Rado se acercó al lecho del herido.
—¿Cómo os encontráis, señor Philibert?
—Solo es un rasguño —dijo este.
—Pero durante un par de días no podrás cabalgar —comentó Konrad.
—¿Por qué no? No me han herido en las posaderas, y aunque así fuera, montaría. Todos los vascones de la región no tardarán en saber lo que ocurrió y las cosas podrían ponerse muy peliagudas. Además, en bien de la princesa Ermengilda, hemos de largarnos de aquí lo antes posible.
—¡Así que realmente sois Ermengilda! —Rado hizo una torpe reverencia ante la Rosa de Asturias y se dijo que el señor Philibert seguramente llevaba razón. Una muchacha tan bella solo podía ser de sangre real.
—Entonces la mujer que se encuentra en el exterior es vuestra doncella, ¿no? —preguntó.
Cuando Philibert tradujo las palabras de Rado, Ermengilda negó con la cabeza.
—¡Maite es mi peor enemiga! Entre nosotras hay una venganza de sangre. Mi padre mató al suyo y por eso ella atacó mi comitiva.
Pero entonces quiso ser justa.
—Sin embargo, salvó mi honor y quizá también la vida. Anoche los pastores querían violarme, pero Maite lo impidió.
—¿Sin la ayuda de nadie? —preguntó Philibert con incredulidad, dado que él mismo se había enfrentado a ellos.
Ermengilda pasó a narrarle los acontecimientos del día anterior y cuando Just tradujo sus palabras para Konrad, el remordimiento de este se esfumó y dijo:
—¡Esos bellacos merecían morir!
—Sí, es verdad —asintió Philibert—. ¡Por los clavos de Cristo! Si hubiéramos tardado un día más en llegar, el conde Eward nos habría echado una buena reprimenda.
Para Konrad fue como quitarse de encima una gran carga.
—¡Así que de todos modos nos habríamos visto obligados a matar a esos bribones!
Rado lanzó una mirada a Konrad y luego a Philibert.
—Bien, ¿cómo se desempeñó nuestro pequeño gallo de pelea?
Philibert se presionó la herida con la mano y reprimió una carcajada.
—¡Estupendamente! Acabó con tres de ellos sin sufrir ni un rasguño, mientras que yo solo tuve que encararme a dos adversarios. —Puesto que la herida le permitió permanecer junto a Ermengilda y disfrutar de la suave caricia de sus manos, hasta cierto punto incluso se sentía agradecido.
Konrad, preocupado por lo que debían hacer a continuación, reaccionó con indiferencia frente a los elogios de Philibert.
—Esta noche todavía podemos permanecer aquí, pero mañana por la mañana hemos de ponernos en marcha y tratar de abrirnos paso hasta Pamplona. Espero que de camino no tengamos que desenvainar las espadas.
—¡Si nos vemos obligados a hacerlo, nuestros enemigos lo lamentarán! —Ahora que se trataba de proteger a Ermengilda, Philibert estaba dispuesto a enfrentarse a todo un ejército, pero comprendió que, para evitar encuentros inoportunos, sería mejor para todos viajar por senderos poco transitados.
En España
Cuando se encontraron ante las puertas de Pamplona, Konrad experimentó un enorme alivio. Habían recorrido las montañas siguiendo senderos remotos y, tras sus primeras experiencias, no osaron acercarse a ninguna de las aldeas. Dado que gracias a las provisiones de los pastores disponían de abundante comida, lograron evitar enfrentamientos. Se abastecieron de agua en fuentes y arroyos, así que la cabalgata resultó bastante cómoda excepto por la herida de Philibert, que empezó a supurar y le causó fiebre.
