—¡No podemos, señor! Ni siquiera podemos ayudarnos a nosotros mismos. Vuestra herida ha empeorado y si no recibís un tratamiento experto pronto perderéis la pierna y acaso también la vida.
—¿De qué me sirve la vida si Ermengilda permanece en manos de los sarracenos? —dijo Philibert, quien se zafó y se puso de pie con la ayuda de la muleta. Pero para alivio de Just, estaba tan débil que tras dar unos pasos se tambaleó y cayó al suelo.
Y allí permaneció tendido, llorando y maldiciendo a Dios y al mundo porque no le proporcionaban la oportunidad de seguir a Ermengilda. Just se sentó a su lado, pero guardó silencio: tenía claro que su acompañante se encontraba ante un umbral tras el cual lo aguardaba la muerte.
De repente oyó pasos en medio de la oscuridad. Un hombre con una antorcha en la mano se acercaba a ellos. En la otra llevaba un cayado rematado por una punta de hierro con el que podría haber atravesado incluso a un oso. A su lado trotaba un perro, venteando; de pronto el animal soltó un ladrido y echó a correr hacia Just y Philibert.
«Es el fin», pensó el muchacho, pero no trató de huir, sino que se quedó sentado con la cabeza gacha. El pastor siguió a su perro, se detuvo a unos pasos de ellos y alzó la antorcha. Su rostro alargado curtido por la intemperie expresaba la sorpresa que sentía.
—¿Estáis solos? —preguntó en la lengua del sur de la Galia.
Just asintió.
—Sí, estamos solos. Nos hemos perdido; mi acompañante está gravemente herido y morirá si no recibe ayuda —contestó, dirigiendo al hombre una mirada suplicante, pese a que no creía poder conmover el corazón del pastor.
Este los contempló a ambos y por fin asintió lentamente con la cabeza.
—¡Quedaos aquí! Estoy buscando una oveja perdida. En cuanto la encuentre regresaré y os llevaré hasta mi choza.
El hombre habló en un tono más amistoso del esperado y Just albergó la esperanza de que les ayudara. Una choza: eso no solo significaba un techo y el calor de una hoguera, sino también un poco de comida y sobre todo una manta para abrigarse y dormir sin temblar de frío durante la noche. Y más que nada suponía ayuda para Philibert. Aunque Just ignoraba hasta dónde había avanzado la infección, creía en la salvación de su amigo con la confianza de la juventud.
Cuando el pastor regresó no llegó solo: lo acompañaba un hombre robusto que llevaba una zamarra de piel de oveja. Él también tenía un largo cayado en la mano que le servía de lanza.
Just pensó en echar a correr, pero ya no le quedaban fuerzas, así que agachó la cabeza y esperó que le asestaran un golpe mortal.
Entonces uno de los hombres le rozó el hombro.
—¡Cógelo! —dijo, tendiéndole un odre de cuero.
Just lo abrió, se lo llevó a los labios y constató que contenía leche de oveja: le pareció lo más delicioso que jamás había probado. Entre tanto, ambos pastores fabricaron unas angarillas con sus cayados y varias correas de cuero trenzado en las que depositaron a Philibert, que había perdido el conocimiento y ni siquiera notó que los hombres cargaban con él montaña arriba.
Just los siguió por un bosquecillo bebiendo unos tragos de leche. Cuando salieron de la espesura, vio que él y Philibert se habían detenido a menos de cien pasos de la choza de los pastores. Entró detrás de ellos, tomó asiento en un taburete de tres patas y soltó un suspiro de alivio.
Los hombres tendieron a Philibert en uno de los camastros que les servían de lecho y luego uno de ellos empezó a retirar las hojas y la rafia con las que Just había vendado la herida. El otro se acercó al fogón, añadió leña y colgó una olla con agua sobre las llamas. Después cogió un chorizo que colgaba de una viga, cortó un trozo y se lo arrojó a Just.
—¡Toma, come! Pareces estar medio muerto de hambre.
—¡Gracias! —dijo el muchacho y con gran entusiasmo empezó a roer el chorizo duro como una piedra que sabía a hierbas y a especias desconocidas.
El pastor le alcanzó un trozo de pan y una escudilla de leche; luego dejó de prestarle atención y se unió a su camarada, que observaba la herida purulenta en el muslo de Philibert con expresión dubitativa.
—No sé si eso sanará —le dijo al otro, y empezó a limpiar la herida con un paño que antes había sumergido en el agua caliente.
Just deseaba observar lo que hacían con Philibert, pero en cuanto se tragó el último trocito de chorizo, se le cerraron los ojos y se durmió.
Cuando despertó ya era de día. Estaba acostado en el suelo, sobre un vellón de oveja, y cubierto por otro vellón que le hacía de manta. Echó un vistazo alrededor, pero no vio a los pastores. En un taburete reposaban una escudilla de leche y un trozo de queso de oveja. Just les dio las gracias mentalmente a los desconocidos y se abalanzó sobre la comida. Solo se acordó de Philibert tras devorar el queso y casi vaciar la escudilla, y se acercó a su camastro. Su acompañante aún estaba inconsciente, el sudor le cubría la cara y el pecho, y movía los labios como si estuviera sediento.
