—Buen tiro —dijo apreciativamente, y le tendió la mano—. ¡Bien! Atraparemos a esa damisela astur todos juntos. Obtendremos un rescate por ella.
—¡Sería mejor vendérsela a los sarracenos! —añadió Maite en un tono que rezumaba odio.
Haberse visto obligada a abandonar su hogar con tanta rapidez entristecía profundamente a Ermengilda. Solo hubo una breve y triste despedida, ensombrecida además por un acontecimiento desagradable. Ebla, su doncella personal, se había ocultado en el rincón más remoto del castillo por temor al viaje al extranjero. Pero Alma descubrió su escondrijo con rapidez y, mediante una violenta bofetada, le recordó cuál era su deber. Ebla, montada en un mulo, era la viva imagen de la pena y no dejaba de lamentarse para sus adentros.
El dolor que sentía al verse obligada a separarse de sus padres era como una cuchillada en las entrañas y el enfado con su doncella hizo que la despedida fuera doblemente difícil, porque le recordaba la ofensa sufrida. Dado su rango, tenía derecho a exigir que la acompañara una dama de compañía de sangre aristocrática, pero el rey Silo no lo tuvo en cuenta y sus padres tampoco se encargaron de proporcionarle un séquito adecuado a su rango.
—Ya hemos avanzado un buen trecho, mi señora. —Gospert había conducido su caballo junto a la yegua de ella y procuraba entablar una conversación.
Si Ermengilda no hubiera estado tan abatida, habría soltado una carcajada. No había transcurrido ni una jornada desde que dejaran atrás la comarca gobernada por su padre y en ese momento cabalgaban a través de aquella tierra llamada Nafarroa por sus habitantes y Navarra por los astures. Las tribus del lugar pagaban tributos a los sarracenos o se habían agrupado en torno a Eneko, el jefe de Pamplona. Como en esa época los astures y las tribus de las montañas no estaban en guerra, y dado que en los últimos tiempos las relaciones con los sarracenos eran menos tensas, era de prever que su grupo atravesaría los Pirineos sin mayores problemas. Pero eso solo suponía un pequeño trecho del camino que aún debían recorrer y, para colmo de males, Ermengilda había descubierto con espanto que no se encontraría con su prometido hasta que llegaran a la lejana ciudad de Metz.
—¡Ya hemos avanzado un buen trecho! —repitió Gospert, porque no se le ocurrió otra cosa para animar a su protegida.
Esta le lanzó una mirada arrogante.
—Los animales aún no se han cansado y las montañas todavía se encuentran lejos.
—Sois una amazona excelente, mi señora. Ninguna franca puede compararse con vos.
Ermengilda sacudió la cabeza, atónita.
—¿Qué decís? ¿Acaso vuestras mujeres no montan?
—¡Sí! Pero no conozco ninguna capaz de dominar una yegua tan temperamental como la vuestra. Supongo que es de crianza sarracena, ¿verdad?
Durante un instante Ermengilda se percató de la envidia que traslucían las palabras del franco. Su cabalgadura también era buena, pero el pesado semental no admitía comparación con su yegua ni con los corceles de los veinte guerreros que su padre le había proporcionado para protegerla. Las monturas de los acompañantes de Gospert eran todavía de peor calidad y delataban que en Franconia la cría de caballos dejaba mucho que desear.
—Nació en la caballeriza de mi padre. Necesitamos animales veloces; una astur siempre ha de ser capaz de montar a caballo para escapar de las cuadrillas sarracenas errantes —contestó Ermengilda.
Ese argumento no surtió el efecto deseado. Gospert le lanzó una sonrisa de suficiencia y gesticuló con la mano.
—Eso se debe a que Asturias es un reino pequeño que tiembla bajo los golpes de los infieles. En el reino de los francos ninguna mujer ha de temer encontrarse ante un enemigo.
Quizá fuera cierto, pero el tono jactancioso de Gospert irritó a Ermengilda, quien interrumpió la conversación azuzando a su yegua y lanzándose al galope. La escolta astur de Ermengilda estaba acostumbrada a cambiar de ritmo con rapidez y no tuvo dificultades en mantenerse a la par, pero aunque Gospert clavó las espuelas en los ijares de su pobre semental, se quedó tan rezagado como sus acompañantes.
Ramiro, a quien Rodrigo había nombrado jefe de la escolta, se acercó a Ermengilda con aire de preocupación.
—No insistáis, señora. De lo contrario el señor Gospert podría creer que os burláis de él.
Aunque a ella le importaba bien poco lo que pensara el franco, no quería fatigar a sus propias cabalgaduras y refrenó la yegua; sin embargo, los cinco francos tardaron un buen rato en darle alcance. El rostro de Gospert estaba rojo de ira y ya se disponía a soltar un discurso indignado.
Ermengilda lo saludó con gesto alegre.
—Un pequeño galope siempre resulta estimulante, ¿verdad, señor?
Gospert se esforzó por asentir.
—Tal vez tengáis razón. De lo contrario, los caballos piensan que siempre pueden ir al paso.