Aunque no tuvieron que enfrentarse a los habitantes de las montañas, hacerse cargo del grupo y, sobre todo, ocuparse de la seguridad de Ermengilda supuso un esfuerzo considerable para Konrad. Sin embargo, a medida que se acercaban a su objetivo, se sintió orgulloso de haber cumplido con la tarea, aunque era lo bastante honesto para adjudicar una parte del éxito a la joven vascona que los acompañaba. Como guía, Maite resultó mucho más útil que Unai, al que se llevaron prisionero con el fin de evitar que reuniera a sus compatriotas y que estos los persiguieran. Ahora montaba junto a Rado —que sostenía las riendas— con las manos atadas a la espalda y semblante ofendido.
Maite se acercó a Konrad y señaló la ciudad.
—¡Eso es Iruñea! —Durante la expedición, ambos se esforzaron por aprender algunas palabras de la lengua del otro y ya lograban hacerse entender. No obstante, que llamara a Pamplona por otro nombre irritó a Konrad.
Dirigió la atención a la puerta de la ciudad y se desconcertó al ver que los guardias la cerraban a toda prisa y que entre las almenas incluso aparecieron guerreros con arcos o lanzas. Un hombre que, a juzgar por su atuendo, parecía ser el comandante, gritó:
—¡Eh, vosotros! Vuestro campamento se encuentra al otro lado. En la ciudad no se os ha perdido nada.
Konrad dirigió una mirada inquisidora a Maite. Que él supiera, el conde de Pamplona se había sometido al rey Carlos y prometido toda su ayuda en la inminente campaña militar, así que no acababa de entender por qué estaba cerrada la puerta.
—Si esos son nuestros aliados, prefiero no saber cómo son nuestros enemigos. —Rado soltó un salivazo y acercó su caballo al semental de Konrad—. ¿Qué hacemos?
—Buscar el campamento que ha mencionado ese bribón. Si es el de los hombres de Roland, ellos nos dirán qué está ocurriendo aquí.
—¡El camino más corto pasa a través de la ciudad! —Maite no comprendía qué estaba ocurriendo y habría preferido hablar con las gentes del lugar para descubrirlo, pero como los hombres de Eneko no tenían la menor intención de dejarlos pasar, ella también volvió grupas y regresó a por el mismo camino cabalgando detrás de Konrad.
Tras alejarse un trecho de Pamplona, el joven franco enfiló un sendero estrecho y, enfadado, acabó galopando a través de campos arados para alcanzar el otro lado de la ciudad.
Pronto se encontraron con uno de los bretones de Roland oteando el horizonte. Konrad se asustó: si el prefecto había encargado a sus hombres de más confianza que se encargaran de la seguridad del campamento, la situación debía de ser grave.
El bretón no bajó la guardia ni las armas hasta asegurarse de que no eran enemigos. Solo se relajó tras reconocer a Konrad, a quien dio la bienvenida, así como a Philibert.
—¡Por fin estáis aquí! Hace tres días que os esperamos.
—Nos encontramos con algunos problemas en las montañas —dijo Konrad, sin entrar en detalles. El guardia no le hizo más preguntas y se limitó a mostrarle el camino. Un camarada que había estado aguardando entre los arbustos anunció su llegada con un toque de corneta.
Las tiendas de los francos se encontraban en el exterior de Pamplona, junto al camino que conducía al este, y estaban rodeadas de un cerco hecho con matorrales y algunos postes. Habían elevado pequeños montículos de tierra cada cincuenta pasos sobre los cuales instalaron sencillas atalayas. Un enrejado impedía el acceso al campamento, vigilado por una docena de fornidos individuos quienes, tras echar un vistazo a Konrad y sus acompañantes, les franquearon el paso.
Algunos hombres le lanzaron preguntas a Konrad, pero al ver a Ermengilda se quedaron boquiabiertos. Nadie soltó un grito hasta que Roland surgió de su tienda con la armadura puesta y una capa colgada de los hombros, y se detuvo ante Konrad.
—¡Gracias a Dios! Ya temíamos que os hubierais enfrentado a peligros desconocidos, o incluso que hubierais sucumbido.
Entonces se percató de la presencia de Philibert, encogido en la silla de montar e incapaz de sostener las riendas, y frunció el ceño.