—Seguro que tenéis sed, ¿verdad? —preguntó, aunque sabía que no recibiría respuesta—. ¡Aguardad, os daré un poco de leche!
Cogió la escudilla, incorporó a Philibert y derramó lo que quedaba de leche en su boca. Una vez vaciada la escudilla, el herido parecía seguir teniendo sed, así que Just fue a buscar agua a la fuente bordeada de tablas de madera situada ante la choza y vertió unas gotas en su boca.
Después de un rato comprobó con alivio que Philibert despertaba y se incorporaba apoyándose en los codos.
—¡Hola, pequeño! Creo que ayer me di por vencido —exclamó, y solo entonces reparó en que se encontraban en una choza y lo contempló con aire desconcertado—. ¿Dónde estamos?
—Este es el hogar de dos pastores. Os trajeron hasta aquí y vendaron vuestra herida. A mí me dieron de comer. ¿Queréis algo vos también?
Ya no quedaba más queso, pero si no había más remedio Just estaba dispuesto a cortar uno de los chorizos para que su amigo no pasara hambre.
Philibert negó con la cabeza.
—No tengo hambre, solo muchísima sed.
—¡Iré a por agua!
Contento porque Philibert parecía encontrarse mejor, Just echó a correr, pero tuvo que volver a la choza porque había olvidado llevar un recipiente. Para no tener que ir y venir con la escudilla, buscó hasta encontrar un balde de madera que los pastores utilizaban para ordeñar. Si bien el cubo despedía un olor acre, cuando lo llenó de agua y la probó, sabía fresca.
Le dio de beber a Philibert hasta que este le indicó que ya no quería más. Pero cuando quiso hablarle, los ojos del herido se cerraron y empezó a roncar con suavidad. Sudaba tanto que Just se preguntó si el agua que había bebido volvía a brotar de su cuerpo de inmediato. Le tocó la frente y advirtió que estaba ardiendo. El temor de que su amigo pudiera morir bajo su mano le atenazaba las entrañas, y suplicó a todos los santos que velaran por él.
Los pastores regresaron cuando empezó a caer la noche y realizaron sus tareas sin prestar atención a Just y Philibert. Mientras uno de ellos iba a por varias artesas de leche agria almacenadas en un pequeño sótano —en cuya existencia Just no había reparado— y se disponía a elaborar queso, el otro preparó unas gachas de cereales molidos, bayas secas y verduras silvestres. Cuando la comida estuvo a punto, llenó tres cuencos y alcanzó uno a Just.
—Toma, seguro que tienes hambre.
El muchacho asintió, pero después indicó a Philibert y preguntó:
—¿Morirá?
El pastor hizo un gesto con la mano.
—Claro que morirá algún día, pero el cielo decidirá cuándo. Puede que muera mañana, pero también es posible que eso no ocurra hasta dentro de cincuenta años.
Al contemplar el aspecto de Philibert, Just consideró que la primera posibilidad era mucho más probable que la segunda. Cuando los pastores acabaron de comer las gachas, uno de ellos se sentó junto al franco y le quitó el vendaje. Tras observar la herida soltó un gruñido de satisfacción y volvió a limpiarla con un paño mojado en agua caliente.
Just, que observaba por encima del hombro del pastor, consideró que la cantidad de pus se había reducido y suspiró aliviado. El pastor fue a buscar un recipiente de arcilla que contenía un ungüento de aroma penetrante, lo aplicó en la herida y volvió a vendarle la pierna con un paño.
—Este ungüento obra maravillas con los animales —dijo el pastor.
—¿Qué contiene? —quiso saber Just.
—Hierbas, bayas, aceite de oliva… lo que crece en estos lugares y es bueno para las heridas. A lo mejor también ayuda a tu amigo. De lo contrario, Jesucristo lo recibirá en su seno.
El tono de voz del pastor no revelaba si se compadecía del destino de Philibert. «Quizá sentiría más compasión por una oveja o una cabra», pensó Just, pero se alegró de que la responsabilidad de sanar a Philibert ya no recayera sobre sus hombros.
Tras tratarle la herida, el pastor le hizo beber una decocción caliente de diversas hierbas y después se acostó. Su camarada hizo lo propio y, poco después, Just oyó los ronquidos de ambos. Él mantuvo la vista clavada en Philibert, a quien apenas distinguía a la luz titilante de las llamas del hogar, y volvió a elevar una plegaria para que el guerrero franco recuperara la salud.
El día siguiente transcurrió de manera similar. Cuando Just despertó, hacía rato que los pastores habían abandonado la choza para conducir a sus rebaños a los prados. Philibert recuperó el conocimiento durante breves momentos y bebió un poco de leche y agua; sin embargo, rechazó el trozo de queso y el pan que Just le ofreció. Todavía tenía fiebre, pero su mirada era más clara que el día anterior.
—¿Sabes cómo va mi pierna? —le preguntó a Just.
