—Todavía estás aquí. ¡Pero si te he hecho un encargo!
—Ahora no puedo abandonaros —replicó el jovencito en tono indignado.
Philibert alargó el brazo y lo agarró del hombro.
—¡Has de hacerlo! ¿Comprendes? No disfrutaré ni de un instante de descanso mientras Ermengilda permanece en poder de los sarracenos.
—Pero señor, yo… —Just no pudo terminar la oración porque el pastor lo interrumpió.
—¡Haz lo que te pide ese hombre! El asunto lo aflige y le estruja el corazón, pero si cumples sus deseos, ello le ayudará a curarse. Te prometo que seguiré ocupándome de él.
Just asintió, aunque pensando que al pastor no le costaba nada dar consejos: él no tenía que dirigirse a unas tierras plagadas de enemigos, encargado de un asunto que le era ajeno y sin un denario en el bolsillo. Pero entonces contempló a Philibert y se esforzó por sonreír.
—¡Mañana de madrugada partiré hacia el sur, señor! —«Si los pastores me despiertan a tiempo», añadió mentalmente. Pero aunque se quedara dormido, su partida solo se vería postergada en una o dos horas, y como quería emprender viaje descansado, se tumbó en su vellón de oveja. Pese a la tensión que lo atenazaba, no tardó en dormirse.
Konrad ignoraba cuántas veces había caído y vuelto a levantarse de camino a Córdoba, porque al parecer su torturador disfrutaba inmensamente azuzando a la yegua para derribarlo y arrastrarlo por el suelo. Tenía todo el cuerpo cubierto de arañazos, moratones y pellejos abrasados por el sol. Apenas le daban de beber lo suficiente y el único alimento que recibía eran unos mendrugos de pan quemado. Sin embargo, aguantó mejor de lo que había temido y el motivo de su resistencia se llamaba Ermengilda. Todas las mañanas la observaba cuando montaba en el carro y por la noche lograba echarle un breve vistazo cuando recorría la escasa distancia que la separaba de la tienda dispuesta para ella. Durante la jornada no le permitían bajar del carro ni una sola vez, e incluso la obligaban a hacer sus necesidades en el interior de este. Ermo, a quien los acompañantes de Fadl encargaban las tareas más humillantes, debía recibir el recipiente de arcilla utilizado por Ermengilda y vaciarlo a un lado del camino.
Mientras Konrad iba tropezando por los caminos de aquella comarca abrasada por el sol, se sumía en el reino de la fantasía. Allí ya no era un esclavo, sino el amo de su propia finca y un hombre respetado. Ermengilda era su legítima esposa, a la que amaba con pasión y en cuya compañía pasaba las noches. Esas fantasías se apoderaban de él hasta tal punto que solo volvía a tomar conciencia de la realidad cuando las crueldades de Fadl lo arrancaban de sus ensoñaciones.
Cuando Córdoba surgió ante los viajeros como un espejismo de otro mundo y Konrad contempló las elegantes cúpulas, los altos minaretes y los magníficos jardines floridos desde lo alto de una colina, tardó un rato en comprobar que no se trataba de un sueño, sino del centro del poder sarraceno en España. En comparación con esa ciudad, Pamplona, Zaragoza y todos los pueblos que habían atravesado durante el itinerario solo eran diminutas estrellas frente a ese sol resplandeciente. Córdoba no solo era bella, también estaba fortificada. Una sólida muralla con altas torres y almenas rodeaba la ciudad, tras las cuales los arqueros sarracenos podían aguardar los ataques de sus enemigos sin preocupación alguna. Como Konrad conocía el alcance del poder del emir, le resultaba impensable que un enemigo pudiera aparecer ante esas murallas. Si Carlos, el rey más poderoso de toda la cristiandad, ya había fracasado ante Zaragoza, ¿qué adversario lograría avanzar hasta allí y ocupar esa ciudad?
Al pensarlo, notó que se le formaba un nudo en la garganta: en el interior de una población tan protegida también reinaría un gran orden, y abandonarla en contra de la voluntad de quienes la defendían se le antojaba imposible. De allí no podía huir él solo, y mucho menos con Ermengilda.
Los guardias de la puerta conocían a Fadl Ibn al Nafzi y lo recibieron con vítores: era un vencedor que entraba en su ciudad natal, mientras que Konrad se sentía como un buey al que conducían al matadero. En las calles de Córdoba Fadl volvió a humillarlo exponiéndolo a las piedras y los excrementos que le arrojaban los pilluelos. Cuando una piedra de bordes afilados lo golpeó en la oreja, Konrad soltó un grito. Sin embargo, el dolor le ayudó a superar su flaqueza y juró que haría todo lo posible por sobrevivir. Al fin y al cabo, tenía que cumplir con un deber: rescatar a Ermengilda del poder de los sarracenos y huir con ella.
La mujer que ocupaba sus pensamientos todavía más que su propio destino entreabrió las lonas del carro y, con lágrimas en los ojos, vio que Konrad se tambaleaba por las calles bajo una lluvia de piedras.
