—¡No bromeéis con esta muchacha. Es Maite, la hija de Íker, y a los ocho años ya tenía más agallas que todos vosotros juntos.
—¡Hola, Unai! Me alegro de verte —dijo Maite, saludando al joven con una sonrisa alegre y lanzando una mirada burlona a los muchachos que ahora la observaban con respeto—. Menudos héroes estáis hechos: mostráis valor frente a una joven indefensa pero, ¿qué ocurrirá cuando tengáis que mostrar los dientes a los astures?
Unai sonrió.
—Supongo que eso de joven indefensa es una broma, ¿verdad? Te veo muy capaz de acabar con cualquiera de ellos.
—Más bien con todos, según parece. —Maite le devolvió la sonrisa y empujó a Ermengilda hacia delante.
Cuando Unai reconoció a la prisionera, alzó las cejas.
—¡La hija de Rodrigo! ¡Válgame Dios, recorrer la marca con ella supone una auténtica osadía!
—¿Qué peligro podría amenazarme aquí? No temo a los astures y vosotros sois mis amigos —replicó ella en tono sosegado, pero sin bajar la guardia: allí también podía haber hombres que consideraran más conveniente devolver a Ermengilda a su padre.
—¿Por qué la has traído aquí? —preguntó Unai en tono desconfiado.
—Para que no me la quiten. Eneko, el jefe de Iruñea, exige que se la entregue para dársela a los francos. Espera obtener el favor del rey Carlos y desea convertirse en su vasallo con el fin de darnos el mismo trato a nosotros, los vascones libres… tal como los astures intentan hacer con vosotros.
—¡Puede que lo intenten, pero nunca lo lograrán! —Unai apretó los puños. No apreciaba a ese conde que no pertenecía a la tribu y cuyos hombres los obligaban a pagar tributos, ni a los sacerdotes astures que acudían a la aldea y predicaban en una lengua extranjera.
Maite irguió la cabeza.
—Vosotros no apreciáis al conde Rodrigo y yo me niego a que mi tribu sea gobernada por el jefe de Iruñea. Mi tío Okin quiere obligarme a entregar a Ermengilda a Eneko; por eso me marché de Askaiz, para llevar a mi prisionera a un lugar seguro. ¿Lo es vuestra aldea?
Unai soltó una alegre carcajada.
—Es el lugar más seguro del mundo, pero no puedes dejar a la muchacha aquí. Puede que algunos de los ancianos de la tribu opinen que hemos de entregarla a Eneko, porque seguro que pagará un precio por ella, ¿no?
Maite comprendió que Unai tampoco tendría el menor inconveniente en entregar a Ermengilda a los francos y que ya estaba pensando en el dinero del rescate que podía recibir a cambio de la prisionera. Un día antes aún habría dado media vuelta y buscado ayuda en otra parte, pero durante su huida, ella también se había preguntado cuánto dinero podía pedir por la prisionera. Debía de ser una suma lo bastante elevada como para permitirle independizarse de Okin. Pero al mismo tiempo debía satisfacer las exigencias de Unai y de otros que la ayudaran.
—Según tu opinión, ¿adónde habría de llevarla? —le preguntó al joven.
—Mi padre me ha pedido que me dirija a los altos prados de nuestra tribu y compruebe que todo está en orden. Allí arriba tu prisionera no podrá escapar y, al fin y al cabo, seré yo quien la vigile.
—Permitirás que te acompañe, ¿verdad?
—¡Me encantaría! —dijo Unai con interés renovado. Comparada con la astur, extraordinariamente agraciada aún vestida con su sencilla túnica, Maite parecía bastante insignificante, pero a su manera no dejaba de ser atractiva. A ello se sumaba que quien se casara con ella tendría derecho a convertirse en el cabecilla de su tribu… y ¿por qué no habría de ser él el elegido?
Maite no sospechó nada, se limitó a alegrarse de que la ayudara. Como su presencia no suponía un peligro, también se acercaron las mujeres y los niños, de modo que el jefe de la aldea tuvo que abrirse paso entre la multitud. El hombre comprendió lo que ocurría con rapidez y apretó los labios. Tenía claro que no podía disponer sobre Maite y su prisionera: si alzaba la mano contra la hija de Íker, despertaría la ira de los jóvenes guerreros, así que se dirigió a su huéspeda no invitada en tono amable.
—¡Sé bienvenida, muchacha! Conocí muy bien a tu padre y a tu madre. Te pareces mucho a ella, pero tienes los ojos de Íker: solo él tenía una mirada tan orgullosa como la tuya.
El jefe abrazó a Maite y la invitó a pernoctar en la aldea. La cortesía la obligó a aceptar el ofrecimiento, pero como desconfiaba, insistió en dormir en la misma habitación que Ermengilda. Sin embargo, se alegró de haber dejado atrás la esfera de influencia de Okin y de Eneko, aunque solo fuera temporalmente.
