La Rosa de Asturias (63 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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Su obstinación lo irritó. Las mujeres a las que solía vigilar le obedecían sin rechistar, porque eran conscientes de que un único comentario suyo podía costarles el favor del emir. Pero como esa mujer abandonaría el harén del cual él se encargaba y en el futuro incordiaría a otro eunuco, optó por mostrarse indulgente.

—Quien lo desea es el insigne Fadl Ibn al Nafzi.

—¿Y por qué lo desea? —insistió Maite.

—Eso escapa a mi conocimiento —contestó el eunuco, aunque con ello faltaba a la verdad.

Maite no tardó en llegar a una conclusión errónea. Puesto que Fadl había jurado que se encargaría de su seguridad, la muchacha creyó que había preparado su viaje de regreso al hogar. Por eso asintió con un gesto y permitió que las esclavas volvieran a bañarla y vestirla. El jefe de los eunucos la condujo al patio interior, donde ya la aguardaba una litera portada por dos esclavos. Una docena de guerreros armados del séquito de Fadl estaban en el patio anexo para escoltar la litera.

Para Maite supuso un alivio abandonar el palacio del emir. No había vuelto a ver a Ermengilda desde el día de su llegada y en su soledad se había sentido como un animal atrapado en la habitación en la cual la encerraron. Acostumbrada a moverse al aire libre y a sentir el viento en la piel, la idea de salir de esa ciudad calurosa y húmeda le produjo una gran alegría.

«Quizás el emir haya encomendado a Fadl que asegure las fronteras del norte, así que no tardará en partir», se dijo, y durante un rato contempló el futuro con esperanza. Entonces pensó en su tío y en la venganza que aún no había llevado a cabo y fue como si cuanto la rodeaba se volviera tenebroso. Desde que las crueles y numerosas muertes de la batalla regresaban a sus pesadillas noche tras noche e incluso resonaban en su cabeza de día, ya no se sentía capaz de arrebatar la vida de nadie con su propia mano. Pese a ello, tenía que acabar con Okin: de lo contrario la haría asesinar con la misma alevosía que a su padre. Su tío era ya demasiado poderoso y no accedería a dejarle el sitio a un esposo que ella eligiera.

Para olvidar esos pensamientos desagradables quiso asomarse, pero enseguida comprobó que las cortinas de la litera estaban atadas. Solo en la parte posterior se abría una pequeña rendija que permitía ver el camino. Al principio no vio a nadie, porque los hombres de Fadl ahuyentaban a cuantos se cruzaban en su camino, pero al cabo de poco distinguió a Konrad. Fadl había vuelto a ordenar que lo sujetaran a la cola de su caballo, solo que esta vez no le habían atado la cuerda en torno al cuello, sino a las manos. Además llevaba una túnica sencilla y limpia que le llegaba hasta las pantorrillas. A Maite le pareció que tenía mejor aspecto de lo que había temido y esperó que la ira de Fadl se hubiera aplacado lo bastante para que en el futuro lo tratara como a cualquier otro esclavo.

El grupo abandonó el camino, pasó por debajo de un arco y entró en la propiedad de Fadl Ibn al Nafzi, donde Maite buscó a sus compatriotas con la vista, puesto que estos debían de alojarse allí como huéspedes. Sin embargo solo vio un patio empedrado en el que su escolta se detuvo al tiempo que los portadores transportaban su litera a un patio interior más pequeño, donde la depositaron en el suelo y luego se marcharon. Entonces apareció un eunuco que llevaba una camisa blanca amplia y larga, junto con diversas esclavas vestidas con túnicas sencillas.

El eunuco descorrió las cortinas e indicó a Maite que bajara.

Vacilando, la vascona obedeció. Se había imaginado que su llegada sería distinta, que se encontraría con sus compatriotas, porque aun cuando su amistad con Danel se había enfriado, le habría gustado hablar con él para averiguar si había superado el dolor por la muerte de Asier. Por otra parte, se alegró de no tener que encontrarse con su tío.

El eunuco le rozó el brazo, arrancándola de su ensimismamiento, y ella lo siguió al interior de la casa, de aspecto menos magnífico que el palacio del emir. También los pasillos le parecieron mucho más estrechos y la habitación a la cual la condujeron solo era lo bastante amplia para albergar una cama, una mesa pequeña y diversos cojines. Luego descubrió que detrás de una puerta había una pequeña cámara con dos arcones y otra que contenía una tina de madera. En un apartado incluso había un retrete provisto de una gran tapa de madera.

En conjunto disponía de bastante menos espacio que en la habitación del palacio. Excepto por algunos tapices, las paredes estaban desnudas, y solo unas pocas alfombras cubrían el suelo de modo que entre ellas asomaban las baldosas amarillentas. No era un ambiente acogedor, pero Maite se consoló diciéndose que permanecería allí poco tiempo.

Una criada le sirvió un refresco y un pequeño tentempié sin dejar de lanzarle miradas penetrantes; luego se marchó en silencio. Diciéndose que quizá la mujer no estuviera acostumbrada a ver una vascona cristiana, comió con gran apetito. Poco después, la criada regresó y se llevó los platos vacíos. Como en esa ocasión también guardó silencio, Maite procuró entablar conversación.