Maite estaba sentada a su lado con expresión obstinada, procurando hacer caso omiso de lo que ocurría en torno a ella. Desde que partieran de Zaragoza no le habían proporcionado montura alguna, sino que la habían obligado a montar en el carro una mañana tras otra. Durante los primeros días, permanecer sentada en el vehículo estrecho y caluroso no la había molestado, porque sus pensamientos solo giraban en torno al hecho de que su padre había sido traicionado por su propio cuñado. Una y otra vez, acarició la empuñadura del puñal e imaginó que se lo clavaba a Okin en las costillas o le cortaba el gaznate. Dado que su cólera era mayor que su cautela, durante el trayecto no dejó de buscar la oportunidad de convertir dicho ardiente deseo en realidad. Pero los sarracenos la vigilaban con tanta severidad como a Ermengilda y solo le permitían ir del carro a la tienda y viceversa. Por eso decidió castigar a Okin en el mismo lugar donde había cometido la traición: la plaza mayor de Askaiz y ante los ojos de toda la tribu.
—¡Los sarracenos son más crueles que las fieras del bosque!
La exclamación de Ermengilda arrancó a Maite de sus cavilaciones y la contempló con irritación.
—No creo que tu gente o la mía concedieran un trato mejor a un enemigo.
—¡Los astures no actúan así! ¡Pero esos sarracenos son unos infieles miserables: que Dios los lleve a la perdición!
Al principio del viaje a Córdoba, la astur seguía culpando a los vascones por el ataque al ejército de Roland, pero a medida que se acercaba al sur, su ira por los sarracenos iba en aumento. Apreciaba a Konrad y le estaba profundamente agradecida por haberla salvado del oso, por lo que le causaba una gran pena ver cómo lo martirizaban y humillaban.
Entonces Maite miró el franco y se dijo que Fadl solo se dejaba conducir por sus deseos de venganza. En general, los sarracenos solían tratar bien a sus esclavos, tal como demostraba el caso de Ermo. Porque si bien era cierto que estaba obligado a caminar y realizar tareas indignas, parecía estar bien alimentado y no recibía golpes. En cambio Konrad pagaba por la muerte del hermano de Fadl con torturas realmente infernales y las amenazas de Fadl presagiaban algo todavía peor.
Maite aún se hacía reproches por haber puesto a Konrad en esa situación. De haber caído bajo las espadas de los vascones o las flechas de los sarracenos, habría podido llorar la muerte de un hombre valiente que le había salvado la vida y que había muerto como un guerrero. Pero por su culpa, ahora el desdichado había acabado como esclavo de un hombre que quería torturarlo hasta la muerte.
—No comprendo por qué me ha tocado un destino tan funesto. ¡Haga lo que haga, siempre es una decisión errónea! —soltó Maite.
Ermengilda la contempló con una mirada en la cual, por primera vez desde que abandonaron Zaragoza, volvía a aparecer el disgusto.
—¿De qué te quejas? ¡No veo que te vayan tan mal las cosas! Mientras que yo he de convertirme en la esclava de ese indecible infiel y soportar todas las vejaciones a las que pueden someter a una mujer, tú regresarás libre y feliz a tu tierra natal, donde retomarás tu antigua vida.
Solo entonces Maite comprendió que el destino que aguardaba a Ermengilda no era benévolo. La astur albergaba un odio demasiado intenso por los habitantes del país de los sarracenos como para adaptarse y conformarse con vivir en ese lugar. No obstante, la vascona consideró que no existía una gran diferencia entre someterse a un esposo elegido por el padre o a un sarraceno en cuyas manos había acabado como botín.
Reflexionó al respecto, pero luego comprendió que estaba equivocada. Por supuesto que existía una gran diferencia entre casarse con un hombre y compartir su vida con él, y ser encerrada en un harén y aguardar a que el amo reclamara su presencia solo para servirse de sus encantos femeninos.
De pronto se compadeció Ermengilda, pero no pudo más que encogerse de hombros.
—Deberías haberme acompañado cuando huí con los otros rehenes. De haberlo hecho, hoy no estarías aquí… —«Y yo tampoco», añadió mentalmente. Por otra parte, ese viaje tenía un aspecto positivo, porque ahora estaba segura de que Okin era el traidor que durante tanto tiempo había buscado.
Cuando la comitiva se aproximó al palacio del emir, los pilluelos quedaron atrás y los criados del palacio, así como también los mozos y los soldados, salieron a su encuentro. Al tiempo que Konrad era recibido con miradas de odio, dos hombres cogieron las riendas de la yegua de Fadl y la condujeron a través de la puerta hasta el patio exterior. Allí el bereber desmontó ágilmente e hizo una reverencia en dirección al ala en la que residía el emir. Estaba convencido de que su señor estaba junto a una ventana observando su llegada y debido a ello lo correcto era saludarlo con gesto sumiso.
Los mozos sarracenos observaron las lonas cerradas del carro con curiosidad, pero no se atrevieron a preguntar qué ocultaban.
