La Rosa de Asturias (61 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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Abderramán podría haberse dirigido a la sala y sentarse en su trono, pero primero quería averiguar algo más sobre las dos mujeres que Fadl Ibn al Nafzi había traído consigo. Las alfombras apagaron sus pasos cuando abandonó la habitación y se dirigió a la parte del edificio en la que se encontraba el harén. Un eunuco con una gran cimitarra colgada del cinto le abrió la puerta. En el interior, otros eunucos vigilaban que ningún hombre excepto su señor pisara esos aposentos. Abderramán apenas les prestó atención porque para él formaban parte del mobiliario, como las mesas, los arcones y los divanes de las estancias de sus favoritas. Sin embargo, no se dirigió a las habitaciones de estas, sino que se encaminó al ala donde alojaban a las nuevas esclavas hasta que él tomara una decisión sobre ellas. Allí abrió una mirilla y durante un rato contempló a Ermengilda y a Maite.

La astur era una gema perfecta, la mujer más bella que había visto jamás. Pero también la vascona, a quien Abderramán examinó con mirada experta, era bonita y bien formada. En cualquier otro momento la habría conservado para sí, pero no quería ofender a uno de sus oficiales más fieles a causa de una nadería. Que Fadl se quedara con la muchacha; Ermengilda lo complacía en grado sumo y decidió que pronto reclamaría su presencia.

13

Justo cuando Okin empezaba a preguntarse si el emir pretendía burlarse de ellos haciéndolos esperar, Abderramán entró en la sala y tomó asiento en el trono cruzando una pierna sobre la otra. Sus labios esbozaban una sonrisa indulgente, como si quisiera perdonar a Fadl Ibn al Nafzi y a Okin por atreverse a molestarlo.

—Loado sea Alá, oh poderoso emir, porque puedo darte la noticia de una gloriosa victoria —anunció Fadl en tono orgulloso.

Aunque hacía ya varios días que un mensajero había llevado la noticia de la batalla en el desfiladero de Roncesvalles a Córdoba, Abderramán no dejó de contemplar a su comandante con mucho interés.

—¡Infórmame, tú que eres el más fiel de los fieles!

No tuvo que repetir la orden: Fadl narró los acontecimientos ensalzando la lucha heroica de sus hombres y otorgando un papel secundario a vascones y gascones. Okin casi estalló de furia, porque el bereber restó importancia a la gloria de Eneko y con ello también a la de los vascones. Cuando se disponía a patear el suelo y manifestar que la cháchara de Fadl era un hatajo de mentiras, una mirada de advertencia del emir lo hizo desistir.

Abderramán ya había recibido un informe sobre la batalla y sabía cuáles de las palabras de Fadl se correspondían con la realidad y cuáles no. Sin embargo no reprendió a su comandante, pese a que este exageró el papel que había desempeñado su gente en gran medida. Que el vascón se enterara del escaso valor que en al-Ándalus se adjudicaba a su pueblo. En cuanto las disputas con los gobernadores rebeldes hubieran acabado de manera victoriosa, sometería a los cabecillas cristianos del norte. Y para ello debía recurrir a hombres como Fadl Ibn al Nafzi.

Así que cuando Fadl llegó al final de su florido discurso acerca de la batalla, inclinó la cabeza con aire benévolo.

—Los guerreros del islam han derrotado a los infieles. Incluso el franco Carlos habrá comprendido que no puede invadir al-Ándalus y amenazar nuestro poderío sin ser castigado —dijo el emir.

—¡Loado y bendito sea Alá! Solo Él proporciona fuerza a la espada del justo.