Los prados altos de la tribu no eran un lugar de fácil acceso; no obstante, el rebaño que pacía allí era vigilado por media docena de pastores altos y musculosos que no temían ni a los osos. Maite no tardó en constatar que no se tomaban en serio a Unai. Eran hombres orgullosos que no dudaban en hacer caso omiso de las órdenes de su jefe si estas les desagradaban. Al principio se negaron a acoger a Maite y a Ermengilda, pero cuando Unai les prometió una parte del dinero del rescate, cambiaron de parecer.
Que su prisionera despertara tanta codicia contrarió a Maite. Si no se andaba con cuidado, pronto dejaría de ser dueña de su voluntad y tendría que acatar las decisiones de otros. Ya entonces solo podía asegurarse la lealtad de Unai prometiéndole parte de la recompensa, pero ello la obligaba a negociar con los francos y conseguir un alto precio por dejar en libertad a Ermengilda. Por ese motivo, abandonó el prado al día siguiente y le prometió a Unai —quien vigilaría a la prisionera durante su ausencia— que regresaría lo antes posible.
Podría haberse encaminado directamente a Iruñea para reunirse con Eneko, pero la curiosidad la impulsó a regresar a su aldea. Quería mirar a Okin a la cara y pedir a algunos amigos que la acompañaran. De pronto se detuvo: había oído el rumor de hombres marchando y, veloz como una gacela, se ocultó tras un arbusto. Cuando se asomó con mucha cautela, vio que Asier, Danel y otros amigos de Askaiz subían la cuesta. Se apresuró a abandonar el escondrijo y saludó alegremente a los jóvenes.
Asier recorrió el último trecho del camino y se detuvo ante ella. Parecía exhausto, y Maite se sorprendió al ver su mirada de pocos amigos.
—¡Nos has obligado a perseguirte a través de las montañas!
—¿Yo? ¿Por qué? —exclamó Maite.
—¡Por tu prisionera! ¿Dónde está? Queremos llevarla con Okin.
—¿Que dónde está, dices?
—Hemos llegado a la conclusión de que para la tribu será mejor que la entreguemos al conde Eneko. Hasta Amets de Guizora se mostró de acuerdo —dijo Asier en tono arrogante.
Aunque entre tanto Maite también había decidido entregarle su prisionera a Eneko, quería ser ella quien negociara el precio del rescate. El hecho de que el consejo hubiera decidido qué hacer con Ermengilda sin consultarla la invadió de ira.
—¡No entregaré a Ermengilda a Okin!, ¿comprendido?
—¡Ya lo creo que lo harás! Si queremos sobrevivir, necesitamos la alianza con Eneko. ¿Qué crees que harán esos condenados francos con los que han raptado a la prometida de uno de sus jefes más importantes?
—Eneko solo pretende convertirse en señor de todos los vascones, con la ayuda de los francos —replicó Maite, y puso los brazos en jarras.
Asier se golpeó la palma con el puño.
—Las tribus han de hablar con una única voz. De lo contrario, los francos nos someterán y nos impondrán a uno de sus condes.
—¡Eso no ocurrirá! —Maite se dispuso a seguir andando, pero él la cogió del brazo.
—¡Si te niegas a obedecer, tendré que obligarte!
Desconcertada, Maite contempló a Asier con expresión atónita. El que hasta entonces había sido uno de sus más fieles seguidores se disponía a maniatarla. La muchacha se zafó y apoyó la derecha en la empuñadura de la espada.
—¡Inténtalo! Pero luego no te quejes de las consecuencias.
Asier retrocedió y ella pasó a su lado con la cabeza bien erguida, pero sin dejar de observarlo con el rabillo del ojo.
—¡No te acerques! —le advirtió cuando Asier hizo ademán de detenerla, y se dispuso a desenvainar.
—¿Era necesario que la amenazaras con maniatarla? —lo increpó Danel.
—Pero Okin dijo… —se defendió su hermano.
Danel dejó de prestarle atención y siguió a Maite a cierta distancia, para que no se sintiera amenazada. Los demás lo imitaron y por fin también Asier. Algunos bromeaban, convencidos de que todo se arreglaría, pero otros adoptaron una expresión furibunda, pues creían que los harían responsables de todos los problemas.
Al parecer, debido al temor que les inspiraban los francos, los habitantes de Askaiz se habían echado en brazos de Okin. Apenada, Maite se dio cuenta de que, para la tribu, su huida había supuesto un flaco servicio. Si incluso Asier estaba dispuesto a llevarla maniatada a la aldea, debía de haber sucedido algo que ella no había previsto.
«Ermengilda tiene la culpa de todo», pensó, al tiempo que se maldecía a sí misma por no haber dado crédito a los rumores sobre una invasión franca. Había creído que las cosas que ocurrían lejos de Askaiz no la afectaban y no había tenido en cuenta las consecuencias.
Poco después, cuando el grupo alcanzó su aldea natal, Maite sacudió la cabeza, sorprendida ante la multitud que se había congregado. Una mujer descubrió su presencia, llamó a los demás y tras unos instantes, todos se volvieron hacia ella.
