La última astronave de la Tierra (15 page)

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Authors: John Boyd

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: La última astronave de la Tierra
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De nuevo la sonrisa afable cubrió el rostro del sacerdote.

—No, supongo que tú no lo juzgarías un pecado. A ningún hombre le gusta pensar que es pecaminoso.

Apartó la vista, esta vez hacia la puerta, la barbilla ligeramente alzada, y este gesto reveló a Haldane toda la verdad. El Padre Kelly era vanidoso. Se había dirigido a la ventana para captar la mejor luz, y ahora le mostraba su perfil.

Cuando se volvió de nuevo a Haldane sus rasgos se habían modificado. Ahora había altivez en sus ojos.

—Tú no puedes juzgar, pero yo sí. Las matemáticas son asunto tuyo; la moralidad es el mío. Te diré con toda crudeza, hijo mío, que la concupiscencia es un pecado.

—Padre —inconscientemente Haldane sintió que su voz era igualmente altiva y decidida— he conocido la concupiscencia en sus muchas formas en las casas patrocinadas por el Estado, y mis relaciones con esa muchacha, en comparación con aquellas experiencias, eran tan distintas como distinto es lo sagrado de lo profano.

—Tal vez juzgues mal esas relaciones —dijo duramente el sacerdote—. Fue algo carnal, y, siendo carnal, fue pecaminoso. Pecamos cuando hacemos daño a alguien a quien no deseamos herir. Tú te has hecho daño a ti mismo, a la muchacha y al Estado. Es un triple pecado.

»Has pecado, hijo mío, y pasarás el resto de tu vida haciendo penitencia, que lo pases en oración o no, depende de ti Nuestra Santa Madre no desea verte castigado. Desea perdonarte. Pero no puede haber perdón si no hay reconocimiento del pecado.

Luces extrañas flameaban en sus ojos. El fervor latía en una voz que subía y bajaba cadenciosamente, llenando la celda con sus vibraciones. Luego el sacerdote apartó la vista, ofreciendo de nuevo su perfil.

—Padre, no es la Iglesia la que me castiga. Me castiga el Estado.

—El nuestro, hijo mío, es un Estado trino. La Iglesia es el tercer miembro.

—Entonces, señor, si es el Estado el que me castiga, la Iglesia está pecando contra mí.

—Hijo mío, te dije que pecar es hacer daño a alguien a quien no deseamos herir. El Estado desea herirte.

—Padre, acaba de decir que Nuestra Santa Madre no desea castigarme.

—Yo hablaba de María, hijo mío.

Tanto ergotismo por parte de Kelly, unido a su vanidad, despertaron el antagonismo en Haldane. Recordó lo que Flaxon le había aconsejado: que proyectara humildad. Pero no podía proyectarse imagen alguna a este monumento de piedad, porque estaba tan interesado en sus propias proyecciones que todas las que le llegaban quedaban ahogadas por las emitidas por él.

Haldane no pudo resistirse a exponer también un sofisma y con toda mansedumbre, la voz cargada de humildad, preguntó:

—Padre, Jesús nos dijo que nos amáramos. ¿Acaso quiere la Iglesia castigarme porque he amado a otra persona?

El Padre Kelly se metió la mano en el bolsillo de la sotana y sacó una pitillera. Se acercó a Haldane y le ofreció un cigarrillo que éste rehusó, en parte por temor a encender la punta con el filtro. El Padre Kelly sí encendió uno y de nuevo se volvió a la luz.

No había contestado pero su cabeza inclinada demostraba que estaba meditando el problema, y la sonrisa ligeramente superior en sus labios decía a Haldane que no meditaba en la profundidad de la pregunta sino en cómo responder mejor a un matemático de mente sencilla.

También Haldane meditaba por su cuenta. No le gustaba hacer juicios morales sobre los expertos en moralidad. Además, su interés ahora era puramente clínico: sentía el anhelo del investigador por descubrir cómo funcionaba el proceso mental del sacerdote. Pero le intrigaba la posibilidad de que el Padre Kelly hubiera recibido gracia divina y hubiese pasado por alto este don, perdido entre los demás dones que Dios había acumulado sobre él.

El Padre Kelly alzó la cabeza, el humo saliendo por las aletas de la nariz.

—Hijo mío, cuando Jesús dijo: «Amaos los unos a los otros», quería decir exactamente eso. Debemos Amarnos mutuamente con la fuerza suficiente para respetar los derechos sociales del otro. Cuando intentas traer una vida no autorizada a este planeta superpoblado, no estás amándome a mí. Jesús dijo: «Amaos los unos a los otros». No dijo: «Haced el amor unos con otros».

Los sofismas de Haldane jamás lograrían vencer a los de este hombre. El sacerdote no tenía rival, ni en la tierra ni en el cielo. Haldane se había colocado al borde del desastre por echarle el anzuelo, ya que aquella mente retorcida, en la que dominaba el propio sentido de la justicia, podía definirle como un apóstata, incluso como un anti-Cristo, y su caso quedaría arruinado.

Alzó unos ojos grises y humildes a las negras cuentas que eran los del sacerdote.