—¿Vuestros caballos piensan? —dijo Ermengilda, arqueando las cejas.
—Bien… es un decir. —El franco consideró más prudente interrumpir la conversación con aquella criatura descarada, porque de lo contrario tal vez dijera algo que más adelante podía lamentar.
Pero Ermengilda también debía cargar con Ebla, cuyo mulo uno de los astures arrastraba de las riendas, y que se vio obligada a participar en la galopada. A causa del enfado por el miedo sufrido, la doncella olvidó el respeto debido a su ama.
—¿En qué estabais pensando, señora? Debido a vuestro arranque me he visto sacudida de un lado a otro como un saco y seguro que me he roto un par de huesos de las posaderas.
Ermengilda inclinó la cabeza. En su empeño por pararle los pies al franco, no había pensado en su doncella.
—Lo siento, Ebla. No pretendía que te hicieras daño. En cuanto lleguemos a nuestra próxima parada te daré un ungüento para que te lo apliques en las rozaduras.
Pero Ebla seguía enfadada. A diferencia de Ermengilda, que como hija de un conde había aprendido desde niña que un día debería abandonar la casa de su padre y trasladarse a otras tierras para convertirse en la esposa de un noble, la doncella sentía un enorme apego por su aldea natal. Por eso se quejaba de su destino y también de su ama, que se la llevaba al extranjero.
No obstante, la tristeza de Ermengilda no era menor. Al pensar en el viaje a lo desconocido, a la escasamente acogedora Franconia, incluso llegó a desear que su padre la casara con un valí sarraceno de los alrededores. Cierto que en tal caso solo habría sido una de las numerosas esposas de ese hombre, pero al menos habría conservado su fe cristiana y habría podido seguir respirando el aroma de su tierra natal. A tenor de cuanto había oído, el reino de los francos era un lugar frío y amenazador en el que ella no tenía cabida.
Alrededor de mediodía Ermengilda y su escolta alcanzaron un estrecho desfiladero de paredes abruptas. Aunque Gospert afirmó que no era muy largo, la joven sintió temor al conducir su yegua entre las paredes de rocas y adentrarse en el frío y sombrío desfiladero; recordó historias de fantasmas y demonios que lanzaban rocas a los viajeros y se estremeció. El estrecho paso también inquietó a sus acompañantes, que adoptaron una formación defensiva. Seis astures se pusieron en cabeza, seguidos de Gospert y sus francos; en el centro cabalgaban Ermengilda y su doncella; los demás componían la retaguardia.
Mientras que los francos lanzaban miradas desconfiadas en derredor, los astures bromeaban y estaban de buen humor. Ninguno de ellos temía que los vascones de la región se atreviesen a atacar un grupo tan numeroso como el suyo. Por fin también Gospert replicó con voz tranquila a un comentario bastante mordaz de uno de sus acompañantes; no obstante, espoleó a su caballo y lo obligó a avanzar lo más rápidamente posible por encima de la rocalla y las resbaladizas rocas. Ni siquiera Elba, acurrucada en el mulo con el rostro crispado de dolor, osó protestar por el paso acelerado.
De pronto Ermengilda oyó algo que parecía un grito apagado y al alzar la vista vio caer unos guijarros. Luego descubrió que una muchacha de cabello oscuro apostada en un saliente a diez pasos por encima de su cabeza la miraba fijamente. Al principio se asustó, pero después se rio de sí misma: seguro que solo se trataba de una cabrera que se había acercado por mera curiosidad. Mientras Ermengilda se preguntaba si su dignidad le permitía saludar a una pastora, la muchacha revoleó una honda.
La piedra surcó el aire, sonó un chasquido metálico y el jinete que iba en cabeza cayó de la silla. Como si ello supusiera una señal, docenas de guerreros aparecieron entre las rocas. Antes de que alguno de los astures o de los francos acertara a coger las armas, los atacantes se abalanzaron sobre los escoltas y los derribaron de sus monturas. Dos de ellos le arrancaron las riendas de la yegua de las manos y un tercero sujetó el mulo de Ebla. Mientras Ermengilda aún intentaba comprender lo que estaba ocurriendo, la joven vascona, ágil como una cabra, descendió por la empinada pared de rocas y se plantó ante ella.
—¡Así que volvemos a vernos, hija de Rodrigo! —exclamó; luego se volvió bruscamente hacia sus camaradas—. ¡Me pertenece a mí!, ¿de acuerdo? ¡Hace muchos años que ansiaba hacerme con este botín!
Haciendo caso omiso de los semblantes desconcertados de los demás, cogió a Ermengilda, la arrancó de la silla y la miró a la cara. Tras contemplar a la joven astur durante unos instantes, la apartó de un empellón, la sujetó con la izquierda y la abofeteó varias veces con la derecha.
—¿Qué significa eso, Maite? —gritó Eneko, quien la obligó a retroceder.