Fadl los hizo esperar unos instantes, luego llamó a uno de los criados y señaló a Konrad y a Ermo.
—Ese franco es mi prisionero y mi venganza caerá sobre él; el otro es un esclavo y ha de recibir el trato correspondiente. Llevad a las dos mujeres que ocupan el carro al harén del emir, a quien Alá siempre regale la victoria. La rubia lleva el nombre de Rosa de Asturias y está destinada al poderoso Abderramán. La otra es una muchacha de las montañas a la cual, si al emir le complace, deseo como botín.
Negarle la posesión de Maite al emir por adelantado era demasiado peligroso. Si le agradaba a Abderramán, pues entonces era porque así Alá lo había decidido. Pero Fadl estaba bastante seguro de que su señor le concedería la muchacha como premio a su victoria y ya se veía como el padre de hijos fuertes.
Que Maite no oyera las palabras de Fadl supuso un alivio para Okin, porque conocía el carácter de su sobrina y sabía que resultaba más fácil domar a una gata montés que a ella, y solo se calmó un tanto cuando varios mozos empujaron el carro que ocupaban ambas mujeres hasta otro patio. Por fin Maite dejaba de significar un peligro para él.
Como Fadl le ordenó que lo acompañara, Okin siguió al bereber con cierta aprensión. Aun cuando el emir podía darse por satisfecho con el fracaso de la invasión franca, igualmente era posible que planeara extender su influencia a costa de los astures y los vascones y someter sus comarcas. Puesto que Iruñea ya no poseía una muralla y tampoco podían volver a erigirla rápidamente, cualquier ataque sarraceno acabaría en una catástrofe.
Ni Okin ni Eneko tenían ganas de volver a convertirse en sencillos jefes de las montañas cuyo mayor triunfo consistía en robar unas cuantas ovejas a la tribu vecina. Por eso quería hacer cuanto estuviera en su mano por granjearse el favor de Abderramán. Eneko le había dicho hasta dónde podía llegar con las concesiones. En caso necesario, debía reconocer la formal soberanía de los sarracenos y prometer tributos al emir, entre ellos el humillante homenaje en forma de doncellas. Los gobernadores cristianos siempre lo pagaban a disgusto, porque la Iglesia les reprochaba que entregaran decentes muchachas creyentes a los infieles y pusieran en peligro sus almas.
Un criado condujo a ambos hombres por interminables pasillos y solo entonces Okin tomó conciencia del tamaño del palacio. Por fin alcanzaron una puerta decorada con delicadas tallas de madera, custodiada por dos guardias inmóviles como estatuas y con la espada desenvainada. Solo la mirada desconfiada de sus ojos oscuros y brillantes delataba que se trataba de seres humanos de carne y hueso.
—Has de desprenderte de tus armas —dijo Fadl dirigiéndose a Okin, al tiempo que desenvainaba su espada y su puñal.
Un criado cogió ambas armas y las depositó en un banco tapizado. También Okin le entregó la espada al criado. Era un arma expoliada a los francos que llevaba con orgullo, como si él mismo la hubiese cobrado durante el combate. Asimismo le entregó el puñal, pero cuando el criado indicó el cuchillo que utilizaba para comer, Okin protestó.
—¿Con qué he de comer si el emir me invitara a compartir su mesa?
Fadl sonrió desdeñosamente, pues era impensable que Abderramán, el nieto del gran califa Hixam, comiera en presencia de un infiel. Durante el viaje no le había quedado más remedio que tolerar la presencia de Okin y sus acompañantes, pero allí en Córdoba los
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permanecerían en su alojamiento y comerían allí. Sin embargo, el bereber guardó silencio y se limitó a indicar al vascón que se desprendiera del cuchillo. Después otro criado abrió la puerta y les franqueó el paso a la sala de audiencias del emir.
A excepción de un diván junto a la pared posterior, la amplia estancia estaba vacía; en cambio las paredes aparecían cubiertas de tapices multicolores y bajo sus pies, Okin notó unas alfombras tan suaves como las nubes.
Mientras Okin aún miraba en derredor, comprobó sorprendido que Fadl se dirigía al diván vacío y se arrodillaba ante este.
—¿Por qué haces eso cuando el emir todavía no ha llegado?
—Manifiéstale tus respetos al señor de al-Ándalus —indicó Fadl, tras lo cual se postró hasta rozar la alfombra con la frente.
Okin se conformó con una leve inclinación de la cabeza y se preguntó qué significaba todo eso.
Tal como Fadl sospechaba, Abderramán se encontraba en un recinto anexo y observaba la sala del trono por una celosía. Había hecho conducir al bereber y a Okin a la sala y no al jardín, donde prefería celebrar sus entrevistas, porque quería que Fadl fuera bien consciente de que, pese a la victoria sobre el ejército franco, solo era uno de los numerosos comandantes a quienes podía enviar a combatir; y el vascón, por su parte, debía aprender quién ejercía el auténtico poder en al-Ándalus.