otro modo cuando estos hombres, en su analfabetismo, situaban a Fairweather en el mismo plano que I.W.Wobbly, que no era una persona, en absoluto, sino las iniciales de un antiguo sindicato de trabajadores del vino? No culpaba a aquellos hombres, pero los analfabetos eran incapaces de transmitir mensajes ni de preservar su historia por escrito.
Pensando en esto, Haldane se sintió en paz con el mundo; pero su paz era un repudio. Helix había desaparecido; su padre había muerto; los profesionales eran ovejas y los proletarios brutos insensibles.
Y Dios era una computadora.
Creyó que había dejado de sentir hasta tres días antes de que vinieran a llevárselo. Y entonces sintió, y con una intensidad jamás conocida en su vida.
—¡Oye, intelectual!
Era el negro que gritaba al otro lado del corredor, de pie junto a los barrotes y con la guitarra colgando del cuello con un cordel muy sucio.
—Tengo una nueva canción, intelectual. Un condenado acaba de traerla del exterior. ¿Quieres oírla?
Había insolencia en el negro. Su amplia sonrisa, en la que no había el menor servilismo, despertó los antiguos hábitos profesionales de Haldane.
—Cuando hables conmigo, cerdo, ¡borra de tu rostro esa sonrisa de sandía!
—No puedes insultarme, intelectual. Yo soy un negro de Mobile. Ya me han trabajado todos esos «ólogos»… Vas a oírla, quieras o no.
El hombre tenía razón. Durante el Hambre, cuando la carne de negro era considerada un plato delicado, los negros de Mobile habían escapado a la extinción debido al aislamiento de su pequeña isla en la costa de Alabama. Después los antropólogos habían mantenido pura la raza, y los negros de Mobile habían sido tema de monografías interminables y derogatorias escritas por los científicos sociólogos.
Rozó suavemente unas cuerdas y cantó:
Hubo un hombre que amó a una mujer.
La poseyó, y lo metieron en la cárcel.
El juez le dijo: Reniega de esa mujer.
Y el hombre dijo: No, porque soy humano.
Levanta la cabeza, pobre Haldane.
Levanta la cabeza, y no llores.
Levanta la cabeza, pobre Haldane.
Pobre muchacho, tú nunca morirás.
Antes de que terminara la canción, Haldane estaba en pie y aferrado a los barrotes de la celda.
Había subestimado a aquellos brutos. Sus canciones eran su historia. En una estrofa muy mala, el cantante había resumido el juicio de Haldane, y había utilizado la segunda para mantener viva la esperanza en la mente de los hombres.
La canción del buen tiempo era la canción de Fairweather.
Tres días más tarde vinieron y le vistieron un ropaje gris y le llevaron, a lo largo del interminable corredor, hasta las rampas de cargamento, donde un coche negro le esperaba para llevarle al terreno de aterrizaje de la nave de Infierno.
Caminó impasible y con la cabeza muy alta y los prisioneros se apretujaron junto a los barrotes que bordeaban el corredor.
Como las multitudes que se apiñaran a lo largo de la Calle Market, también éstos parecían ahora estatuas, contemplándole mientras se lo llevaban, pero sus labios se movieron casi insensiblemente y sus voces se unieron en el coro final de las palabras que un condenado había compuesto con la música de una vieja canción que Helix le cantara en una ocasión, un día de sol que ya parecía muy lejano, con el título de Tom Dooley.
Era fácil mantener la cabeza erguida. La segunda tarea le sería más difícil.
Oficialmente, Haldane IV era un cadáver.
Estaba inconsciente cuando los Hermanos Grises le subieron a bordo del Estigia en una camilla. En la comida o el agua que tomara le habían dado una droga para retrasar los procesos vitales de su cuerpo.
Por eso no vio la larga fila de figuras con capucha que ascendían con su carga por la larga rampa y cantaban los himnos de difuntos. Ni oyó cómo se cerraban las portillas, ni el zumbido inicial de los cohetes. Tampoco sintió la ascensión, lenta al principio, ni el estallido final de movimiento cuando la gran nave se liberó de la atracción de la Tierra, y tampoco sintió el tirón brusco cuando los cohetes se desprendieron y los propulsores láser tomaron el mando, lanzando a la nave con un mudo estruendo por los negros caminos del espacio.
Silenciosos, sin cuerpo, inmunes a los detritus que giraban por el espacio, avanzaban por un reino donde toda luz, excepto la luz del interior de la nave, se desvanecía como el sonido se desvanece en los oídos a partir de cierto punto. Ellos eran la luz, cabalgando en una ola de simultaneidad que les habría permitido cruzar sin el menor daño el mismo centro del sol. Durante tres meses terrenales durmió Haldane, y cada minuto de los relojes de la nave volvían atrás un día de la Tierra.
