Todavía jadeando de rabia, dejó caer el último almohadón y se acercó a la ventana que daba al jardín del harén. Vio algunas mujeres paseando entre los canteros de flores y las hileras de arbustos. A juzgar por su atuendo, dos de ellas eran las concubinas del emir, y el resto, sus criadas. En su mayoría, estas últimas aún eran muy jóvenes y lo bastante bonitas como para despertar el interés de su amo en algún momento. Las mujeres cuchicheaban entre ellas y aunque Maite solo entendió unos fragmentos, se dio cuenta de que hablaban de Ermengilda. Al parecer, las favoritas del emir sentían un entusiasmo más bien escaso por esa nueva presencia y sus criadas no dejaban de soliviantar sus ánimos.
«Ermengilda también tendrá que habérselas con los celos de las otras mujeres», pensó Maite. Si la astur no lograba conservar el interés de Abderramán o no le daba un hijo, allí llevaría una vida muy solitaria.
La fresca brisa que surgía del jardín recordó a Maite que aún estaba desnuda y, enfadada, fue en busca de algo con que cubrirse, pero las esclavas se habían llevado las ropas con las que había viajado y también el vestido destinado para ella, así que no le quedó más remedio que recoger los cojines, amontonarlos en torno ella y entregarse a su ira.
Ermengilda habría deseado quedarse con Maite y hablar con ella, pero un eunuco la sujetó del brazo y la condujo a lo largo de varios pasillos hasta una habitación ocupada casi por completo por una gran cama de aspecto confortable. Junto a la pared había una pequeña mesa de ébano y plata repujada sobre la que reposaban una jarra de plata y dos copas del mismo metal.
—¡Siéntate! —ordenó el eunuco.
Ermengilda obedeció lanzando un profundo suspiro. Como tenía sed, tendió la mano para servirse de la jarra, pero el eunuco se lo impidió.
—¡Solo beberás cuando aparezca el amo y pida algo de beber!
—Pero tengo la boca completamente seca —protestó Ermengilda.
El eunuco hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—Aguardarás. ¡El placer del amo no debe verse afectado porque tengas la vejiga demasiado llena! —Después se volvió y se marchó.
Ermengilda lo siguió con la mirada hasta que cerró la puerta a sus espaldas y echó el pestillo. Se encontraba sola y condenada a ser el botín de un desconocido. Recordó todos aquellos días en los que su marido muerto había exigido que cumpliera con sus obligaciones maritales. Por más que no le agradara, obedecer a Eward había sido su deber.
El tiempo fue transcurriendo y al final Ermengilda ya no supo cuánto rato había estado ahí sentada esperando. «¿Y si el emir no aparece? ¿Dejarán que muera de sed?», se preguntó sardónicamente, y decidió que incluso si así fuera, por ella estaría bien. A lo mejor de ese modo lograba poner fin a su vida.
De pronto el ruido del pestillo le llamó la atención, la puerta se abrió y entró un hombre. Era apenas más alto que ella, delgado y de rasgos agradables. Una barba corta adornaba su mentón y su mirada le recordó a la de un joven halcón. Calculó que tendría unos cuarenta o cincuenta años, pero se movía con una agilidad que un hombre mucho más joven habría envidiado. Iba ataviado con una ancha camisa blanca que casi rozaba el suelo y con una sobrevesta del mismo color. En los pies llevaba pantuflas bordadas de puntas curvadas hacia arriba y en la cabeza un turbante ornado por un broche con una gran esmeralda artísticamente tallada.
A primera vista, Abderramán, emir de Córdoba y señor de al-Ándalus, no era un hombre cuyo aspecto pudiera amedrentar a una joven. No obstante, Ermengilda se acongojó, y aún más cuando se dirigió a ella en árabe. Aunque había aprendido esa lengua hacía años, ahora era como si no recordara nada y ni siquiera logró encontrar las palabras para saludarlo.
Entonces Abderramán contempló de cerca a esa mujer, a la que había exigido como botín tanto del propio Rodrigo como de Eneko, y quedó encantado: Ermengilda le parecía aún más bella de lo esperado tras el primer y breve vistazo que le había dedicado a través de la celosía.
Sonrió e indicó la jarra de plata.
—Puedes escanciarme una copa y otra para ti, querida.
Mientras ella llenaba las copas, el emir admiró la armonía de sus movimientos y se dijo que podía considerarse afortunado por poder llamar suya a esa mujer.
—Eres alta pero graciosa, y tan encantadora como las huríes del paraíso. Las otras mujeres de tu estatura siempre me han parecido torpes, pero tú eres perfecta como la creación de Alá.
Hasta ese momento, Abderramán aún no había decidido si compartiría el lecho con su nueva esclava esa misma noche o aguardaría a que se recuperase del viaje y se encontrara más dispuesta. Pero entonces notó que su deseo por ella aumentaba, estiró un brazo y deslizó una mecha de sus cabellos dorados y brillantes entre sus dedos.
—Eres muy hermosa. ¡Quien te contemple ha de alabar a Alá!
