Para Ermengilda, Ramiro representaba una parte de su tierra natal que creía haber perdido y no dejó de preguntarle cómo se encontraba su familia. Apesadumbrado, él bajó la cabeza.
—Por desgracia, vuestra madre perdió al hijo que esperaba, que habría sido un varón. Ella está inconsolable y muy preocupada por vos. Claro que vuestro padre os hubiese buscado, pero está en Galicia aguardando las órdenes del rey Silo, con el fin de aplastar otra rebelión de Mauregato. Vuestra doncella y casi todos vuestros acompañantes vuelven a estar en libertad. Solo Gospert, el franco, ya no está con vida: logró escapar de los vascones, pero al parecer cayó en manos de una pandilla de sarracenos. Encontraron su cadáver acribillado de flechas más allá de la frontera.
Aunque Ermengilda apenas había tenido trato con ese caballero, lamentó su muerte y rezó una breve oración por él. Luego se volvió hacia Eward, quien para su desconcierto no parecía dispuesto a acercarse, y de pronto se estremeció: el franco dirigía la mirada hacia todas partes menos hacia ella, su prometida, y cuando lo hacía, a Ermengilda le pareció detectar cierta aversión y repugnancia. ¿Se debería el rechazo de su prometido a la túnica mugrienta y al cabello desgreñado? Semejante actitud la inquietó, porque Ramiro le había dicho que, a fin de convertir a los francos en aliados, la boda debía celebrarse cuanto antes.
Después de que el rey Carlos hubiese sometido a los bávaros y los longobardos y vuelto a incorporar Aquitania y Gascuña al reino de Franconia, existía el peligro de que no emprendiera su campaña española contra los sarracenos infieles, sino que se inclinara por conquistar el reino cristiano de Asturias.
Ramiro advirtió las dudas de Ermengilda. Como temía que el monarca franco se apropiara de la corona de Silo y utilizara el territorio como punto de partida para lanzar otras campañas militares, le susurró que su boda con Eward era la única garantía de establecer la paz entre ambos reinos y la condujo junto a Roland.
Aparte de Eward y de Hildiger, este parecía ser el único hombre del campamento a quien la belleza de la joven astur dejaba indiferente. La contempló como si fuera un potrillo al que debía valorar y luego llamó al conde Eward y a un hombre mayor que llevaba un sencillo hábito de monje.
Konrad reconoció al hermano Turpín, que había estado sentado a su lado durante el banquete del rey Carlos, y se aproximó. Cuando Hildiger quiso unirse al grupo, Roland dio media vuelta y le cerró el paso. El amigo de Eward intentó situarse a su lado, pero el prefecto le ordenó que se retirara en tono burlón.
—No creo que este asunto te incumba —dijo.
Konrad reparó en que Roland se había dirigido con mayor cortesía al médico judío que al compañero de armas de Eward. Este contempló a Hildiger con el mismo temor de un cachorro que espera ser castigado, pero no se atrevió a interceder por él.
Ermengilda también parecía al borde de las lágrimas. Aún llevaba la túnica que Maite le obligó a ponerse al tomarla prisionera y, tras los días pasados en las montañas, se encontraba en un estado lamentable. Quien no la conociera sin duda la tomaría por una criada o una esclava y en presencia de Eward se sentía insignificante y fea. Su futuro esposo lucía ropas de terciopelo y seda, y llevaba joyas de gran valor, de modo que en comparación y pese a su sobrevesta roja, el aspecto del conde Roland resultaba discreto y casi modesto.
A diferencia del prometido de Ermengilda, que parecía desear encontrarse en el otro extremo del mundo, el rostro de Roland expresaba satisfacción y le pegó un codazo al hermano Turpín.
—Según la voluntad del rey Carlos, esta boda ha de celebrarse lo antes posible. Bendecidlos, reverendo, y proclamadlos marido y mujer en nombre de Dios y del rey, para que el señor Eward pueda conducir a su prometida a su tienda.
—¡Al menos permitidme tomar un baño y vestirme de un modo adecuado! —gritó Ermengilda, indignada—. ¡No puedo casarme envuelta en estos harapos!
Su objeción no fue bien recibida por Roland.
—Postergar la ceremonia significa desoír la orden de Su Majestad, así que daos prisa, Turpín. He de ocuparme de otros asuntos.
Su tono de voz no admitía réplica. El monje se humedeció los labios y pronunció la bendición nupcial. Konrad, que no entendía el latín, se dirigió a Roland, desconcertado.
—¿Por qué un monje ha de celebrar esta boda? ¿Acaso no basta con que el señor Eward y la señora Ermengilda proclamen que son marido y mujer, como es costumbre?
—Lo ha ordenado el rey: dijo que esta boda ha de celebrarse ante un eclesiástico, porque espera que así el cielo bendiga a los novios.