Le despertó una mano que le agitaba por el hombro, y alzó la vista hacia los rasgos tensos y curtidos de un astronauta, cuyo rostro grave estaba iluminado por una lámpara de emergencia unida al casco.
—Despierta, cadáver. Mueve los brazos y piernas, como un escarabajo de espaldas… Está bien… Tengo que darte una píldora, y un poco de oxígeno.
Le habían soltado las correas de la litera en una celda, y todo lo que veía a aquella luz débil, aparte del rostro del astronauta, era una escalera que subía por un agujero que había en el techo metálico sobre su cabeza.
Hizo los movimientos que se le sugerían y sintió que sus músculos respondían con una fuerza y vigor que le sorprendió.
—Basta —dijo el otro—. Ya puedes incorporarte.
—¿Cuánto tiempo llevamos de viaje?
—Unos tres meses, de nuestro tiempo. Vamos toma esto.
Haldane aceptó el tubo de agua y la píldora que le ofrecían, recordando que sólo existían dos naves espaciales. Había un cincuenta por ciento de probabilidades de que este hombre hubiera estado en la nave que llevara a Fairweather a Infierno.
—Dime —preguntó Haldane—. ¿Recuerdas a un cadáver llamado Fairweather que vino en estas naves?
—Todo el mundo a bordo llegó a conocerle. En aquella época no les hacíamos dormir. Iban despiertos todo el camino. El y los demás cadáveres se mezclaban con la tripulación.
»Así Dios le ayude, jamás pude comprender por qué hablan arrojado a aquel hombre de la Tierra. Era la persona más amable que he conocido en la vida. Si una mosca se hubiera posado en su plato, ni siquiera habría tratado de alejarla. Lo creas o no, habría dicho: «Dejadla que coma. También tiene hambre». Pero no era la amabilidad del débil. Él era fuerte.
—¿Qué aspecto tenía?
—Alto, delgado, con el pelo rubio. No tenía un aspecto imponente, pero, cuando se ponía a hablar, todos le escuchaban. Aunque no digo que hablara mucho. No era así. Nos gustaba tanto por su silencio, supongo, como por su charla.
El astronauta se detuvo un momento.
—Algo curioso, ¿sabes? Me preguntas por alguien y, si yo te contesto: «El viejo Joe es buen chico. Suele beber demasiado y es malhablado, pero te daría hasta su último dólar», ese tipo de respuesta te describe bastante bien al viejo Joe. Sin embargo, no puedes hacer lo mismo con Fairweather.
—Inténtalo por mí, ¿quieres? —le suplicó Haldane—. Es importante.
Y lo era. Se sintió de pronto como se habría sentido un creyente en Cristo al conocer a un apóstol. Ardía de ansiedad por saber detalles jamás revelados.
—Lo intentaré, pero pronto volverás a dormirte.
—¿Se reía él? —Haldane inició un gambito a fin de estimularle la memoria.
—Sonreía mucho, pero jamás le oí reír. Aunque no era su sonrisa. Eran sus silencios, y el modo en que hablaba cuando hablaba. Solía meditar lo que iba a decir antes de decirlo, de modo que todo lo que hablaba resultaba significativo.
»No es que nos diera conferencias, ¿eh? Dios sabe que podía haberío hecho. Parecía saber más de la historia de la Tierra que cualquier hombre con el que he hablado, pero no insistía en ello.
»Supongo que estaba triste. A veces tenía una mirada en sus ojos que te hacía desear ir a él y darle unos golpecitos en el hombro; pero nunca se quejó.
»Y no era tampoco un remilgado. A veces decía cosas sucias, pero que no resultaban sucias cuando uno pensaba en ellas. Recuerdo que en una ocasión me dijo: «Sam, en ese sexo tuyo, ahora abortado, hay semillas de una generación mucho mejor que la que existe».
»Eso suena sucio, pero, si uno mira a la generación más joven, comprende lo que quiso decir.
»Recuerdo otra vez que yo estaba de guardia en el puente de mando y él fue allí y me habló. Preguntó por los instrumentos; cómo se leían; y si me gustaba ser astronauta o no. Yo le dije que a todo el mundo le gustaba ser un héroe, y entonces él dijo algo que siempre he recordado, y lo dijo con cierta indiferencia, como si no estuviera siquiera pensando en ello: «No serán rosas, rosas todo el camino. Me temo que estás viendo las últimas rosas».