Aun cuando en su informe Fadl Ibn al Nafzi había exagerado su propio papel y el de sus hombres, sabía lo que le debía a su Dios y a su emir. Abderramán asintió con una sonrisa. También Fadl solo era un hombre y, si las circunstancias le parecían favorables, intentaría crear su propio ámbito de poder en las fronteras de al-Ándalus, tal como hicieron los descendientes de Casio
el Visigodo
, que ahora se denominaban los
banu qasi
y gobernaban las tierras situadas junto al curso superior del Ebro. Abderramán los necesitaba como baluarte frente al reino de los francos y como espada para mantener a raya a las tribus vasconas. Sin embargo, Yussuf Ibn al Qasi y su clan no debían olvidar quién era su amo y señor.

—Alá dio fuerza a tu espada, Fadl Ibn al Nafzi, y entregó a nuestros enemigos en tus manos. Por ello serás recompensado. La muchacha que has traído contigo como esclava será trasladada intacta hasta tu casa.

Sus conocimientos de la lengua árabe, aunque escasos, permitieron que Okin comprendiera sus palabras y, enfadado, interrumpió al emir.

—¡Perdonad, pero la muchacha no es una esclava, sino mi sobrina, y soy el único con derecho a decidir su destino!

Aunque Okin no veía el momento de dejar a Maite en manos de los sarracenos, pretendía negociar un precio por ello. Además, quería dejar claro a Abderramán que él era un jefe libre, y no un cualquiera.

El emir empezó por contemplarlo a él, después su mirada pasó a Fadl y se tomó un tiempo para reflexionar: ¿acaso Fadl pretendía celebrar una alianza con el vascón para establecerse en el norte y crear su propia esfera de influencia? Si convertía a Fadl en valí de una provincia, quería que fuera en un lugar donde él, el emir, pudiera vigilarlo, y no en esa difusa esfera de influencia situada al norte del Duero en la cual luchaban por la hegemonía sus propios gobernadores, los príncipes de provincia rebeldes y los gobernadores y cabecillas cristianos. El emir disimuló sus cavilaciones y se dirigió a Okin.

—¿Dices que es tu sobrina? Casi estoy tentado de acoger a la muchacha en mi propio harén a fin de estrechar aún más si cabe los lazos con tu pueblo.

Entonces Abdurrahman comprobó con satisfacción que el rostro de Fadl adoptaba una expresión crispada. Por su parte, el vascón se lanzó sobre la oportunidad como un perro sobre un hueso.

—Si tú lo deseas, emir, estaré encantado de entregarte a Maite.

—Ser el soberano supone no satisfacer siempre tus deseos. La mano de un líder ha de ser severa para castigar a enemigos y traidores, pero también abierta para recompensar a los fieles. Si exigiera esa muchacha para mí, ello supondría una injusticia con Fadl Inb al Nafzi, máxime cuando la Rosa de Asturias ya supone un obsequio magnífico. La vascona es tuya, espada de mi reino, y no ha de ser la única recompensa que recibas en agradecimiento por tus actos.

Fadl volvió a hacer una reverencia tan profunda que su frente rozó el suelo. Las palabras del emir solo podían tener un significado: Abderramán quería convertirlo en gobernador de una provincia y el bereber consideró que ello era una recompensa adecuada por su lealtad. Al afirmar que le entregaría Maite sin que esta pasara al menos unas semanas en su harén, su señor demostró cuánto apreciaba su fidelidad.

—Te lo agradezco, oh cumbre del islam y califa de los creyentes.

Abderramán alzó la mano en señal de advertencia.

—No me llames califa. Es verdad que soy descendiente directo de califas, pero hoy en día quien manda sobre los ejércitos de Arabia y África es al Mahdi, y este ya ha demostrado en dos ocasiones que no piensa renunciar a al-Ándalus para siempre. Al Mahdi solo aguarda la oportunidad de enviar a un segundo, Tarik, para borrar la casa de los omeyas de la faz de la tierra.