—¡Estaba muy bueno!

La otra solo asintió con la cabeza y se marchó como si tuviera prisa.

—Qué costumbres tan extrañas —murmuró Maite, molesta porque al parecer también tendría que pasar los días que permaneciera allí completamente apartada del mundo. Como tenía sed, se sirvió una copa de sorbete de frutas y se sentó junto a la ventana. Esta también daba a un jardín, pero era bastante pequeño y tan estrecho que podría haber escupido un hueso de aceituna y alcanzado la pared opuesta: solo contenía tres árboles, unos arbustos y algunas flores, casi todas marchitas y ocultas por la maleza. Por lo visto nadie se ocupaba del jardín.

Mientras miraba por la ventana, la puerta se abrió y entró Fadl Ibn al Nafzi. Llevaba una camisa blanca y un manto confortable, y en el cinto portaba un puñal curvo.

Su presencia sorprendió a Maite, y aún más la mirada con que la contempló. La muchacha vascona se puso tensa y apoyó la espalda en la pared desnuda.

—¡Desnúdate! —ordenó el bereber.

Al principio Maite creyó que no había oído correctamente.

—Supongo que te has equivocado de puerta. ¡Tus mujeres están en otra parte!

—¡Desde luego que no! Mi esposa se encuentra ante mí. Para ser más preciso: eres la tercera de mi harén.

—¡No soy tu esposa! —gritó Maite en tono indignado.

—Tu tío te dejó en mis manos, así que a partir de ahora me obedecerás solo a mí. Desnúdate y tiéndete para que pueda disfrutar de tu cuerpo —dijo en un tono que a Maite le pareció de una arrogancia increíble.

—¡Jamás! —replicó, presa de la ira—. Mi tío no tiene derecho a disponer de mí.

—¡Entonces te enseñaré a obedecerme!

Fadl se acercó y quiso sujetarla, pero Maite se escabulló entre sus manos. La furia que la embargaba no le impidió pensar que era una tonta por haber dado crédito a las palabras de su tío. Debería haber tenido en cuenta que planeaba traicionarla y quitarla discretamente de en medio. Incluso era posible que el conde Eneko le hubiera ayudado a deshacerse de ella, prefiriendo una rata zalamera como Okin a un guerrero elegido por ella.

—¡No me tocarás! —espetó al bereber, y volvió a esquivarlo.

El rostro de Fadl enrojeció. Estaba acostumbrado a que las mujeres se hicieran de rogar, pero nunca se había enfrentado a una que se resistiera de verdad. Lanzó los brazos hacia delante y esta vez Maite no logró escapar. Con una sonrisa burlona la aferró con la izquierda para propinarle una tremenda bofetada con la derecha. Luego la arrojó sobre la cama y empezó a arrancarle la ropa con tanta violencia que le aplastó los pechos, como si hacerle daño le diera placer. Maite trató de defenderse, pero comprendió que era más fuerte que ella, así que procuró hacerse con su puñal.

Aunque logró desenvainarlo, antes de que pudiera arremeter Fadl se lo arrancó de la mano y con los ojos brillando de cólera, le pegó varios puñetazos. Maite notó que le sangraba la nariz, pero se negó a abandonar la lucha: arañó el rostro de su captor con los dedos convertidos en garras y, cuando él trató de pegarle otro puñetazo, Maite le agarró el brazo y le clavó los dientes en la mano.

—¡Maldita bruja!

Fadl retrocedió brevemente, pero no tardó en arrancarle la camisa manchada de sangre y en aplastarla contra las almohadas.

Pero la vascona no se dio por vencida: trató de propinarle un rodillazo o una patada allí donde más dolor le causaría, hasta el punto de que tal vez no podría cumplir su propósito. Fadl esquivó la arremetida en el último instante, pero el golpe que recibió en el muslo hizo que soltara un gemido; sin embargo, cosas peores había tenido que soportar en combate, así que no retrocedió. Ardiendo de ira, la aplastó contra la cama hasta poder penetrarla, aunque incluso entonces la cautiva se encabritó como un caballo salvaje.

Durante sus campañas militares Fadl Ibn al Nafzi había violado a unas cuantas mujeres, pero ninguna se había resistido tanto como esa fiera. La mayoría solo había chillado y pedido ayuda a sus santos, mientras que Maite no había dicho ni una palabra: solo le lanzó dentelladas a la garganta como un animal salvaje.

Incluso cuando alcanzó el clímax y la soltó, ella se negó a rendirse a su destino. Se puso de pie de un brinco, se precipitó al rincón donde reposaba el puñal, aferró el arma y volvió a atacarlo.

Fadl Ibn al Nakzi eludió la primera y furiosa embestida, pero no logró arrebatarle el arma. Maite arremetió por segunda vez y le causó una dolorosa herida en el pecho. No era profunda, pero la vascona soltó un grito de triunfo. Fadl notó el odio en su mirada, un odio con el que jamás se había encontrado, y optó por batirse en retirada.