—Gracias, padre, por haberme iluminado.

En un segundo, el lebrel del cielo se convirtió en el pastor que miraba con benignidad a su rebaño.

—Ven, hijo mío. Oremos.

Se arrodillaron a rezar.

Por breve que fuera la ceremonia tuvo un efecto tremendo en el sacerdote. El Padre Kelly XL había entrado en la celda de Haldane como un buen amigo, sonriente y amistoso; y ahora salía de allí como una procesión eclesiástica de un solo miembro.

Brandt, el sociólogo, fue el tercer entrevistador de Haldane.

—¿Era el Padre Kelly ese que salía de aquí?

—Si, señor.

—Haldane, observa la sabiduría del Estado. En lo referente a la mezcla de razas, ese hombre es un experto.

—¿Le conoce?

—En tiempos fui miembro de su parroquia… pero salí huyendo con mi compañera… Espero que antes de que fuera demasiado tarde.

De pronto la actitud de Brandt se transformó en la de una preocupación intensa, apoyada por una sinceridad que resultaba refrescante después del histrionismo de Kelly.

—Haldane, estás en muy mala situación. El dejarte coger fue un descuido imperdonable. El Estado esperaba grandes cosas de ti. Para un hombre con tu talento… Dejémoslo.

»Hay muchas cosas aquí que no entiendo. No alcanzo a comprender cómo llegó a quedar embarazada. Sin eso podrías haberte librado tan sólo con una reprimenda… Y California tiene una de las mejores casas del Estado.

»De paso te diré que hablé con Belle. Se sintió anonadada, furiosa y triste. Tenías a toda la casa a tu favor. Me dijo que los demás estudiantes eran simples aficionados comparados contigo.

»¡Por las campanas de los trineos de Infierno! ¿Cómo fuiste a caer con una profesional, y una poetisa además?

—Me estaba ayudando en un proyecto de investigación.

—¡Investigación! ¿Qué estabas investigando, el ritmo copulatorio de una poetisa?

—Nada tan interesante como todo esto. Fundamentalmente estaba trabajando en una idea que habría eliminado por completo la categoría de esa muchacha.

—¿Con su ayuda?

—Ella no captó las derivaciones sociales. Yo había empezado a ayudarle a escribir un poema sobre Fairweather, pero, cuando descubrimos que la biografía de Fairweather estaba en la lista de libros prohibidos, lo abandonamos. La persuadí para que me ayudara a inventar un Shakespeare electrónico.

—Fácil resulta comprender cómo la persuadiste. Ahora bien, yo estoy a favor de eliminar las categorías no funcionales, pero ¿no te estabas arrogando privilegios que no te correspondían? Nosotros los del Departamento decidimos qué categorías hay que eliminar o crear.

—Sí, señor. Pero usted se refiere a proyectos ya terminados. Mi idea estaba sólo en la etapa inicial —Haldane se golpeaba la palma de la mano con el puño—. Brandt, tal vez crea que yo tengo delirios de grandeza, y hubiera preferido no presentarle esta idea hasta poder demostrar todo el programa, pero sé que la habría aceptado. ¡Diablos, la presión del Departamento de Educación habría acabado con usted en caso de rechazarla! Claro que se habría hecho siguiendo las vías oficiales, pero yo habría corrido el rumor extraoficialmente.

—Tal vez así lo hagamos —asintió Brandt—. Tengo unas cinco categorías en mi lista, y la poesía es una de ellas.

Se frotó el cuello con aire dudoso, y Haldane aguardó mientras el otro meditaba. Brandt dejó caer de pronto ambas manos sobre la mesa y se inclinó hacia Haldane.

—Tengo una proposición que hacerte. Soy el presidente de este jurado. Teóricamente mi labor es administrativa, pero en realidad tengo mucha influencia. Te ofrezco un trato con toda sinceridad. A partir de mañana tú serás un simple trabajador, de modo que no podrás declarar contra mí, por eso hablo sin temor a ningún prejuicio. ¿Me sigues?

Haldane asintió.

—Estoy dispuesto a recomendar al juez que se te conceda el mayor grado de clemencia. Eso significa que podrás elegir cualquier trabajo que desees, no asociado con los profesionales. Lo cual supone que podrás seguir trabajando en un proyecto como el que tienes. Como proletario privilegiado, se te darán facilidades para trabajo, y material en bruto.

—¿Cuál es el truco? —Haldane trataba de que su lenguaje encajara con el modo de hablar, sorprendentemente sincero, del sociólogo.

—El truco es éste: puedes seguir trabajando en tu proyecto siempre que trabajes a la vez en un proyecto de mi elección.

Haldane se sintió alerta. No había habido cambio en los modales francos de Brandt, pero sus dedos, que se crispaban sobre la mesa, reflejaban la tensión interior.

Entonces preguntó lentamente:

—¿Cuál es ese proyecto coexistente?

—Eliminar el Departamento de Matemáticas.

—¡Ése es mi departamento!

—Corrige. Era tu departamento.