—¿Es que retuviste a tus guerreros y dejaste que los francos se escurrieran contra las murallas de Zaragoza como gotas de agua de una piedra porque aguardabas un ataque del ejército de esos malditos abásidas? ¡Oh, emir! Tu sabiduría equivale a la de Abu Bakr y a la de Omar, los primeros califas y descendientes del Profeta. Gloria y loor para ti, oh poderoso que…

Antes de que Fadl Ibn al Nafzi pudiera continuar con su panegírico, su señor hizo un gesto indicando que ya era suficiente y ordenó a un criado que trajera un cojín para que su huésped tomara asiento en él, y que le sirviera una copa de sorbete.

Okin, por su parte, tuvo que permanecer de pie y solo pudo observar cómo el otro bebía con fruición.

14

Aunque en el harén del emir los cálidos colores de los tapices, las alfombras y los cojines del diván creaban un ambiente acogedor, para Maite fue como si la puerta de un calabozo se cerrara a sus espaldas. Mientras Ermengilda se sumía en la melancolía y parecía revivir el espanto de la matanza una y otra vez, Maite miró en derredor con ojo experto y comprobó que escapar de allí era casi imposible. Entonces se alegró de ser solo una huéspeda que pronto podría regresar a su hogar; al tiempo que lo pensaba acarició la empuñadura del puñal: en cuanto llegara a su tierra natal, Okin recibiría el merecido castigo.

Al volverse hacia Ermengilda vio que esta se encontraba sentada en el diván, llorando, pero ni el cansancio del largo viaje ni las lágrimas disminuían su belleza. «Eward fue un necio al tratar tan mal a su mujer. ¡Ambos podrían haber llevado una vida estupenda!», pensó la vascona. Pero Eward estaba tan muerto como una mosca aplastada y junto con él, también los otros francos en el desfiladero de Roncesvalles. En vista de ello, incluso era mejor que su esposo no significara nada para Ermengilda, porque así le resultaría más fácil acostumbrarse a su nueva vida y convertirse en la sumisa sierva de su amo sarraceno. Dado que casi lo ignoraba todo sobre Abderramán, Maite no podía valorarlo. Hacía más de veinte años que había establecido su dominio sobre España, extendiéndolo paso a paso. Tras el fracaso de la invasión franca, era de esperar que los últimos príncipes rebeldes de las provincias acabaran por someterse a él. Después tendría vía libre para incorporar Asturias y también para amenazar la libertad de su pueblo.

Entonces entraron varias esclavas y un eunuco, interrumpiendo las cavilaciones de Maite. Como tenía sed, se dispuso a pedir algo de beber a las mujeres, pero el eunuco se detuvo ante ella y la contempló con mirada altiva.

—Esta esclava está sucia y apesta. ¡Hay que darle un baño!

—¡No soy una esclava! —lo reprendió Maite.

El eunuco no le prestó atención, sino que se dirigió a Ermengilda.

—Esta esclava también ha de tomar un baño. No escatiméis los ungüentos perfumados y las esencias, porque nuestro amo reclamará su presencia hoy mismo. ¡Preparadla!

Las mujeres inclinaron la cabeza y se volvieron hacia Ermengilda.

—¡Síguenos, por favor! —dijo una de ellas.

La joven astur se puso en pie y se dejó conducir sin oponer resistencia a una habitación donde habían preparado el baño. Maite las siguió, se apoyó en la pared y observó a las esclavas mientras estas desvestían a su amiga y le quitaban la suciedad acumulada durante el viaje con paños húmedos. Después le rogaron que se metiera en la tina y se entregara a sus cuidados.

Una nube de perfumes desconocidos flotaba en el aire mientras las mujeres bañaban a Ermengilda; luego la secaron y le dieron un masaje. Volvieron a eliminar minuciosamente su vello corporal y por fin le pusieron un vestido de seda y terciopelo cuyo valor a Maite le pareció inconmensurable, a juzgar por las perlas y las piedras preciosas que lo cubrían. Al parecer, el amo de la astur era muy generoso.

