La Rosa de Asturias (27 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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No acabó la frase, pero como llevó la derecha a la empuñadura de la espada, bastó con ese ademán.

Los pastores intercambiaron una mirada. Eran cinco, uno más si contaban a Unai, que era miembro de su misma tribu, y frente a ellos solo había dos guerreros francos y un niño. Uno de los pastores se apoyó en su cayado y miró a Konrad con aire retador.

—¡O pagáis, o la mujer se queda aquí!

Unai procuró interceder.

—¡Que haya paz! El comandante de los francos, con quien la astur ha de contraer matrimonio, me prometió dinero si conducía a sus hombres hasta ella. En cuanto lo tenga, lo compartiré con vosotros.

Si Unai hubiera repartido unas monedas entre los pastores, quizás estos se habrían dado por conformes, pero tal como iban las cosas, se sentían engañados.

—El franco tendrá que traer el dinero hasta aquí. ¡No la entregaremos a cambio de nada! —gritó el que estaba ante Konrad.

Uno de sus compinches sacudió la cabeza.

—¿Por qué habríamos de entregarla? ¡Mejor haría en meterme entre sus muslos aquí y ahora que dejarme despachar por ese siervo franco con un par de palabras vanas! —Hizo un gesto y los pastores intentaron rodear a los guerreros.

—¡Maldición! ¡No hagáis tonterías! —exclamó Unai.

Pero los hombres no le hicieron caso: cogieron los cayados y se dispusieron a atacar.

Maite no habría apostado la piel de un lobo sarnoso por ambos francos, pero si ellos caían, los pastores no tardarían en matarlas a ella y a Ermengilda.

—¡Cuidado, guerreros francos! ¡De lo contrario os espera una tumba!

Lo dijo en la lengua astur, porque no dominaba las del norte. Ermengilda palideció al oírla, pero tradujo sus palabras de inmediato.

—¡Atención! ¡Esos miserables planean algo malo! —dijo Philibert, al tiempo que desenvainaba la espada. Konrad lo imitó y cubrió las espaldas a De Roisel.

La rapidez con que los francos se aprestaron a luchar sorprendió a los pastores, pero no los tomaron en serio y los rodearon, confiando en el mayor alcance de sus cayados a guisa de lanzas. Cuando atacó el primero, Konrad arremetió y partió el asta de la lanza.

Al verlo, los pastores empezaron a sospechar que se enfrentaban a dos enemigos dispuestos a todo, que no se dejarían amedrentar por la superioridad numérica de los otros.

—¿De parte de quién estás? —gritó el cabecilla de los pastores dirigiéndose a Unai.

«De parte de nadie», habría querido decir Unai, pero comprendió que en ese caso, sus hermanos de tribu también lo matarían a él, así que cogió su lanza y se situó junto a ellos.

—¡Abandonad! —les dijo a los dos francos—. Os prometo que no os ocurrirá nada.

Pero el deseo de venganza que asomó a los rostros de los pastores desmintió sus palabras.

—¡Vamos! ¡Matemos a los francos para poder hacernos con las mujeres de una vez por todas! —El cabecilla intentó animar a sus hombres, pero ninguno se atrevía a ser el primero en ponerse al alcance de las espadas.

Al notarlo, el cabecilla llamó a los perros con un silbido.

—¡Atacad! —gritó.

El primero que se lanzó hacia delante era el mismo al que el día anterior Maite había golpeado en el hocico. El animal ya había dirigido la mirada hacia la vascona, gruñendo, pero no había osado atacar antes de recibir la orden. Junto con él, tres perros más se abalanzaron sobre Konrad y Philibert, y al mismo tiempo, los pastores iniciaron el ataque.

Unai también quiso intervenir, pero Maite le metió la lanza entre las piernas y lo hizo caer. Antes de que pudiera incorporarse, apoyó la punta de la lanza contra su garganta y lo inmovilizó.

Konrad blandía la espada con una tranquilidad que lo sorprendió a sí mismo. Partió el cráneo de uno de los perros de un mandoble y con otro cortó la pata delantera del segundo. Continuó el movimiento y asestó un golpe en el pecho al pastor que avanzaba en primer lugar.

La lanza de uno de los otros rebotó contra la cota de escamas. El hombre no pudo asestar otro lanzazo: la espada de Konrad trazó un círculo traspasando huesos y tendones mientras el franco se abatía sobre otro pastor.

La lucha terminó casi antes de haber empezado. Los tres hombres que habían atacado a Konrad estaban tendidos en el suelo. Uno ya no se movía, los otros dos gemían de dolor. Cuando Konrad se percató de que no quedaban más enemigos, se volvió hacia Philibert.

Este aún estaba en pie, pero apenas sonreía porque entre los dedos de la izquierda —que mantenía presionada contra el cuerpo— manaba sangre. Pero los dos que lo habían atacado ya no necesitaban un médico.

—¿Cómo te encuentras? —quiso saber Konrad.

—Un lanzazo en las costillas, espero que no sea demasiado profundo.

Konrad miró a Ermengilda.

