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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (15 page)

BOOK: La Rosa de Asturias
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Los hombres sentados junto a Konrad habían observado sus intentos de seducción con una sonrisa y entonces se golpearon los muslos y rieron. Mientras Konrad intentaba zafarse de la situación, algo desvió la atención de los demás. Algunos guerreros abrieron paso respetuosamente a un joven que buscaba a alguien. Sus ropas parecían nuevas: llevaba pantalones estrechos de color claro adornados con borlas de colores y una túnica blanca bordada. De una estrecha correa de cuero colgaba una espada de hoja ricamente ornada.

El emisario se dirigió al conde y Hasso, con expresión perpleja, señaló a Konrad. El desconocido le dio las gracias, se aproximó y se detuvo ante él.

—¿Eres Konrad, hijo de Arnulf de Birkenhof? —preguntó, y pareció desconcertado al encontrarse ante un muchacho tan joven.

—Sí —dijo Konrad con voz tímida.

—¡Su majestad el rey desea verte!

—¿El rey? ¿A mí? —Konrad se preguntó confuso si habría cometido algún delito o hablado mal del soberano, pero le pareció que no. ¿Por qué motivo el rey querría hablar nada menos que con él? Hasta ese momento no había destacado en nada especial, y tampoco pertenecía a un clan importante.

Siguió al joven noble con sentimientos encontrados hasta una finca apartada que quizá pertenecía a un acaudalado campesino libre. Los guerreros acampados ante las casas estaban mejor armados que el conde Hasso quien, presa de la inquietud, seguía a Konrad y al desconocido preguntándose qué estaba ocurriendo.

Los hombres contemplaron a Konrad con disimulo tan escaso que el joven se apresuró a seguir a su guía al interior de la casa. El mensajero atravesó la parte delantera, abrió una puerta y le indicó que entrara. Konrad vio un amplio recinto en el que más de dos docenas de hombres y varias mujeres estaban sentados ante una mesa. El lugar de honor estaba ocupado por un hombre que llevaba una túnica bordada de color rojo claro y entre cuyos cabellos rubios brillaba una fina corona.

Solo tras un segundo vistazo, Konrad reconoció al cazador del bosque y se quedó de piedra. «Así que ese es el rey Carlos», pensó. ¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta en el bosque? En vez de dispensarle el trato debido, había permanecido ante el monarca con los pantalones alrededor de los tobillos y encima lo había trato de tú, como a un igual. Embargado por la vergüenza, se quedó junto a la puerta y agachó la cabeza.

Carlos lo saludó con una sonrisa alegre.

—Bienvenido, Konrad de Birkenhof. Te prometí la mejor parte del jabalí y voy a cumplir con mi palabra. ¡Acércate y toma asiento! —El rey palmeó la silla vacía situada a su derecha y Konrad se encaminó hacia allí como en trance.

—¿Puedo saber mediante qué acto heroico este niño se ha ganado semejante honor? —preguntó uno de los presentes una vez que Konrad se hubo sentado.

Quien habló era el único que llevaba una cota de malla formada por diminutas argollas de hierro y una espada excepcionalmente larga y ancha que solo podía blandir un hombre de su estatura. Carlos era más alto que él, pero los hombros del otro eran más anchos que los del rey. El rostro anguloso bajo los cabellos cortados de manera descuidada parecía duro y sus ojos del color del hielo contemplaban a los presentes con una mezcla de arrogancia y tedio.

A un lado del hombre estaban sentados el conde Eward y su compañero de armas Hildiger, y un poco más allá, Philibert de Roisel, el que había ofendido a Konrad ese mismo día. El conde y su amigo lo ignoraron por completo, mientras que Philibert le lanzó una sonrisa incierta, como si no supiera qué actitud adoptar.

—Esta tarde, nuestro joven amigo mató al jabalí que yo estaba persiguiendo de un único mandoble —dijo el rey.

El hombre de la cota de malla soltó un bufido desdeñoso.

—¡He matado a más de un jabalí de un único mandoble!

—Pero no con los pantalones caídos —contestó el rey en tono divertido.

Tras un instante de tenso silencio, todos los presentes prorrumpieron en sonoras carcajadas. Konrad deseó que se lo tragara la tierra, pero un hombre mayor que llevaba hábito de monje le dirigió una inclinación de cabeza.

—¡Eso no podría ocurrirme a mí, puesto que no llevo pantalones bajo el hábito!

—¿Y tampoco un taparrabos, Turpín? —preguntó el rey en tono burlón.

—Habría renunciado a ello de haber sido necesario, pero un guerrero no puede prescindir de su pantalón, ni siquiera cuando lo ataca un jabalí.

—Conozco a muchos que habrían huido en el acto, incluso sin pantalones. Sin embargo, nuestro joven amigo no consideró esa posibilidad en ningún momento, sino que derribó al animal de un preciso mandoble. Tú, mi apreciado Roland… —el rey le lanzó una mirada en la que se combinaban la burla y el respeto por el hombre de la cota de malla—… quizá le habrías cortado la cabeza al jabalí. No obstante, no deberías menospreciar a Konrad. He visto hombres más fornidos incapaces de blandir la espada con la misma fuerza que él.