—Al parecer, os he enviado a cumplir con una misión peligrosa.
—Podría haber sido peor, pero Philibert necesita urgentemente un médico.
—¿A quién os enfrentasteis? —preguntó Roland.
—A unos pastores vascones que ya habían amenazado a la princesa Ermengilda y no querían entregárnosla.
—Un informe escueto, pero suficiente. —Roland aguardó a que Konrad se apeara y le palmeó el hombro con una sonrisa aprobatoria.
Con el rabillo del ojo, Konrad vio aproximarse al conde Eward y a Hildiger. A diferencia de los otros guerreros, no se dignaron mirar a Ermengilda, sino que clavaron la vista en Konrad con una mezcla de fastidio, desprecio y envidia que él tardó unos instantes en interpretar. Él ya había blandido su espada y salido airoso del trance, mientras que ellos aún debían esperar para demostrar su valor en el campo de batalla.
Entonces Roland también advirtió la presencia del pariente del rey y de su íntimo amigo, y se dirigió al primero con una sonrisa desdeñosa.
—Como podéis comprobar, vuestros hombres han regresado en compañía de una joven cuyo aspecto encaja con la descripción de la Rosa de Asturias. ¿Qué esperáis para saludarla?
Eward dio un paso adelante, al tiempo que Hildiger estiraba el brazo como si quisiera retenerlo, desconcertando a Konrad. En cambio el rostro de Roland adoptó una mueca burlona.
—No habéis olvidado la orden dada por nuestro rey, ¿verdad, conde Eward?
Eward se detuvo sin mirar a Ermengilda.
—Aún no está demostrado que esa mujer sea la sobrina del rey Silo. Primero me lo ha de confirmar su padre, el conde Rodrigo.
—Aquí hay alguien que puede constatar que la dama es vuestra prometida —dijo Roland, señalando un hombre que llevaba un atuendo guerrero extranjero, quien al ver a Ermengilda abrió los brazos como si quisiera abrazarla.
Al verlo, fue como si Ermengilda despertara de una pesadilla.
—Ese es Ramiro, el lugarteniente de mi padre. ¡Me conoce muy bien! —chapurreó en la lengua franca de la Galia.
El astur se acercó apresuradamente y se arrodilló ante ella.
—¡Por fin sois libre, doña Ermengilda! Vuestro padre y vuestra madre se sentirán muy felices.
Maite, que permanecía detrás de Ermengilda sin que nadie le prestara atención, rechinó los dientes: había reconocido al astur que había arrojado a su padre al suelo como si se tratara de un animal al que hubiese cazado y que después la llevó a ella hasta el castillo de Rodrigo. El dolor por la muerte de su padre volvió a invadirla, como una herida mal cerrada. La oleada de cólera fue tal que sintió deseos de clavarles la lanza en el cuerpo, tanto al astur como a Ermengilda.
—¡No sé qué te propones, pero no lo hagas! —Just le apoyó la mano en el brazo y empujó la punta de la lanza hacia abajo. Luego le dirigió una tímida sonrisa—. Si le tocas un pelo a la astur, te matarán como a un perro rabioso.
Al igual que Konrad, Just procuró aprender la lengua hablada en Asturias y en el norte de España e incluso logró aprender algunas palabras en vascuence. Debido a ello, Maite comprendió su advertencia y se dijo que si bien aún ansiaba vengar la muerte de Íker y su propia desgracia, no estaba dispuesta a hacerlo a cualquier precio. Su muerte solo supondría una ventaja para Okin, que en ese caso podría asegurarse un poder ilimitado sobre la tribu. Pese a que en los últimos meses su influencia se había reducido, ella no pensaba dejarle el campo libre a su tío, así que dirigió una sonrisa de agradecimiento a Just y fulminó con la mirada al prometido de Ermengilda.