«¿Y quién va a verme, a excepción de ti, tu eunuco y las esclavas?», pensó Ermengilda con amargura. Al tiempo que el emir caminaba en torno a ella para contemplarla desde todos los ángulos, la joven dirigió la mirada a su cinto y, desilusionada, comprobó que no portaba arma alguna. Durante el viaje había considerado varias veces matarse con el puñal del hombre que la violara, pero dadas las circunstancias no le quedaba más remedio que soportar todo lo que él le exigiera. Se preguntó si debía resistirse, pero abandonó la idea de inmediato. Lo que había oído acerca de los sarracenos y sus costumbres no era como para infundirle valor. No quería que le destrozaran la espalda a latigazos ni que la convirtieran en puta de la soldadesca.
Sin embargo, Abderramán siguió examinando su cuerpo con toda tranquilidad. No quería poseerla así sin más, sino disfrutar de ella como de una piedra preciosa. Su evidente falta de experiencia le parecía bien, puesto que le desagradaba que una mujer demostrara desde el principio que era una maestra apasionada y experta en el arte del amor físico.
Llamó a un eunuco que había aguardado junto a la puerta para que lo ayudara a despojarse de la capa y la camisa. Mientras el castrado plegaba cuidadosamente las ropas y las depositaba en un banco en un rincón de la habitación, Abderramán empujó a Ermengilda hacia el lecho.
Cuando notó el blando borde de la cama en las pantorrillas, Ermengilda comprendió que el momento tan temido había llegado. Encomendó su alma a Jesucristo, le suplicó que nunca permitiera que dudase de la vera fe, y por último se tendió en la sábana de seda.
Un roce breve pero autoritario en los muslos hizo que adoptara la posición deseada por el emir, que acostándose en la cama, se tendió encima de ella apoyándose en los codos para no aplastarla, se deslizó entre sus muslos y la penetró lentamente.
«Se parece a lo que hacía Eward», pensó Ermengilda, aunque la sensación era distinta. Eward siempre había actuado deprisa y de mala gana, como si quisiera acabar lo antes posible, mientras que ese hombre parecía desearla y hallar placer en ella. Pese a que dicha sensación la avergonzó de inmediato, finalmente logró relajarse, y si bien no se entregó con entusiasmo, al menos no sintió el mismo rechazo que con Eward. Pero entonces pensó en Konrad, encerrado en alguna parte como esclavo y al que quizá volvían a torturar, y en Philibert, a quien habían matado cuando estaba indefenso, y las lágrimas brotaron de sus ojos. ¡Cuánto más habría preferido entregarse a uno de los dos en vez de a este hombre que solo la consideraba un juguete!
Si se hubiese tratado de la voluntad de Fadl Ibn al Nafzi, los criados del emir habrían vuelto a arrojar a Konrad a la perrera, pero la servidumbre ignoraba que Fadl aborrecía al joven franco y trasladaron al esclavo a una pequeña habitación con ventanas provistas de barrotes y una puerta sólida que podían cerrar desde el exterior.
Un rato después, cuando la puerta volvió a abrirse, entró un hombre vestido con una amplia camisa y un manto que rozaba el suelo, acompañado por un niño negro que portaba un bolso de cuero.
Entretanto, Konrad se había acostumbrado a los africanos de piel oscura y ya no se sorprendía de verlos. Mientras el niño apoyaba el bolso en el suelo y retrocedía hasta la pared, el hombre contempló a Konrad sacudiendo la cabeza.
—Debes de haber enfadado muchísimo a un hombre muy poderoso para que te haya castigado de semejante modo —dijo con un fuerte deje.
Konrad, que aún llevaba las manos atadas a la espalda, se incorporó haciendo un esfuerzo.
—Maté a Abdul
el Bereber
y caí en manos de su hermano Fadl Ibn al Nafzi.
Una sombra atravesó el rostro del desconocido.
—Los bereberes son un pueblo salvaje. Puedes darte por afortunado de que no te haya matado.
—Eso le habría supuesto renunciar al placer de verme morir poco a poco.
El hombre procuró tranquilizarlo.
—Ahora eres un esclavo del emir y morirás cuando Dios el Señor lo decida, no cuando quiera Fadl Ibn al Nafzi.
Konrad lo miró, boquiabierto.
—¿Eres cristiano?
—No, soy judío —respondió el hombre, negando con la cabeza—, pero ¿acaso no rezamos al mismo Dios que creó a Adán y Eva? Mi nombre es Eleazar y soy médico. Me han mandado llamar para que me ocupe de tus heridas.
Tras estas palabras, el judío se volvió hacia su joven acompañante.
—Haz que traigan agua, Amos. Este hombre está cubierto de mugre; hemos de lavarlo antes de poder atenderlo.
El niño hizo una reverencia y se apresuró a abandonar la celda. Poco después regresó con dos mozos que cargaban una tina llena de agua y una mesa sencilla, y que volvieron a marchar en el acto. Eleazar empezó a lavar a Konrad de la cabeza a los pies: fue un proceso doloroso y cuando el paño rozó sus heridas abiertas, el joven franco gimió.
