Allí se encontró en un país de las maravillas hecho de brocado y seda. Gruesas alfombras que amortiguaban los pasos cubrían el suelo, y tapices de brillantes colores colgados de las paredes llamaron su atención. Junto a un gran diván cubierto de cojines había una ventana cuya celosía de madera se parecía a la del palacio de Iruñea. A través de esta también se podía mirar hacia fuera sin ser visto.
En una pequeña cámara anexa al aposento había una tina de cobre en la que dos criadas bañaban a Ermengilda. Aunque Maite ansiaba quitarse la mugre del viaje, la tina era demasiado pequeña para albergarlas a ambas, así que se apoyó en la pared y aguardó que la astur acabara de asearse.
Durante un rato observó a las esclavas mientras estas lavaban a Ermengilda con suaves esponjas, le frotaban los cabellos con esencias perfumadas y finalmente eliminaban su vello corporal, advirtiendo que la joven soportaba el trato con indiferencia. Ello la llevó a preguntarse cuál sería el estado de ánimo de la astur.
En realidad, Ermengilda apenas prestaba atención a lo que le hacían. Cuando las criadas le hacían daño, sus ojos se empañaban, pero aparte de eso casi no parecía notar lo que ocurría a su alrededor. Todavía estaba bajo el efecto de las horrendas imágenes de la brutal batalla e intentaba reprimirlas centrándose en el destino de Konrad y no en el suyo. Puesto que ya le debía la vida por segunda vez, la compasión que le inspiraba el guerrero la consumía; sin embargo, era consciente de que no podía hacer casi nada por él. Procuraría rogar al emir de Córdoba que le perdonara la vida: eso era lo único que estaba en su poder. Sin embargo, no osaba pedir a Fadl que tuviera misericordia con el franco, porque temía al bereber. Aún debía recorrer un largo camino hasta Córdoba y tenía miedo que, de camino, Fadl acabara torturando a Konrad hasta la muerte. Sumida en sus pensamientos, no se percató de la presencia de Maite, y cuando las esclavas la secaron y la envolvieron en un suave vestido, pasó junto a ella sin dar señales de haberla visto.
Maite estiró el brazo para detenerla, pero luego se dijo que también podían hablar después del baño y se acercó a la tina. Las esclavas se apresuraron a desnudarla sin dejar de sacudir la cabeza, azoradas ante la sencilla y extraña vestimenta de la joven. Una dama de alcurnia debía estar mejor vestida si pretendía encontrarse con el señor de al-Ándalus.
No obstante, las mujeres hicieron todo lo posible para que también ella se encontrara a gusto. La ayudaron a meterse en la tina de cobre, derramaron esencias perfumadas y agua tibia, y se dedicaron a asearla a fondo. Por primera vez desde que abandonara el campo de batalla en el desfiladero, Maite se relajó y cerró los ojos, pero tras unos instantes volvió a ver la masacre y se sintió como si se hubiera sumergido en una tina llena de sangre. Reprimió los gritos que amenazaban con surgir de su garganta y, procurando disfrutar del baño, empezó a calmarse gracias a las diestras manos de las esclavas que la masajeaban con las esponjas. Finalmente se adormiló. Aún notó que las mujeres le lavaban el cabello y lo cepillaban, pero solo volvió a despertar cuando estas la ayudaron a salir de la tina y la secaron. Cuando las esclavas trataron de eliminarle el vello del pubis, consideró que aquello era demasiado.
—¡Dejadlo! —les gritó.
Al principio las mujeres no entendían por qué se resistía y una de ellas sacudió la cabeza con expresión espantada.
—Pero señora, ¿cómo pretendéis recibir a vuestro señor con esos pelos que se interponen a su placer?
—Soy dueña de mí misma y no pienso permitir que ningún hombre se me acerque —replicó Maite, quien apartó las manos de las mujeres con ademán decidido e intentó coger sus ropas, pero una de las esclavas se las quitó de las manos.
—Es imprescindible lavar vuestro vestido, señora. Está sucio y huele a caballo y a sudor.
—Sí, bueno, eso es lo que pasa cuando uno lleva varios días montado en un caballo.
Por fin Maite permitió que las mujeres le alcanzaran otro vestido. Era de seda blanca y le ceñía agradablemente el cuerpo, pero la tela era muy fina y revelaba más de lo que ella consideraba conveniente. Tras vacilar un momento, Maite se dijo que allí ningún hombre la vería y abandonó la sala de baño para reunirse con Ermengilda.
Esta estaba sentada en el diván con los ojos cerrados, llorando.
—¿Te lamentas de tu destino? —preguntó Maite—. Deberías calmarte, porque todo saldrá bien.
Ermengilda volvió la cabeza y abrió los ojos.
—¡No te acerques!
—¿Qué ocurre? ¿Se puede saber qué he hecho?