—¿Puedes ocuparte de él?

Ella no comprendió sus palabras, pero sí su sentido, así que se apresuró a atender a Philibert.

—¿Estáis gravemente herido? —preguntó, sosteniéndolo con el brazo.

—Ayudadme a quitarme la cota de malla. —Philibert soltó un gemido de dolor, pero luego apretó los dientes.

Ermengilda lo condujo hasta una roca y examinó su herida con manos temblorosas. Las cotas de malla de los francos eran distintas de las que conocía y tardó un poco en desprender todas las hebillas. Después de quitarle la cota clavó la vista en su túnica ensangrentada.

—¡Dios mío, qué horror!

—Es bueno que sangre mucho, así se limpia la herida —dijo Philibert, procurando tranquilizarla.

Ermengilda asintió; estaba muy pálida y le ayudó a librarse de la túnica de cuero reforzada y la camisa. Después echó a correr hacia los bultos con las provisiones que los pastores habían arrojado al suelo y que contenían algunos utensilios para curar las heridas tanto de los animales como de las personas. Cogió unos trozos de rafia y de hupe y unas hojas secas, regresó junto a Philibert y empezó a vendarle la herida.

Konrad miró brevemente a su camarada. Al parecer la herida no era demasiado grave, pero cabalgar a través de las montañas no le resultaría fácil.

Los gemidos de los pastores heridos impidieron que Konrad pudiera pensar solo en el futuro: también tenía que decidir qué había de hacer en ese momento. Tres de los cinco pastores estaban muertos y los otros dos sufrían heridas bastante más graves que Philibert. Además, estaba el muchacho que los había conducido hasta allí. Unai estaba tendido de espaldas como una tortuga y no osaba moverse, porque la lanza de Maite aún le presionaba la garganta.

—He impedido que este rufián ayudara a los suyos —dijo ella.

Konrad le lanzó una mirada; no comprendía la lengua astur ni la vascuence, y cuando Maite trató de explicarle la situación en el idioma sarraceno, la expresión de Konrad se tornó aún más desconcertada.

Se avergonzaba ante la joven, quien al igual que Just dominaba diversas lenguas, mientras que él solo hablaba el dialecto de su tierra natal.

En ese momento apareció el niño, que durante la lucha se había ocultado en la choza, y tradujo las palabras de Maite. Konrad le sonrió, agradecido, y al mismo tiempo notó la mueca burlona de la vascona.

—Un adversario más podría haber sido demasiado —dijo a modo de reconocimiento—. Nos has ayudado mucho.

Ella se encogió de hombros, pero no apartó la lanza de la garganta de Unai.

Just contempló a Konrad y a Philibert con mirada brillante.

—Os habría ayudado, pero no encontré nada en la choza que sirviera de arma. ¡Pero vosotros acabasteis con esos individuos como si fueran perros sarnosos que se enfrentan a dos osos enormes!

Al oír la exclamación de Just, Konrad recordó a Rado, que aún no había salido del bosque. Si su amigo hubiera estado presente, posiblemente los vascones no se habrían atrevido a atacarlos. Se preguntó si no habría fracasado en su primera prueba, puesto que, a fin de cuentas, no lo habían enviado allí para matar pastores. Clavó la vista en el vascón víctima de su espada y, como guerrero, debería haberse enorgullecido, pero solo sintió un frío helado: era su primer muerto y esa acción no le proporcionaba mucho honor.

Los gemidos y los gritos de los pastores heridos lo enervaban. Durante un instante pensó en matarlos, solo para hacerlos callar. Pero la idea lo horrorizó y se dirigió a Unai.

—¡Pretendías hacernos caer en una trampa, perro!

—¡No, no es verdad! La culpa es de los pastores. Yo… —Unai no osó decirlo en voz en alta, porque la lanza de Maite le rasgaba la nuez al hablar.

—Pero eres uno de los que atacaron a Ermengilda y a su gente —prosiguió Konrad.

Unai volvió a negar.

—¡Te juro por mi alma que no participé en eso!

—¡Un alma que ahora mismo se irá al infierno! —se burló Maite.

—¡Fue Maite quien condujo el ataque! —gritó Unai.

Aunque Konrad no comprendió lo que dijo la vascona cuando Unai la acusó de ser la principal culpable del ataque, la miró atentamente por primera vez. Era un poco más menuda que él, más fornida que Ermengilda y tan musculosa como las muchachas acostumbradas al trabajo duro. El rostro le pareció demasiado redondeado y la expresión un tanto avinagrada. Pero pese a palidecer junto a la belleza de la princesa astur, era bastante bonita. Además, a juzgar por el modo en que manejaba la lanza, no le faltaba talento para las acciones guerreras, así que no dudó de su capacidad de encabezar una horda de salvajes de las montañas.

—¿Quién es esa muchacha? —le preguntó a Unai.

Este se percató de que el franco no pretendía matarlo de inmediato y alzó la mano indicando que quería que Maite le quitara la lanza del cuello.