Ante tales elogios, Konrad se ruborizó. Faltaba mucho para que se convirtiera en un guerrero tan grande como el rey lo presentaba y, aturdido, advirtió que era el primero a quien un criado serviría un gran trozo de jabalí asado. Turpín, sentado a su lado, murmuró que aguardara hasta que el rey empezara a comer.

Konrad asintió con la cabeza; en su casa reinaba la misma costumbre: su madre siempre evitaba que él o Lothar empezaran a comer antes que su padre.

—No te tomes a mal mi broma con el hábito —prosiguió el monje, procurando que el joven huésped superara su timidez.

Por fin Konrad logró recuperar el habla.

—Pues no fue nada muy especial. Si no hubiese herido de muerte al jabalí, este me habría atacado y causado graves heridas, como mínimo.

Konrad constató que volvía a hablar con la voz aguda de un niño y se sintió molesto consigo mismo, aunque nadie más pareció prestar atención al asunto. El rey le palmeó el hombro, cortó un trozo de carne y se lo llevó a la boca. Aún con la boca llena, señaló a la dama sentada a su lado que llevaba un precioso vestido de color verde y una fina corona en la cabeza, cubierta por una estola que le llegaba a los hombros.

—¡Esta es mi esposa Hildegarda!

Konrad se puso de pie e inclinó la cabeza. La sonrisa divertida de la dama hizo que se sintiera todavía más inseguro, sobre todo porque Hildiger hizo un comentario evidentemente malintencionado en una lengua que Konrad no comprendía.

El rey no prestó atención al compañero de armas de su pariente y se dedicó a presentarle todos sus huéspedes, empezando por Roland, del que dijo que era el brazo armado de su reino.

—No solo es el prefecto de Cenomania, sino también mi pariente, al igual que el conde Eward sentado más allá.

Entre tanto, Roland se había tragado el enfado por no ocupar un asiento junto al rey y alzó la copa para brindar con Carlos. Eward se limitó a hacer una breve inclinación con la cabeza y apretó los labios.

—Ese de allí es Philibert de Roisel, un muchacho tan valiente como tú —continuó el rey, pasando por alto a Hildiger sentado junto a Eward. El monje Turpín, quien a juzgar por sus palabras era el confesor de Roland, se dirigió al joven con la misma simpatía con que lo saludaron el prefecto Anselm von Worringen y Eginhard von Metz, el mayordomo del rey.

—Y ese —dijo Carlos, indicando a un hombre de llamativo atuendo—, es un huésped muy especial. Lo llaman Solimán
el Árabe
, y es uno de los nobles del país de los sarracenos. Ha acudido como embajador de los condes y señores de la marca de su tierra que se han hartado de la tiranía del emir Abderramán.

Konrad se fijó en un hombre envuelto en una larga camisa blanca y una amplia túnica de color azul. Lo que más le llamó la atención fue el paño que le cubría la cabeza, sujeto mediante un cordel entretejido con hilos de oro.

El sarraceno se levantó al tiempo que se llevaba la mano derecha a la frente.

—El sublime rey me ha presentado como Solimán
el Árabe
, pero mi auténtico nombre es Solimán Inb Jakthan al Arabí el Kelbi. Soy el valí (o como dicen aquí, el gobernador) de la grande y rica ciudad de Barcelona. —Hablaba la lengua franca con un deje curioso, pero sus palabras resultaban perfectamente comprensibles.

Konrad, que no sabía qué actitud adoptar ante ese hombre, hizo una reverencia mientras Carlos sonreía ante el orgullo que el árabe había demostrado por su nombre, y siguió presentando a otros huéspedes hasta que por fin solo quedó un delgado clérigo.

—Aquí tienes al señor Alkuin, Konrad, uno de los hombres más inteligentes de nuestra época. Le he rogado varias veces que acuda a mi corte, pero él todavía vacila. En este momento se encuentra en ruta hacia Roma, pero se ha desviado para visitarme y ahora intentaré convencerlo de que se ponga a mi servicio.

—Consultaré con Su Santidad el papa Adriano acerca de las tareas que he de emprender en el futuro —contestó Alkuin, eludiendo la respuesta.

Carlos soltó una carcajada confiada y volvió a dirigirse a Konrad, que por fin superó su timidez y confesó que esperaba luchar con valor al servicio del rey.

—¡Estoy seguro de ello! Esta tarde ya has demostrado mucho valor y sangre fría. Por ese motivo te traslado a la tropa de mi pariente Eward. De ahora en adelante será tu jefe. Transfiere la leva de tu aldea a tu conde de la marca y luego ven aquí con tu caballo y tus posesiones personales.

El ofrecimiento desconcertó a Konrad hasta tal punto que fue incapaz de pronunciar palabra. También Eward se había quedado mudo, en tanto que su amigo Hildiger hizo una mueca: parecía querer retorcerle el cuello al rey, pero aún más a Konrad.

—¿Sabes leer y escribir? —le preguntó el monarca, confundiendo todavía a más Konrad.