—¿Qué has hecho? —chilló Ermengilda y soltó una carcajada tan espantosa que Maite dudó de su cordura—. ¿Y los muertos de Roncesvalles? Tú los asesinaste, junto con tus amigos los ladrones de las montañas. ¡Todos están muertos: Philibert, Roland, Eward…! No habría deseado una muerte tan horrenda a nadie, ni siquiera a Hildiger. Arrastráis al pobre Konrad con vosotros como prisionero y lo martirizáis. Tortúrame también a mí, así tu venganza será completa.
—¿Qué venganza? —preguntó Maite, perpleja.
—La venganza por la muerte de tu padre. Porque juraste vengarlo, ¿verdad? Por eso en su día atacaste mi comitiva y me tomaste prisionera. Y ahora vuelvo a estar en tu poder. ¡Adelante, pégame! ¡Mátame! Entonces por fin todo habrá terminado.
—¡Estás loca!
Maite la agarró con intención de zarandearla, pero Ermengilda se zafó y le pegó una bofetada.
—¡He aquí otro motivo para torturarme y asesinarme! —chilló con voz aguda, procurando arañarle la cara.
Maite tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para quitarse de encima a la enfurecida astur. Las esclavas oyeron el alboroto y entraron apresuradamente. Cuando sus súplicas de que se tranquilizaran no surtieron efecto, las separaron y acabaron por sujetar a Ermengilda con cordeles de seda para evitar que volviera a atacar a Maite. Luego contemplaron a las dos jóvenes sacudiendo la cabeza. Los cabellos de ambas estaban desgreñados; un largo rasguño rojo atravesaba la mejilla de Maite causada por las uñas de Ermengilda, y su vestido de seda mostraba un desgarrón.
Consternada por el ataque de ira de la astur, Maite tomó asiento en el diván. ¿Acaso Ermengilda creía que haber tendido una trampa a los francos y haberlos matado le había causado placer? No haber logrado salvar a Philibert ya suponía un cargo de conciencia bastante pesado, así como el hecho de que a raíz de su intervención Konrad hubiese quedado en manos de su enemigo, completamente indefenso.
Sintió el impulso de sujetar a Ermengilda y gritárselo a la cara, pero desistió al ver que la astur parecía haberse calmado y solo lloraba en silencio.
Al cabo de un rato, Ermengilda se incorporó en la medida que los cordeles que la sujetaban se lo permitían y contempló a Maite con expresión asqueada.
—¡Tienes las manos manchadas de sangre! Ya no eres una mujer: en vez de dar vida tal y como Dios nuestro Señor nos ha encomendado, la has quitado. Tu sed de venganza te cegó y acabará por destruirte del todo. Es verdad que mi padre dio muerte al tuyo, pero Íker fue traicionado por uno de los tuyos.
Eso no suponía ninguna novedad para Maite, puesto que en su momento ya había oído a los astures jactarse de ello. Sin embargo, sintió que le hervía la sangre y se puso de pie, se arrodilló junto al diván y aferró el brazo de Ermengilda.
—¿Quién fue? Te suplico que me digas su nombre.
El rostro desencajado de la vascona hizo estremecer a Ermengilda. Pero de pronto volvió a ver a la niña pequeña arrancada del seno de su familia y raptada por su gente, y en sus oídos resonaron los golpes que le propinó Alma el Dragón: lo único que podía sentir una niña sujeta a semejante maltrato era odio.
—Lamento lo que he dicho, y también haberte hecho daño —dijo Ermengilda, avergonzada del arrebato que había experimentado.
—¡El nombre, dime el nombre! —insistió Maite.
La astur negó con la cabeza.
—¡Pero si ya te he dicho varias veces que no lo sé! Nadie pronunció el nombre del traidor, al menos no ante mí. Intenté recordarlo, pero no había ningún indicio… ¡o quizá sí! Si mal no recuerdo, el hombre ha de vivir en vuestra aldea y estar emparentado con tu padre. En aquel entonces, Ramiro se burló diciendo que el traidor quería heredar el puesto de su cuñado… o algo por el estilo.
Dado que Maite no le había hablado del clan, Ermengilda ignoraba el significado de lo que acababa de decir: Íker solo tenía un cuñado, y ese era Okin.
Maite se dejó caer al suelo sin fuerzas, procurando recuperar la calma. «¡Así que fue Okin!», pensó. El hermano de su madre era el traidor.
Aunque siempre lo había sospechado, se había negado a creerlo, porque tras su huida su tío nunca había hecho nada que pusiera en peligro su vida. Cuando regresó del castillo astur él la acogió en su casa y se encargó de que aprendiera todo lo que se esperaba de la esposa de un jefe influyente. Con ello había dado por sentado que, siguiendo la ley de la sangre, Maite transmitiría el rango de jefe a su marido.
Entonces la joven vascona recordó con cuánta habilidad su tío había ido incrementando su propio poder al tiempo que a ella la relegaba. Volvió a recordar la escena en la cual, de manera absolutamente innecesaria, Okin informó a Rodrigo de que ella era la hija de Íker. Ya por entonces había intentado deshacerse de ella sin llamar la atención. Si se hubiese criado entre los astures, los ancianos de la tribu le habrían denegado el derecho de ser una auténtica vascona y la verdadera heredera de Íker de Askaiz. Si bien tras su regreso Okin no intentó apartarla, Estinne nunca le permitió entablar amistad con las otras muchachas, afirmando que su rango le impedía mezclarse con ellas. Finalmente comprendió que Okin y su mujer habían pretendido convertirla en una extraña en su propia tribu.