En cambio la astur contempló a Eward con imparcialidad. Según Gospert, el joven era uno de los señores de más alta alcurnia de Franconia y un apoyo imprescindible del rey Carlos, y por lo visto se correspondía con dicha imagen. Al menos era el joven más apuesto y mejor vestido que jamás había visto y se alegró de poder convertirse en su esposa.
Pero la apreciación de Maite era menos superficial: a ella Eward le parecía un muchacho débil, inmaduro y muy presuntuoso, cuya expresión le recordaba a su primo Lukan. Encima parecía depender de un acompañante vestido de manera similar, puesto que no dejaba de lanzarle miradas inquisidoras.
Entre tanto, Konrad y Philibert se vieron dominados por los celos; según su opinión, Eward no se merecía una prometida como aquella, una joven demasiado hermosa para acabar atada a un esposo de carácter tan altanero y desagradable. Philibert, aún víctima de la fiebre, se llevó la mano a la empuñadura de la espada con expresión furibunda, pero antes de que acertara a desenvainarla, Konrad le pegó un codazo.
—¡No lo hagas! No puedes cambiar nada. ¿No ves que si atacas a Eward los guardias de Roland te derribarán?
Philibert sacudió la cabeza, se puso pálido y notó que se le doblaban las rodillas. Konrad se dio cuenta y lo sostuvo.
—¡Gracias! Pero no deberías haberme sujetado. Habría dado una buena lección a ese bribón.
—Y a cambio te habrían recompensado con una paliza de muerte. No, Philibert, no lo permitiré: somos hermanos de armas.
Philibert lo contempló pensativamente y la expresión candorosa de Konrad lo conmovió hasta el punto de preguntarse si él mismo habría intervenido de haber sido su compañero quien intentara cometer una tontería. Además, comprendió que la muerte del conde Eward a manos de un tercero tampoco hubiese servido de nada, porque el rey no habría tardado en casar a la joven dama con otro noble de Franconia. No le quedó más remedio que aceptar la imposibilidad de conseguir los favores de aquella maravillosa criatura.
Al presenciar la debilidad de Philibert, Roland recordó que el guerrero estaba herido y llamó a un médico. Un hombre mayor envuelto en un amplio atuendo de color azul y una gorra de fieltro en la cabeza se acercó a paso tan lento que ni un solo pelo de su barba entrecana se agitó.
—Ocupaos del señor Philibert, maese Simon.
Simon hizo una reverencia y ordenó a unos mozos que trasladaran a Philibert a su tienda.
Este soltó un gruñido de enfado.
—¡Puedo mantenerme en pie! —exclamó y, para demostrarlo, se soltó de Konrad. A pesar de su ímpetu, tras dar un paso trastabilló y se alegró de que Konrad y el médico lo sostuvieran antes de que se desplomara.
Una vez que maese Simon y sus asistentes se hubieron llevado a Philibert, Konrad se dirigió a Roland.
—¿Por qué acampáis tan lejos de Pamplona? Creí que el conde Eneko se había sometido al rey Carlos.
—Sí, pero sus actos delatan su doblez. El maldito vascón mantiene cerradas las puertas de la ciudad y no nos abastece de víveres, tal como prometió, ni pone a sus guerreros bajo mi mando.
La voz de Roland temblaba de cólera y Konrad supuso que debían de haberse producido algunas situaciones desagradables.
El prefecto no tardó en proporcionarle otras malas noticias.
—También hace días que aguardamos en vano la llegada de las huestes de Asturias, que debían unirse a nosotros aquí. El rey Silo envió sus disculpas mediante un mensajero, afirmando que tenía que aplastar una rebelión en Galicia —dijo, lanzando una mirada sombría a Ramiro, el único astur importante que se encontraba en el campamento. Sin embargo, este no le prestaba atención: solo tenía ojos para la hija de su señor y tan feliz estaba de volver a verla sana y salva, que a punto estuvo de abrazarla como a una niña pequeña. Tratando de controlar sus sentimientos, la cogió de la mano y, tartamudeando, le hizo saber su alegría.