El chiquillo negó con la cabeza.
—No soy lo bastante versado en las artes curativas, pero el pastor consideró que aún podríais vivir cincuenta años más.
—Eso sería muy bonito.
Philibert soltó una breve carcajada, pero volvió a ponerse serio de inmediato.
—¿De qué me sirven los años, si sé que Ermengilda ha de pasarlos como esclava de los sarracenos?
—No podéis seguirla. Dada vuestra herida, tendréis que permanecer tendido muchos días. A la señora Ermengilda no le serviría de nada si murierais en algún lugar de España.
—Por desgracia tienes razón, pequeño. Estoy tan exhausto que no puedo hacer nada por ella, pero si Jesucristo se apiada de mí, la buscaré, la encontraré y la liberaré.
—Pero eso os llevará varias semanas o incluso meses, señor. Hasta entonces, la señora Ermengilda seguirá siendo prisionera del emir sarraceno y tendrá que servirle como se exige a las mujeres.
Philibert hizo un ademán negativo con la derecha.
—Antes tampoco era virgen, porque el rey obligó a Eward a yacer con ella. Como sé que no se abrirá de piernas ante el sarraceno por su propia voluntad, ello no me preocupa. La liberaré y después trataré de conquistarla. Es una dama de alcurnia y sin duda se merece a alguien mejor que yo, pero resulta que yo la amo.
—Entonces os deseo que volváis a encontrarla y logréis salvarla.
—Es lo que haré —contestó Philibert con una sonrisa pensativa. Luego contempló a Just—. Eres un muchacho ingenioso, pequeño.
—Así lo espero.
—Podrías ayudarme —prosiguió el franco.
—¿Ayudaros? ¡Hace días que no hago otra cosa! —protestó Just, algo ofendido al considerar que sus esfuerzos no recibían el debido reconocimiento.
Philibert estiró la mano y le acarició los cabellos.
—¡Lo sé! De no ser por ti, habría estirado la pata en el desfiladero de Roncesvalles. Nunca olvidaré los cuidados que me has prodigado. Pero ahora lo que me importa es Ermengilda. ¿Crees que podrías seguir su rastro y descubrir dónde se encuentra? A lo mejor incluso podrías decirle que no la he olvidado y que la liberaré, ¿no?
—Que yo sepa, los sarracenos mantienen encerradas a sus mujeres, así que ignoro si averiguaré algo acerca de la dama. Y dudo mucho que pueda hablar con ella.
—Ya he dicho que eres un muchacho ingenioso. Al menos inténtalo. Lamentablemente, no puedo darte dinero porque los condenados vascones me expoliaron, pero si me ayudas a liberar a Ermengilda, recibirás una buena recompensa.
—Espero que entonces aún disponga de mis dos manos. Dicen que entre los sarracenos castigan a los ladrones cortándoles la mano derecha. Y yo tendré que robar si he de seguir la pista de la dama.
Philibert era consciente de que estaba encomendando a Just una misión peligrosa, pero el deseo de salvar a Ermengilda superaba cualquier consideración. Dio una palmada al muchacho y rio.
—Entonces te ordeno que no te dejes atrapar, puesto que eres un…
—… muchacho ingenioso —lo interrumpió Just.
Riendo, Philibert le palmeó el hombro, pero después volvió a ponerse serio.
—Quizá Dios decida poner fin a mis días con rapidez. En ese caso, debes prometerme que tú mismo liberarás a Ermengilda.
Eso era una tarea imposible de cumplir para un muchacho de la edad de Just. Si Philibert hubiese estado en su sano juicio, jamás se lo habría pedido. Pero dada su situación, se aferraba a la esperanza de que Just fuera capaz de obrar un milagro, así que le lanzó una mirada suplicante.
—¡Prométemelo! ¡Por favor! No quiero morir pensando que Ermengilda se verá obligada a ser la esclava de ese maldito pagano para siempre.
—No moriréis, señor, sino que vos mismo liberaréis a la dama —respondió Just, procurando convencer al herido, pero este solo se tranquilizó cuando el chiquillo se llevó una mano al corazón y prestó el juramento exigido.
El franco volvió a tenderse con expresión aliviada.
—¡Gracias! Y ahora dame un poco de agua: me abraso.
El sudor que le cubría la frente reveló que la fiebre volvía a subir. Just alcanzó a darle un poco de agua, después el enfermo se adormiló y, sumido en horrendas pesadillas causadas por la fiebre, llamó a Ermengilda y a sus amigos.
El jovencito permaneció a su lado sin saber qué hacer. No dejaba de echar miradas a la puerta como si esperara ver entrar a la Parca dispuesta a llevarse el alma de Philibert. Solo se relajó un poco cuando regresaron los pastores, quienes volvieron a realizar sus tareas en silencio. Cuando hubieron comido y compartido gachas con Just, uno de ellos atendió a Philibert.
El niño lo observó y consideró que la herida tenía mejor aspecto que el día anterior. Mientras le vendaban la pierna, el franco volvió en sí y miró a Just.