A juzgar por los semblantes apesadumbrados de los contrayentes, dicha bendición resultaba necesaria en extremo. Konrad sintió una profunda pena por la joven astur y despreció a Eward, que no se dignó mirar a su bonita novia y solo ponía cara de haber perdido lo que más amaba en el mundo. También se preguntó qué ocurría con Hildiger, cuya mano derecha acariciaba la empuñadura de la espada mientras contemplaba el cuello de Ermengilda como si estuviera a punto de cercenarlo.
Konrad decidió velar por Ermengilda: si el conde Eward no le prestaba la atención merecida o si Hildiger se acercaba demasiado a ella, ambos descubrirían con quién se las habían.
Al contrario de Konrad, Roland no le envidiaba la novia a Eward y la esperanza de aquel de convertirse en prefecto en España le arrancó una sonrisa: aún no la habían conquistado. Si bien Roland ignoraba el alcance de los planes del rey, saltaba a la vista que esa campaña militar no se estaba desarrollando según los deseos de Carlos. Tanto Eneko de Pamplona como Silo de Asturias le habían negado el apoyo prometido, y desde Gascuña había acudido una cifra mucho menor de guerreros que la esperada. A ello se añadía que los príncipes sarracenos, que según Solimán Ibn al Arabi solo aguardaban el momento de someterse al dominio del rey Carlos, ni siquiera habían enviado un emisario.
—Hasta el presente, todo ha salido mal —murmuró Roland.
Sus palabras no solo irritaron al hermano Turpín, que perdió el hilo y tuvo que repetir la bendición nupcial, sino también a Konrad.
—¿Qué queréis decir, señor?
Roland lo traspasó con la mirada.
—¡Olvida mis palabras! Pero dime, ¿quién es la otra dama que os acompaña?
—Se llama Maite y dicen que es la hija de un jefe vascón. La encontré junto con Ermengilda. —Konrad no supo por qué calló que Maite había mantenido prisionera a la joven astur.
Roland arqueó las cejas.
—¿Maite de Askaiz? Ya he oído hablar de ella; forma parte de los rehenes que debía presentar Eneko. Tendré que recordárselo. Tú te encargarás de que reciba un trato y un alojamiento correspondiente a su rango.
Si le hubiera ordenado que se encargara del bienestar de Ermengilda, lo habría hecho de buena gana. Pero en comparación con la dulce Rosa de Asturias, Maite solo era un cardo, y encima de esas que siempre quieren tener la razón. De haber podido, habría preferido evitarla. Sin embargo no osó oponerse a la voluntad de su comandante y se acercó a la vascona.
—¡Ven conmigo!
—¿Adónde?
—Haré que dispongan un alojamiento para ti. ¿Quién supervisa el campamento? —preguntó, dirigiéndose a un mozo.
Pero quien contestó fue Roland.
—El señor Anselm, ese que viene allí. —Indicó al hombre que se acercara y, poco después, Konrad y Maite se encontraron en una tienda bastante amplia que, a juzgar por el contenido, estaba destinada a albergar mujeres.
Maite comprendió que allí debían de haber dormido las muchachas que Eneko de Iruñea —o de Pamplona, como la llamaban los astures y los francos— debía de haber presentado como rehenes. Le apetecía tanto volver a encontrarse con esas gansas, a las que tuvo que aguantar antes de huir del palacio de Eneko, como contraer la sarna, así que decidió que conseguiría un nuevo alojamiento lo antes posible, para no tener que compartir la tienda con esas tontas y no ser tratada como una prisionera. Pero cuando se asomó al exterior de la tienda, vio guardias apostados y comprendió que los francos no la dejarían escapar con tanta facilidad como la gente de Eneko.
Se volvió hacia Konrad con expresión malhumorada.
—Necesito agua para lavarme y ropa limpia.
—Me encargaré de ello.
El joven franco se alegró de abandonar la tienda y fue en busca de Anselm von Worringen para trasladarle los deseos de Maite y preguntarle dónde podían alojarse él y sus dos acompañantes. Aunque si bien era cierto que quien debía encargarse de ello era Hildiger, prefería morderse la lengua antes que pedirle algo al lugarteniente de Eward.
Ya no era una prisionera, pero ese era el único aspecto positivo de la nueva situación de Ermengilda. Por lo demás, todo lo que la rodeaba le causaba desagrado, empezando por las mujeres francas que le habían adjudicado como sirvientas y que solo hablaban en el dialecto tosco e incomprensible del norte de Franconia, y terminando por el agua del baño que le preparaban, que estaba demasiado caliente, por no mencionar los jabones, ungüentos y esencias aromáticas, que le parecían exageradamente francas: ninguna joven astur que se respetara habría utilizado semejantes potingues.
Los refunfuños incomprensibles y sus gestos de rechazo provocaban el desconcierto de las criadas; por fin, una de ellas se llevó un dedo a la sien a espaldas de Ermengilda.
—Cuando la dama llegó al campamento solo llevaba una túnica mugrienta y ahora se comporta como si fuera la prometida de nuestro rey —masculló a oídos de una amiga.
Esta sacudió la cabeza.