Sin embargo, Maite no la envidiaba. El precio de su atuendo era la libertad… y consideraba que era demasiado elevado. Ermengilda nunca volvería a recorrer las laderas de las montañas ni a hablar con un desconocido, sino que moraría para siempre en esos aposentos rebosantes de aromas cálidos y húmedos, y como mucho podría pasear por el jardín del harén, el mismo que se veía por las celosías de la ventana, mientras aguardaba las ocasionales visitas del emir.

En cuanto acabaron de vestir a Ermengilda, el eunuco la acompañó fuera de la habitación. Cuando la puerta se cerró tras ella, una de las mujeres se plantó ante Maite y anunció:

—¡Ahora te toca a ti!

La esclava sabía que Maite no estaba destinada al emir y consideraba que no le debía la misma cortesía que a la astur.

Contenta de poder quitarse el polvo y el sudor del camino, Maite se desvistió y se entregó a los cuidados de las esclavas. Si bien hubiese preferido bañarse ella misma, era muy agradable permanecer sentada en el agua perfumada y relajarse. Las mujeres también le lavaron los cabellos, los enjuagaron y le aplicaron aceite de rosas hasta que brillaron como las plumas de un cuervo.

—¡Sal de la tina!

La brusquedad de la celadora le pareció innecesaria, pero como ya no quería permanecer más tiempo en el agua, se encogió de hombros y obedeció.

Dos criadas la secaron con paños suaves sin dejar de señalar su pubis, cubierto de un vello liso y oscuro.

—¡Eso ha de desaparecer! —exclamó la celadora.

—¡No! ¡No me toquéis! —dijo Maite en tono cortante; para ella ese punto significaba la diferencia entre una sarracena y una mujer cristiana libre. Apartó las manos que pretendían sujetarla y le pegó una sonora bofetada a la una de las esclavas que seguía insistiendo en su propósito.

Tras ello reinó la calma. No obstante, cuando Maite ya creía haber impuesto su voluntad, más esclavas y diversos eunucos entraron en la habitación, la aferraron y la arrastraron hasta el banco donde las mujeres recibían masajes tras el baño y, sin poder hacer nada para evitarlo, se encontró tendida de espaldas, dominada por más de una docena de manos que le impedían mover las piernas y los brazos. Al tiempo que una de las mujeres le recortaba el vello púbico, otra trajo un recipiente. Cuando la primera acabó con su tarea, le vertió una mezcla de cera caliente, miel y resina en el pubis. Estaba tan caliente que Maite soltó un grito de dolor.

La esclava la observó con aire burlón, aguardó a que la mezcla se enfriara y luego la arrancó de un único tirón. El dolor fue tan intenso que los ojos de Maite se llenaron de lágrimas; entre tanto la primera esclava cogió unas pinzas y le arrancó los últimos pelillos que quedaban en su zona más sensible.

Lo único que Maite pudo hacer fue retorcerles mentalmente el pescuezo a esas mujeres y eunucos, pero ni siquiera las sonoras maldiciones que lanzó a diestro y siniestro, deseando que todos murieran de peste, lograron consolarla.

Cuando por fin la horda la dejó en paz, no le quedaba ni un pelillo, al igual que a Ermengilda. Sin embargo, en vez de darse por vencida, Maite agarró el objeto más próximo y se abalanzó sobre sus torturadores. Ahora gozaba de una ventaja, puesto que ella podía golpearlos mientras que los otros debían evitar que sufriera daño alguno.

Pero las esclavas y los eunucos no presentaron batalla, sino que desaparecieron por ambas puertas y las cerraron con llave.

Entonces Maite se vio encerrada en la habitación a la que había sido conducida inicialmente. Aporreó la puerta con furia, arrojó los numerosos cojines contra las paredes y solo al cabo de un buen rato se tranquilizó lo suficiente para volver a pensar con claridad. Se preguntó qué significaba el trato recibido, puesto que ella solo era una visitante y partiría junto con sus compatriotas.

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