—Es la hija del jefe Íker de Askaiz, que tenía seguidores tanto en Araba como en Nafarroa. Has de saber que era un gran líder. Si el conde Rodrigo no lo hubiera matado, habría supuesto un adversario importante para Eneko en la lucha por el poder sobre estas tierras.

—¿La hija de un importante líder? —El respeto que Konrad sentía por Maite aumentó, aunque el rapto de Ermengilda no hablaba precisamente a su favor.

La muchacha vascona notó que hablaban de ella y le pegó un puntapié a Unai.

—¿Qué estáis diciendo?

—El franco me ha preguntado quién eres. Se lo he dicho.

A Maite le incomodaba depender de las palabras de otro cuando se trataba de cuestiones tan importantes como de Ermengilda y de su puesta en libertad. Rasgó la piel de la garganta de Unai y un hilillo de sangre le manchó el cuello.

—No intentes volver a engañarme o eres hombre muerto.

La mirada de Maite le reveló que la advertencia iba en serio; sin embargo, seguía dispuesto a mentir, porque al fin y al cabo, se estaba jugando el cuello. Los francos habían acabado con los pastores de su tribu y era de temer que también acabaran con él. Además, tenía claro que ya no podía volver con los suyos. Si bien la culpable de todo ese lío era Maite, los ancianos de la tribu lo culparían de la muerte de los pastores y lo castigarían, así que era mejor cambiar de bando y pasar al de los francos.

—Oye, franco. No soy vuestro enemigo. Esos perros miserables también me engañaron a mí. Me alegro de que los hayáis matado.

Suponiendo que Unai ya no significaba un peligro para ellos, Konrad indicó a Maite que le permitiera ponerse en pie. La vascona obedeció de mala gana, pero no soltó la lanza.

Mientras Unai se incorporaba, deslizó la mirada entre Maite y Konrad. Ignoraba cuál de los dos era más peligroso. El desprecio de la joven era evidente, en cambio el franco parecía frío como el hielo, pero notó que bajo la superficie le bullía la sangre.

Konrad señaló los pastores heridos con ademán autoritario.

—Ocúpate de esos bellacos. Luego coge una pala y entierra a los muertos. Y ni se te ocurra escapar.

Maite supo interpretar los gestos que acompañaron sus palabras. Cogió la honda, cargó una piedra y la boleó. El proyectil golpeó contra el tronco de un árbol situado a más de cien pasos de distancia, justo a la altura de la cabeza de Unai.

—Las piedras de mi honda son más veloces que un hombre que corre.

Konrad la miró perplejo y luego asintió con la cabeza. En su tierra natal había cazado más de un conejo con honda, pero el poder y el alcance de los tiros de Maite lo superaban por completo y esbozó una reverencia.

—¡Sois realmente la hija de un gran jefe!

Aunque molesto por la admiración que expresaban sus palabras, Unai las tradujo. Maite se ruborizó ante el elogio, por más que detestara a los francos que habían desquiciado todo su mundo. Al menos ese franco parecía saber lo que significaban el orgullo y el honor. Tomó asiento en un tocón sin perder de vista a Unai.

Konrad le había ordenado que se encargara de sus hermanos de tribu sobrevivientes; les echó una breve mirada a los pastores, cogió una pala de la choza… y mató a los heridos golpeándoles la cabeza con la pala.

Asqueado, Konrad se apartó y se acercó a Philibert. Afortunadamente, la herida de su camarada no era grave y, por lo visto, este disfrutaba de los cuidados prodigados por las suaves manos de Ermengilda.

Aunque Konrad sabía que era una necedad, se sintió invadido por los celos: le habría encantado sentir el roce de esas manos en la piel y casi lamentó haber salido ileso. Para no tener que seguir dependiendo de Philibert, decidió aprender cuanto antes una lengua que le permitiera conversar con la princesa.

12

Rado salió del bosque y fue con gran sorpresa que contempló las numerosas ovejas que pastaban en los prados en torno a la choza y los dos perros que las vigilaban y no dejaban de olfatear en dirección a la cabaña soltando aullidos.

Allí estaba Unai, cavando un gran agujero, y cuando Rado se acercó vio cinco cadáveres cubiertos de heridas, dos de ellos con el cráneo destrozado.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó. Unai le contestó en su lengua y después en la del sur de la Galia.

Como Rado no comprendía ninguna de las dos, se encogió de hombros y depositó la piel de oso en el suelo.

Cuando se volvió, la mujer de cabellos castaños que había visto junto a Konrad apareció ante él con una lanza en la mano y sin perder de vista al vascón.

—Caray, aquí ha de haber pasado algo gordo —dijo, esperando que la desconocida se lo explicara.

Pero Maite se apartó en silencio y dejó que se acercara a la choza. Rado apartó la puerta colgada de correas de cuero, entrecerró los ojos para distinguir algo en medio de la penumbra y a la primera que vio fue a Ermengilda. No cabía duda de que esa muchacha era la joven más bonita del mundo; solo entonces notó que Konrad y Philibert también se encontraban en la habitación. Este último parecía estar herido y la hermosa muchacha rubia le envolvía el torso con un trozo de tela.

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