—El año pasado tuve el honor de servir a la reina Hildegarda durante la campaña militar en Sajonia y después incluso en la corte de Padeborn. ¡Esa sí es una auténtica dama, digo yo! Jamás me azotaba, me elogiaba, me daba bien de comer y buen vino. Pero esa se conduce como si nada de lo que poseemos los francos fuera digno de ella.
La tercera criada alzó la mano en señal de advertencia.
—Haríais bien en no hablar mal de la extranjera. A fin de cuentas, hoy es el día de la boda y nuestro señor Roland podría haber mandado preparar una fiesta y un banquete. En cambio obliga al monje a barbullar unas palabras en latín y declararlos marido y mujer a ella y al conde Eward. Su novio no le deparará muchas alegrías, que deberá alegrarse si acude a ella como un semental que monta una yegua. Seguro que luego se largará con rapidez para reunirse con su… ¡bueno, ya lo sabéis!
—¡Sin embargo, Eward es un hombre tan apuesto…! —La criada que ya había servido a la esposa del rey Carlos soltó un suspiro apesadumbrado.
—Pues yo diría que su masculinidad deja bastante que desear —se burló la primera—. Pero eso no nos incumbe. Además, la señora Ermengilda es bella como un ángel del cielo. Si a su lado el señor Eward no cambia de parecer, es que no tiene remedio.
Ermengilda oyó los cuchicheos de sus criadas y lamentó no comprender su idioma, puesto que le habría encantado hacerles preguntas sobre su esposo. Pero cuando les dirigió unas palabras en la lengua franca de la Galia que Gospert le había enseñado, ellas se limitaron a contemplarla sin entender nada y se encogieron de hombros. Ninguna de ellas hablaba una palabra de astur, de modo que entenderse resultaba imposible. Ermengilda lamentó no haber aprendido el idioma que se hablaba en el sur de la Galia en vez de la lengua franca que se empleaba en el ámbito de Eward. Pese a que era la primera vez en semanas que volvía a estar limpia y que una de las criadas le preparó un bonito vestido, se sentía mucho más desgraciada que cuando era la prisionera de Maite. El vestido era uno de los que había dejado atrás al abandonar el castillo de su padre. Se lo había traído Ramiro y Ermengilda se sintió sumamente agradecida, porque la tela era como un trocito de su hogar. Pero entonces recordó que su padre y su madre no estarían presentes en la boda y una lágrima se deslizó por su mejilla.
—¡Inclínate hacia atrás para que podamos cepillarte el cabello!
Como Ermengilda no lo entendió, una de las criadas le sujetó la cabeza y la hizo girar. Resultaba doloroso, pero las criadas hicieron caso omiso de los gritos indignados de Ermengilda y le cepillaron el pelo a conciencia.
De pronto echó de menos a Ebla, cuyas manos eran mucho más suaves que las de esas toscas mujeres y con la cual habría podido hablar, y no tardó en darse cuenta de que, por más extraña que resultara la idea, incluso habría preferido tener a Maite a su lado. De algún modo, sentía un vínculo mayor con la vascona que con su doncella, que quizá no hubiera dejado de quejarse por las desagradables circunstancias de esa lamentable boda.
Evidentemente, Ermengilda había deseado unos esponsales que merecieran tal nombre, con fiestas, un banquete y rostros alegres, pero uno no podía negarse a cumplir la orden de un rey. Además, había observado que su esposo demostraba un desinterés ofensivo por ella, puesto que en cuanto el hermano Turpín hubo pronunciado la bendición nupcial, se marchó en el acto y desde entonces no había vuelto a aparecer. Echó un vistazo a la parte trasera de la tienda, donde la aguardaba el tálamo nupcial. De momento, una manta de pieles cosidas entre sí ocultaba las sábanas inmaculadas en las que recibiría a su esposo. Trató de imaginar qué ocurriría cuando Eward acudiera a ella y sintió un nudo en el estómago. Por supuesto que sabía lo que sucedía entre un hombre y una mujer: tendría que haber sido ciega y sorda para no enterarse de ciertas cosas en su castillo natal.
De hecho, una vez la habían descubierto espiando a una pareja de amantes. Alma le habló en tono severo y le dijo que su conducta era impropia, pero no le fue con el cuento a su madre, porque ella le habría dado unos buenos azotes. El recuerdo de algunas palizas de su madre hizo que volviera a pensar en Maite. No había vuelto a verla desde la llegada de ambas al campamento y solo podía esperar que la trataran bien.
Mientras Ermengilda se sumía en sus propios pensamientos, las criadas aún intentaban desenredar sus cabellos y lo hacían con escaso miramiento. Una joven que andaba por ahí con los cabellos llenos de trocitos de corteza, paja e incluso excrementos de cabra no encajaba en su idea de lo que era una dama de origen noble. Una de ellas sacudió la cabeza al descubrir una garrapata detrás de la oreja de Ermengilda. Tal vez en algunos aspectos el conde Eward no fuera un auténtico macho, pero según su opinión, no merecía casarse con una joven de origen visiblemente campesino.