El eunuco que aguardaba en la habitación anexa abrió la puerta y quiso obligarla a retroceder a latigazos, pero ella atrapó la punta del látigo con la izquierda, se dejó arrastrar por el castrado y le clavó el puñal en el cuerpo. Por suerte para él, el eunuco era muy barrigón, así que la hoja atravesó una gruesa capa de grasa sin llegar a afectar ningún órgano vital. El tipo retrocedió soltando un alarido, cerró la puerta antes de que ella pudiera volver a atacarlo y corrió el pestillo.

Mientras la sangre manaba de la herida, el eunuco clavó la mirada en su amo y exclamó:

—¡Esa mujer es una salvaje, por Alá!

Fadl Ibn al Nafzi jadeaba como tras una larga carrera y ordenó al eunuco que llamara al judío Eleazar para que lo atendiera. Mientras recorrían el pasillo, ambos oyeron cómo Maite aporreaba la puerta con el puñal.

—Encárgate de que no pueda salir. ¡Dejaremos que el hambre la dome! La próxima vez que la visite, ha de comerme de la mano.

Fadl sabía muy bien que había encomendado una tarea casi imposible al eunuco; se dirigió a sus aposentos y se sentó en un diván. El corte en el pecho sangraba abundantemente y los arañazos en el rostro eran dolorosos. Había sufrido heridas peores, pero nunca habían sido tan dolorosas como estas. Aunque había logrado violar a la salvaje vascona, empezó a sentirse invadido por el sabor amargo de la derrota.

18

En cuanto Fadl Ibn al Nafzi y su eunuco huyeron de la estancia, Maite se dedicó a clavar el puñal en la puerta, pero no tardó en comprender que no lograría destrozar la gruesa y dura madera con el arma, sino que corría peligro de quebrar la hoja del puñal. Así que desistió y regresó a la cama. Las sábanas estaban arrugadas, en parte desgarradas y manchadas de sangre.

Entonces volvió a tomar conciencia de su cuerpo y de pronto sintió un intenso dolor. Bajó la vista y se percató de que la sangre manaba de su entrepierna. Es verdad que las mujeres de la aldea le habían dicho que eso ocurría la primera vez que una mujer se acostaba con un hombre, pero había considerado que era una patraña con la que querían asustarla. Entonces se preguntó si todos los hombres se abalanzaban sobre las mujeres como animales y les hacían daño.

De repente sintió asco de sí misma y corrió a la cámara más pequeña para lavarse, pero primero se sentó en el retrete para eliminar la orina acumulada en su vejiga. Un instante después sintió un dolor en el bajo vientre, como si ardiera en llamas. Al tiempo que lloraba de dolor, se juró a sí misma que jamás se entregaría a Fadl Ibn al Nafzi por su propia voluntad, sin importar lo que le hiciera. Era una vascona libre, hija de un célebre jefe y descendiente de un linaje de líderes, así que tenía derecho a escoger a su compañero. Y eso era precisamente lo que Okin había querido impedir. Por eso, y por lo ocurrido durante esa última hora, su tío se merecía morir por su mano. Y las imágenes terroríficas que albergaba en su interior no lo impedirían.

Sin embargo, escapar de la casa del bereber resultaría mucho más difícil que del castillo de Rodrigo. Si bien era verdad que ya no tenía ocho años, los sarracenos sabían cómo mantener encerradas a sus mujeres. Escapar de allí era prácticamente imposible sin ayuda exterior, y en el país de los sarracenos nadie alzaría un dedo para ayudarla. Mientras reflexionaba al respecto, se lavó bien y luego se acercó a la ventana de la habitación, con la esperanza de que la brisa le refrescara la piel.

Entre tanto, alguien había enviado a un esclavo para que arrancara la maleza del jardín, y cuando Maite miró con mayor atención, reconoció a Konrad. Su corazón dio un brinco de alegría, porque a pesar de que él también era prisionero de los sarracenos, tenía tantos motivos como ella para modificar dicha situación lo más rápidamente posible.

NOVENA PARTE

Córdoba

1

El rey Carlos dirigió una mirada atónita al mensajero.

—¿Qué dices? ¿Que nuestra retaguardia fue atacada y aniquilada?

Era evidente que el mensajero habría preferido transmitir cualquier otro mensaje menos ese.

—Por desgracia es así, señor. Al ver que la tropa del prefecto Roland no llegaba cuando estaba previsto, cabalgamos a su encuentro y llegamos hasta el desfiladero de Roncesvalles. Allí los encontramos, masacrados hasta el último hombre.

—¿Nadie ha sobrevivido? —preguntó el rey, incrédulo.

Conocía el desfiladero y sabía que era posible tender una emboscada en ese lugar, pero los atacantes habían de ser muy numerosos para suponer un peligro para un ejército del tamaño del suyo. Por otra parte, disponía de suficiente información acerca de las tribus de las montañas que vivían en aquel lugar y jamás sospechó que estas se atreverían a cruzarse en el camino de su ejército. También Roland había estado convencido de lo mismo.

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