—¡Así que fue Okin! —exclamó Maite, llevándose la mano a la cadera donde solía portar el puñal. Sin embargo, su movimiento fue en vano, pues las esclavas le habían quitado sus armas.
Cuando ya se disponía a llamarlas para exigirles que le devolvieran el puñal, la honda y la espada corta, cambió de idea. El harén del ala de los huéspedes proporcionaba seguridad ante cualquier hombre que pretendiera irrumpir, pero al mismo tiempo suponía una prisión. Además, aunque lograra abandonar el harén, primero habría de buscar la habitación de Okin. En esos edificios desconocidos para ella no habría logrado pasar inadvertida junto a los guardias y Okin habría sabido que la habían descubierto cerca de su habitación. No: su tío debía seguir sin sospechar nada, porque de lo contrario ella no tendría ninguna oportunidad de acercarse para hundir el puñal en su negro corazón.
«He esperado diez años para llevar a cabo mi venganza, así que no me importa esperar una hora o un día más», se dijo, y luego contempló a Ermengilda.
—¿Puedo desatarte? No volverás a atacarme, ¿verdad?
—¡No te preocupes por eso! Ya te he dicho que lo lamentaba, ¿no?
Maite le echó un vistazo y después desató los nudos y arrojó los cordeles de seda a un rincón.
—No quise hacerlo, de verdad —susurró la vascona.
Ermengilda se dio cuenta de que no se refería a los cordeles con los que las esclavas la habían sujetado, sino a aquel horroroso día en el desfiladero de Roncesvalles. La enemistad y el antiguo odio que desde el primer día se habían elevado entre ambas como una pared se disolvieron y Ermengilda abrazó a Maite.
Poco después, cuando las esclavas regresaron para comprobar si necesitaban algo, ambas dormían profundamente la una en brazos de la otra.
El alojamiento donde Konrad pasó la noche no consistía en una habitación ornada de cortinas de seda y un blando diván, sino en lodo maloliente y rejas. Cuando lo arrastraron hasta la perrera, los animales retrocedieron aullando, pero luego se acercaron y lo olisquearon con aire desconfiado. Algunos incluso le lanzaron dentelladas como si fuera un trozo de carne que les hubieran arrojado.
Dado que Konrad estaba maniatado, no pudo rechazar a los perros y temió que lo destrozaran. Sabía que no debía demostrar temor porque ello no haría sino enardecerlos, así que se tendió boca abajo y simuló estar muerto, sin dejar de notar la humedad de los hocicos y temiendo que lo mordieran.
Paulatinamente, los perros fueron perdiendo interés por él y se acercaron al guarda que les arrojaba trozos de carne. El hombre también llenó la cuba de la que beberían. Konrad oyó el chapoteo del agua y se pasó la lengua por los labios resecos. Con gran esfuerzo, reptó hacia el sonido del agua y metió la cabeza en la cuba. Algunos perros también se acercaron para beber, al tiempo que Ermo y los mozos sarracenos se burlaban de él.
—Ahí podéis ver que todos los
giaur
son perros que se revuelcan en el lodo con animales impuros y se alimentan de sus comederos —exclamó un hombre, azotando a Konrad con el látigo con el que solía controlar a los perros. Como el franco no reaccionó y permaneció tendido como muerto, pronto los hombres se aburrieron de burlarse del prisionero y se dirigieron al recinto donde servían la cena.
—¿Vienes? —le preguntó uno de ellos a Ermo.
Este lo comprendió gracias a los gestos que acompañaron esa palabra y señaló a Konrad.
—¿Y qué pasa con él? Si los perros lo destrozan, Fadl me hará ajusticiar.
Pese a su chapurreo, el guarda principal entendió lo que Ermo quería decir y dirigió una mirada a los animales.
—No le ocurrirá nada. Los perros están satisfechos y cansados. Ahora quiero ir a cenar.
Ermo comprendió la última palabra y, como no tenía ganas de quedarse sentado junto a Konrad pasando hambre, se unió a los hombres.
—¿Nos darán algo sabroso de comer? —preguntó, utilizando unas palabras que acababa de aprender e imaginando que le servirían un apetitoso asado de cerdo.
El guarda de los perros rio.
—Guiso de mijo con carne de cordero. Delicioso, ya verás.
Aunque hacerse entender por el franco suponía un esfuerzo, sentía curiosidad por ese pueblo y quiso averiguar más cosas acerca de este. Por este motivo rodeó a Ermo con el brazo como si fuera su mejor amigo.
Konrad se quedó en la perrera, preguntándose qué delito habría cometido para que Dios lo castigara tan duramente. Le dolía todo el cuerpo, así que un par de dentelladas de perro le resultaban indiferentes. Al menos había logrado saciar la sed, pero aunque tenía hambre no osó disputarles la carne o los restos de pan a los perros.