»¿Sabes? ¡Tenía razón! Nos dan tres días en Tierra después de cada viaje y, para la mayoría de nosotros, aún nos sobran dos. Nadie puede sentirse a gusto si entra en un bar y ve que el tipo del taburete de al lado se corre tres o cuatro lugares.
»Pero tú quieres saber de Fairweather.
»Tenía un modo especial de escuchar. Te sentabas y hablabas con él, y él te miraba con aquellos ojos jóvenes y viejos a la vez que tenía, y al minuto siguiente estaba contando todo lo que te había ocurrido en la vida. Hacía que un mecánico de la sala de máquinas se sintiera tan importante como el capitán.
»Reservado, imagino que le llamarías tú. Pero tenía mucho más que reserva: comprensión, simpatía, tal vez incluso podría decirle que amor.
»Era Como… —el astronauta buscaba las palabras y Haldane deseaba decirle que se apresurara porque ya le envolvía la niebla y tenía dificultades para oír su voz. Logré mantenerse despierto el tiempo suficiente para oír—… como tener a Jesús en el puente de mando.
Cuando Haldane se despertó por segunda vez, una voz distinta resonó en sus oídos desde la escotilla.
—Levántate y brilla, cadáver. Levántate y brilla. Agita una pierna. Sube las escaleras y quédate en el corredor.
Lentamente, sintiendo cómo le iba abandonando la marea del sueño, Haldane se incorporó. Alguien le había soltado el cinturón, y notó el tirón de la fuerza centrífuga que le retenía contra el lecho.
Como sus ojos advirtieran más luz, y la voz siguiera animándole, dejó la litera y subió por la escalerilla.
Un astronauta muy alto y de brazos largos se inclinó y le ayudó a subir los últimos peldaños. Haldane parpadeó al llegar al pasadizo, sintiendo que el cuerpo se le iba hacia delante.
Sosteniéndole por un brazo para impedir que cayera, el astronauta buscó tras él en un cajón y sacó un chaquetón de piel y un par de botas forradas de suave vellón.
—Ponte este equipo y colócate bien ajustada la capucha. Estamos de nuevo en el espacio, girando a mil kilómetros por encima de Infierno. Bajarás allí dentro de pocos minutos. Estás en la Sección ocho, y tu letra es K. ¿Ves esa luz ahí abajo, donde pone «Ocho»?
—Sí.
—Cuando llamen a tu sección sigue por el corredor detrás del cadáver marcado «J». Llevará la letra cosida a la espalda. Sigues adelante y te sujetas con correas en el asiento marcado «K». Después te llegarán tus instrucciones.
Dejó a Haldane y continuó por el corredor para despertar a otros durmientes.
Haldane siguió inmóvil unos minutos hasta librarse por completo de las telarañas del sueño, permitiendo que el cuerpo recobrara su energía. Aquel sueño tan prolongado no le había afectado más que la siesta de una tarde. Rápidamente, como el excursionista se ajusta a la carga física de una mochila, los órganos de equilibrio de su cuerpo se ajustaron a la inclinación determinada por la fuerza centrífuga, y pudo colocarse perfectamente todo el equipo allí mismo y de pie.
—Ahora, ¡atención! —gritó una voz por el interfono—. Ahora, ¡atención! Sección ocho, adelante.
Haldane giró hacia la derecha, viendo la joven la espalda del cadáver de delante de él. Lentamente, guiada por un astronauta, la columna siguió adelante, sus miembros un poco vacilantes mientras las piernas se habituaban de nuevo a la marcha, y al fin cruzó por la escotilla marcada «ocho» al espacio que comunicaba con un aeroplano unido al casco. Haldane era el último cadáver de la fila.
Era un espacio muy reducido que llevaba a una nave auxiliar, la cual se separaría de la nave nodriza en cuanto se soltaran los pernos. Al bajar al avión apenas iluminado, encontró el asiento marcado «K» y se ató las correas.
Oyó por encima de él el zumbido neumático de una portilla al cerrarse, y la escotilla sobre su cabeza quedó asegurada. A través de la envoltura metálica que le rodeaba distinguió una voz en el interfono de la nave nodriza que decía:
—Dispuestos a lanzar el ocho.
Entonces, muy remota, oyó por última vez una voz terrestre que decía:
—Lanzad el ocho.
Hubo un clic metálico al soltarse los pernos, un zumbido al abrirse la escotilla de salida, y un movimiento ligero hacia adelante cuando el avión fue lanzado por una corta rampa a la oscuridad, a mil kilómetros sobre Infierno. Entonces vino la ingravidez. Caían atravesando el frío y la oscuridad, saliendo del espacio sin aire merced a la atracción del planeta gigante que tenían a sus pies.