—Bien, yo… Un sacerdote que se alojó en casa durante varios inviernos me enseñó a leer y dibujar las letras. Pero no sé leer muy bien.

—Yo tampoco, aunque me he esforzado. —Carlos rio como ante una buena broma y volvió a brindar por Konrad.

—He puesto a Eward y su tropa bajo el mando del prefecto Roland, quien conducirá mi vanguardia hasta España. ¡Así que tú, Konrad de Birkenhof, serás uno de los primeros en ver esa tierra con tus propios ojos!

El rey parecía suponer que, al trasladarlo a la tropa de Eward, había hecho un favor a su joven huésped, pero Konrad no había olvidado que su nuevo jefe y su acompañante lo habían ofendido. Sin embargo, no osó contradecir a Carlos.

Entre tanto, Eward había recuperado el habla.

—¿Qué pretendéis que haga con este estúpido campesino, majestad? Si lo acojo en mi tropa, mis guerreros se reirán de él… ¡y también de mí!

Durante un momento el soberano pareció enfadarse, pero luego se puso serio.

—Si tus hombres se ríen de ti significa que te falta autoridad, y en ese caso, es bueno que alguien capaz de enseñarles respeto con los puños se una a ellos.

Y, aunque parecía a punto de añadir algo más, el soberano decidió callar para dedicar su atención a lo que tenía en el plato, limitándose a dirigir a Eward otra mirada de advertencia para que no lo contradijera.

El joven noble resopló con aire furibundo y buscó la ayuda de Hildiger y Philibert, que parecían totalmente concentrados en masticar el trozo de carne que tenían en la boca. Frente a una orden directa del rey no podían hacer nada, pero la mirada que Hildiger le lanzó a Konrad no dejaba dudas de lo que podía esperar de los hombres de Eward.

Ajeno a todo ello, el rey se sirvió otro trozo de carne, se lo llevó a la boca y señaló a Roland con el cuchillo.

—Avanzarás junto con tu mesnada lo más rápidamente posible con el objetivo de asegurar los pasos a través de los Pirineos. Y al mismo tiempo, Eward negociará con las tribus de las montañas.

—Eso no me parece una buena idea, majestad —objetó Roland—. Teniendo en cuenta que esas tribus de las montañas raptaron a la prometida astur de Eward, me temo que él no se sienta agradecido por ello.

Ciertos de los presentes soltaron risitas o se cubrieron la boca para no reír abiertamente y Konrad se preguntó qué significaría aquello.

El rostro de Carlos se ensombreció aún más, hasta adoptar una expresión casi de furia y, al dirigirse a Eward su voz se alzó como una advertencia.

—Te encargarás de que la princesa Ermengilda quede en libertad lo antes posible, entonces te casarás con ella de inmediato y la convertirás en tu esposa. Además, tomarás rehenes vascones. Sé de buena fuente que Eneko Aritza, su cabecilla más destacado, quiere someterse a mí. Como precio exige ser reconocido como prefecto de Pamplona y de las comarcas circundantes. Sin embargo, tú no le harás ninguna concesión: te limitarás a recoger a tu prometida y a los rehenes. ¡Yo mismo celebraré las negociaciones con Eneko!

Hildiger se puso de pie con tanta brusquedad que derramó su copa de vino.

—¡No podéis convertir a ese Eneko en prefecto de Pamplona, majestad! Le prometisteis a mi señor, el conde Eward, que le entregaríais los territorios españoles conquistados.

—España es más grande que el par de valles entre las montañas que le entregaré a Eneko, así que habrá tierras de sobra para cumplir con mi palabra. Sin embargo, pareces haber olvidado que dicha concesión incluye una condición: Eward ha de demostrarme que es lo bastante hombre para esa tarea. Puede empezar por liberar a su prometida y llevarse a los rehenes exigidos con él.

Carlos habló en tono tan duro que todos los presentes agacharon la cabeza. Incluso Hildegarda pareció incómoda y Konrad se preguntó cuál sería el motivo por el cual Eward se había granjeado el desagrado del rey.

3

En las montañas vasconas también comenzaban a notarse los efectos de la expedición franca que avanzaba hacia el sur en dos columnas, y Maite fue una de las primeras en verse afectada. Aferró la empuñadura de su puñal sin saber a quién clavárselo primero: a su tío o al arrogante emisario enviado a Askaiz por Eneko de Iruñea. Si el hombre al menos hubiese vestido como un vascón quizá podría haberlo tomado en serio, pero con sus pantalones de lino sujetos a las pantorrillas con cintas, la sobrevesta azul festoneada que le llegaba hasta las rodillas y la capa corta y ridícula, Zígor parecía un astur. Pero aún más que su aspecto, lo que le desagradó fueron sus exigencias.

—¿Cómo se te ocurre pedirme que te entregue mi esclava? Es mi botín, fruto de una lucha honrada, ¡y nadie, ni mi tío, ni Eneko, tiene derecho a reclamarla!

Okin había contado con la resistencia de Maite, pero el hombre de Iruñea enrojeció de ira.

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