Luchando por controlar su expresión facial, Haldane preguntó:

—¿Qué le hace pensar que yo podría hacerlo?

—El Decano Brack me dijo que eras su mejor teórico. Si pudiste hacerlo en literatura, lo de matemáticas sería sencillo. Tenemos computadoras que pueden resolver cualquier problema matemático que nos interese, pero necesitamos una máquina traductora para convertir las instrucciones verbales en conceptos matemáticos.

Haldane parpadeó ante esa idea, pero su instinto le dijo que Brandt estaba en lo cierto. Se podía construir un traductor cibernética. Pero ¿por qué venía la sugerencia de este hombre? Seguramente los matemáticos habían pensado antes en ello.

¡Y no se había hecho nada al respecto!

¡Diablos, podría hacerlo con una mano! Pero ¿por qué eliminar al departamento? Está muy alejado del suyo.

—Greystone está insistiendo en reanudar las pruebas espaciales. Si se abriera el espacio de nuevo, la sociedad se transformaría, se haría dinámica, expansiva, exploratoria. Los valores sociales se perderían ante el desarrollo científico. Hemos de guardarnos contra esa posibilidad.

Por tanto Haldane no estaba sólo en su sueño de reafirmar el espíritu del hombre. Grandes fuerzas se hallaban en conflicto en las escalas superiores del gobierno, y ahora le pedían que se uniera al partido que juzgaba erróneo.

—¿Y si yo fallara?

—Serías relegado a la tarea general de tu propia elección.

—¿Y si tuviera éxito?

—Atacaríamos de nuevo.

—Atacar ¿qué?

—El Departamento de Psicología.

—Brandt —dijo Haldane tratando de sonreír—, si usted consiguiese eliminar todas las categorías, entonces no quedaría nada que gobernar, así que se eliminaría a usted mismo.

—¡Ya me preocuparé yo de eso! —la voz de Brandt era dura.

—¿Y si me niego?

—Entonces tendrás tu oportunidad con el juez… sin prejuicios, desde luego, pero sólo será una oportunidad.

Brandt le estaba ofreciendo la inmortalidad, la inmortalidad de un Marqués de Sade, o de un Fairweather I.

Sin duda se habían hecho tales proposiciones a miles de matemáticos durante los últimos dos siglos y medio, pero sólo uno había aceptado. Brandt le ofrecía la inmortalidad o la oportunidad de morir según una noble tradición. Sin que Brandt lo supiera, había todavía una tercera carta boca abajo sobre la mesa que podría eliminarle a él mismo, pero tal vez fuera Haldane eliminado primero. El estaba dispuesto a arriesgarse, pero no a arriesgar el Departamento de Matemáticas, ni a Greystone.

—Vamos, Brandt. Yo no soy Fairweather I. No construiré su papa.

Brandt se puso en pie y salió. No hubo apretón de manos de despedida.

En el intervalo del almuerzo, Haldane meditó sobre las entrevistas.

Después de los ensayos con Flaxon se sentía como un atleta super adiestrado. Se había preparado para un aluvión de preguntas penetrantes, muy bien encaminadas a atraparle y conseguir que revelara actitudes atávicas, ateas o antisociales. En cambio, había mantenido una conversación idiota con un pedagogo viejo y senil, se había visto sometido a los discursos de un fanático religioso, y por fin el sociólogo había tratado de sobornarle.

Tan sólo en una predicción se había equivocado Flaxon. El sociólogo no había sido vago en sus palabras; al contrario, había ido directamente al grano.

Pensó que había conseguido ofrecerles la imagen de un joven y ansioso estudiante que errara inadvertidamente, pero ninguno de los jurados parecía especialmente interesado en esa imagen. Ellos tenían sus propios problemas.

Haldane esperaba con ansia la visita del psicólogo, y no quedó desilusionado.

Glandis VI, su cuarto entrevistador, pertenecía a un linaje que se remontaba al mismo principio de la cría selectiva. Era rubio, tímido y apenas mayor que Haldane. No se mostraba demasiado seguro en sus modales profesionales… más bien deferente.

Después de estrecharle la mano, Glandis dio vuelta a la silla y se sentó con los brazos cruzados sobre el respaldo, los ojos registrando la celda.

—Se supone que un psicólogo tiene empatía, y yo siento mucha por ti.

—La necesito. Fue un golpe muy duro… A propósito, no es usted el primer psicólogo con el que he tratado profesionalmente.

—¿Has sido ya psicoanalizado?

—Bueno, cuando tenía seis o siete años… —Haldane le contó la historia de las macetas.

—Eso explica lo del micrófono. Me preocupaba más que lo de Helix. En realidad no tengo el menor problema para comprender el caso de Helix. Es muy agradable. Podría decirse, con ese lenguaje que ahora se usa, que es un miembro notable de los Cazadores de Berkeley.

Aunque no estaba familiarizado con ese tipo de lenguaje, Haldane sospechó que el cumplido era muy personal, pero le interesaba la observación del psicólogo desde un punto de vista legal. Flaxon había dicho que la muchacha no estaría personalmente involucrada en el juicio.

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