—Fadl Ibn al Nafzi es un enemigo poderoso. Nunca castigó a otro esclavo tanto como a ti —prosiguió Eleazar.
—A lo mejor envié al infierno a dos hermanos suyos más sin saberlo —contestó Konrad en tono mordaz.
—Fadl amaba a Abdul. No obstante, su muerte supone una ventaja para él, puesto que junto con el legado material también ha heredado su preeminencia en la corte del emir.
Konrad, que se había refugiado en una especie de duermevela, de pronto despertó por completo. El judío parecía estar muy bien informado acerca de lo que ocurría en Córdoba. Como lo único que lo había mantenido con vida era el deseo de liberar a Ermengilda y huir con ella, debía averiguar todo lo que le ayudara a alcanzar la libertad.
—¿Conoces bien a Fadl y también al emir? ¿Qué clase de hombre es?
Mientras el médico continuaba con su tarea, empezó a contarle lo que sabía. Konrad descubrió que Abderramán procedía de la lejana ciudad de Damasco y que tras la extinción de su clan había huido hasta la remota España.
—Sin embargo, no acudió a la península para pedir refugio, sino para gobernar. Su madre, una bereber, logró que la mayoría de los guerreros de ese pueblo tomaran partido por él. Además, en muchas ciudades de al-Ándalus gobernaban personas de confianza de su familia, los omeyas, quienes hasta su caída desempeñaron el califato. Atravesó el mar como antaño lo hiciera Tarik Ibn Ziyad el conquistador y se convirtió en el amo de Córdoba. Hace veinte años que procura incrementar su poder frente a la resistencia de los gobernadores de provincia y los ocasionales ataques del nuevo califa del clan de los abásidas. Dado que vuestro rey Carlos se vio obligado a abandonar España vergonzosamente y perdió una parte importante de su ejército, ahora el destino de toda España reposa en las manos de Abderramán.
—¡Carlos no se retiró vergonzosamente! —protestó Konrad.
—Invadió una región y volvió a abandonarla sin haber logrado absolutamente nada. En vez de asumir el gobierno, vuestro Carlos dio la oportunidad al emir de deshacerse de los últimos amotinados. Piensa en el destino de Solimán Ibn Jakthan al Arabi el Kelbi, que albergó la esperanza de hacerse con un gran reino en el norte con la ayuda de Carlos. Fracasó debido a la rápida intervención del emir y a la envidia de los otros príncipes, quienes como Yussuf Ibn al Qasi prefirieron reconocer como su señor al descendiente de los califas en vez de a uno de los suyos.
«El judío está muy bien informado —pensó Konrad— y al parecer le agrada el sonido de su propia voz.» Decidió aprovechar dicha circunstancia y se esforzó por sonreír, aunque tenía la sensación de que Eleazar lo estaba despellejando.
—¿Y cómo viven esos sarracenos en realidad? Sabrás que en Franconia cuentan toda clase de historias, pero al contemplar estas casas, estas ciudades y también este palacio, todo es muy diferente a lo que imaginé.
Durante su juventud, Eleazar había visitado Reims así como otra ciudad a orillas del Rin, de cuyo nombre solo recordaba la palabra «Colonia», de ahí que conociera las diferencias entre el bárbaro norte y su tierra natal por propia experiencia. El franco solo era un esclavo que jamás abandonaría estas tierras y por eso resultaba sensato que el joven averiguara algunas cosas acerca de al-Ándalus y del pueblo sarraceno, con el fin de no infringir una ley por error y ser castigado por ello.
Mientras prodigaba sus cuidados a Konrad y no escatimaba los ungüentos ni las vendas, le fue informando acerca de algunos aspectos de la vida en esa tierra y le llamó la atención sobre algunas cuestiones que debía tener en cuenta.
Al cabo de una semana, llegaron a su fin las negociaciones entre Okin y el emir de Córdoba por encargo del conde Eneko, y el tío de Maite pudo volver a emprender el camino a casa. Prudentemente, renunció a despedirse de su sobrina y se limitó a abandonarla en el harén del palacio. Pero Maite no permaneció allí mucho tiempo, porque Fadl Ibn al Nafzi insistió en que la trasladaran a la casa que había heredado de su hermano.
Desde que se resistiera a que le eliminaran el vello, Maite había permanecido encerrada en la habitación y solo había visto a la sirvienta que le llevaba la comida. Ocho días después de aquella escena, un grupo de esclavas y eunucos irrumpió en la habitación. Dos de los castrados llevaban cordeles de seda colgando del cinto.
—¿Qué queréis? —preguntó Maite, que en caso necesario estaba dispuesta a defenderse hasta el final.
—Nos han encomendado que te traslademos a la casa del insigne Fadl Ibn al Nafzi —respondió el jefe de los eunucos.
—¿Por qué?
—Porque así ha sido decidido.
—¿Quién lo ha resuelto? —preguntó Maite, lanzando una mirada penetrante al eunuco.