Al oír ese nombre, Ermengilda, aún paralizada de terror, se puso alerta. ¿Acaso no era el nombre de la pequeña vascona que había huido de la cabreriza y a la que habían dado por muerta? Sin duda, la muchacha que la atacaba se parecía a aquella pequeña.
—¿Maite? —exclamó, desconcertada—. ¿Maite de Askaiz? ¡Pero eso es imposible!
—¿Imposible? Ni mucho menos. —La cólera inicial de Maite se había disipado, pero al ver su expresión, sus camaradas supieron que no debían interponerse en su camino. Caminó en torno a Ermengilda y tironeó de su precioso vestido.
—De aquí en adelante llevarás una túnica mugrienta como la que tú me obligaste a llevar y serás mi esclava. ¡Te enseñaré lo que significa ser raptada por el asesino de tu propio padre y azotada hasta quedar medio muerta!
Ermengilda se percató del odio de Maite, pero los rostros de los otros atacantes, en su mayoría aún jóvenes, le revelaron su desacuerdo con el trato que le estaba dispensando.
Los jóvenes vascones, que se habían tomado el ataque como una gran diversión, comprendieron entonces que Maite lo había provocado para poder llevar a cabo su venganza personal. Los que la conocían bien estaban convencidos de que era muy capaz de vender a Ermengilda a los sarracenos. Esos pagaban muy bien por las muchachas cristianas, sobre todo si eran rubias y vírgenes, pero ninguno de ellos osó exigirle que le entregara a la astur.
Tras unos instantes, los jóvenes vascones se dedicaron a reunir el botín cobrado: se quedarían con los caballos y las armas, pedirían un rescate por los prisioneros o se los venderían a los sarracenos. En cuanto a Ermengilda, quien debía encargarse de obligar a Maite a recuperar la sensatez era su tío Okin.
Mientras los guerreros registraban el equipaje de los viajeros y se repartían el botín, Maite volvía a sentirse como una niña de ocho años y creyó sentir los azotes implacables de la mayordoma del castillo de Rodrigo. Ahora Ermengilda pagaría por todos esos dolores y la desgracia acaecida tras la traición y el asesinato de su padre.
Se desencadena la tormenta
Konrad, hijo de Arnulfo de Birkenhof, jamás había imaginado que el mundo fuera tan grande. Día tras día recorría caminos aparentemente interminables junto a la leva del conde Hasso, soportando la lluvia o el calor de los días soleados. El ejército ya había cruzado el Rin y muchos ríos más cuyos nombres le sonaban cada vez más extraños, al tiempo que otras levas se unían a la suya.
Hasso conocía a casi todos los cabecillas y también a numerosos guerreros, y le presentó sus amigos a Konrad. Muchos de ellos se mostraron dispuestos a permitir que el joven protegido del conde participara de sus experiencias. Pero Konrad también se encontró con algunos jóvenes quienes, al igual que él, se disponían a entrar en batalla por primera vez y esperaban toparse con el enemigo prácticamente a todas horas.
Los guerreros experimentados se divertían con los novatos y les gastaban bromas. Más de una vez empuñaban las armas y fingían prepararse para entrar en combate y después, cuando los muchachos corrían de un lado a otro excitados y agitando sus espadas y sus lanzas, reían a carcajadas.
Cuando Konrad quiso enfadarse porque habían vuelto a tomarles el pelo, Rado le apoyó una mano en el hombro.
—¡Considéralo como un ejercicio! Cuanto antes empuñes la espada, tanto mayor será tu oportunidad de parar el golpe de un enemigo. Puede salvarte la vida. Los sajones, por ejemplo, suelen atacar a traición, desde los matorrales o los bosques oscuros.
—Lo comprendo, pero ¿acaso ello supone un motivo de burla para esos hombres? —preguntó Konrad, indignado.
—La próxima vez que participes en una campaña militar, serás tú quien se ría de los nuevos. El mundo es así. Si te enfadas, los viejos guerreros te gastarán aún más bromas.
Las palabras de Rado le parecieron sensatas, así que Konrad aceptó su consejo y refrenó su genio. La siguiente vez que uno de los veteranos dio la alarma, él fingió creerle y sonrió cuando un joven bávaro protestó a voz en cuello al comprobar que todo resultaba ser una broma más.
Los guerreros experimentados eran tipos poco dados a dar importancia a las apariencias. Precisamente por eso, cierto día unos jinetes llamaron la atención de Konrad, porque parecían engalanados para asistir a una fiesta. En cabeza de la comitiva iban dos hombres montados en sendos sementales blancos, ataviados con túnicas idénticas de color celeste, con bordados del mismo color y pantalones casi blancos y también bordados. Habían fijado unos mantos de fieltro a sus sillas de montar y en las empuñaduras y las hojas de sus espadas brillaban piedras preciosas. Los acompañaban cuatro escoltas también vestidos con ropas llamativas.
Konrad los contempló con expresión atónita y se preguntó si esos seis hombres se disponían a ir a la guerra con ese aspecto. El cabecilla más alto y de aspecto más fornido notó su mirada y le pegó un codazo a su acompañante.