Presa de una mezcla de ira y terquedad, Maite se dirigió a la casa de su tío. Antes de alcanzarla, la puerta se abrió y apareció Okin, tenso pero también con cara de satisfacción, seguido de su mujer y de Zígor. Mientras que Estinne apenas lograba disimular su gozo, el emisario de Eneko parecía más bien preocupado.
—Bien, ya estás aquí. ¿Dónde has dejado a la astur?
—¡A lo mejor le he cortado el gaznate y la he tirado a un precipicio!
Su tío la miró fijamente, como si tratara de adivinar sus pensamientos. Era obvio que temía que hubiese matado a la prisionera.
—¡Dime dónde está Ermengilda —estalló, ciego de cólera— o haré que te azoten!
Maite llevó la mano a la empuñadura de su espada.
—¡Tú inténtalo, y te atravesaré como a un gusano gordo!
Okin pateó el suelo, presa de ira. Conociendo a su sobrina, sabía que no hablaría aunque la apalearan hasta dejarla medio muerta. Además, si la castigaba de esa manera, su prestigio corría peligro. Demasiados miembros de la tribu seguían recordando el estado lamentable en el que Maite había llegado a la aldea tras huir del castillo de Rodrigo y también que el maltrato sufrido no había sido vengado, como tampoco la muerte de Íker, así que se dirigió a Zígor soltando un bufido malhumorado.
—Si Maite ha matado a Ermengilda, los lobos y los osos devorarán el cadáver de la astur y nadie encontrará ni rastro de ella. Pero si sigue con vida, mis hombres la descubrirán.
Indignada, Maite comprobó que precisamente Asier y algunos de sus antiguos amigos eran quienes asentían con mayor ahínco. Pero todo cambiaría en cuanto lograra negociar con Eneko sobre el precio de la libertad de Ermengilda, por eso procuró que Zígor comprendiera que deseaba hablar con él a solas.
Al principio, Zígor se tomó en serio las palabras de Maite cuando afirmó haber matado a la astur, pero su reacción posterior le reveló que Ermengilda seguía viva y que la sobrina de Okin quería imponerle el precio de su liberación. Sin embargo, ya se había involucrado demasiado con Okin como para tener en cuenta las exigencias de una joven. Debido a ello, evitó la mirada de Maite y se dirigió a Okin.
—Es hora de que regrese a Iruñea. El conde Eneko debe saber que tu tribu está de su parte. ¡Cuando vuelva, la Rosa de Asturias ha de estar en esta aldea, viva, sana y salva! De lo contrario, Eneko no podrá protegeros de la venganza de los francos.
—Pero ¿y qué pasa con… —Okin titubeó, porque temía ir demasiado lejos y echar a perder todo lo que había alcanzado—… con los rehenes que debíamos presentar?
—¿Qué estás diciendo? ¿Que hemos de presentar rehenes? —exclamó uno de sus hombres, escupiendo al suelo.
Antes de que Okin encontrara la respuesta adecuada, Zígor tomó la palabra.
—Lo siento, amigos, pero no queda más remedio. El rey Carlos exige rehenes para asegurarse de nuestra conducta; ni siquiera el conde Eneko queda excluido: entregará al rey a su hijo mayor. Vuestro jefe —dijo, acentuando la palabra de un modo que irritó a Maite—, está dispuesto a entregarme a su propio hijo como rehén. Pero Lukan aún es un muchacho, y además solo es el sobrino de Íker, mientras que Maite es su hija y su heredera. El franco exige rehenes del más alto rango, así que propongo que la hija de Íker me acompañe como rehén.
Embargada por la indignación, Maite quiso replicar que estaba loco, pero entonces se dio cuenta de que le ofrecía la posibilidad de llegar ilesa a Iruñea y poder negociar con Eneko personalmente. Si ese autodesignado conde la obligaba a ir con los francos, se juró a sí misma que estos no lograrían retenerla mucho tiempo. Sin embargo, el hecho de que los habitantes de Askaiz aceptaran la propuesta con tanto alivio le causó un gran dolor. Asier, a quien hasta entonces había considerado un amigo, casi parecía dispuesto a obligarla a marcharse, y cuando ella miró al hermano de este, el joven desvió la vista, avergonzado.
Algunas de las muchachas a quienes Maite había eclipsado se alegraban de deshacerse de ella, tal como revelaban los retazos de su conversación que alcanzó a captar, y en ese momento la hija de Íker confirmó las sospechas que albergaba desde hacía tiempo pero se negaba a aceptar: a partir de su regreso del castillo de Rodrigo se había convertido en la predilecta de la tribu, pero precisamente por eso, también en una marginada.
Casi al mismo tiempo que Maite se enteraba de que sería entregada a los francos como rehén, el conde Eneko de Iruñea recibía a un huésped. Era un hombre alto, de cabellos rubios y barba cuidadosamente recortada; a juzgar por sus rasgos, podría haber sido un pariente del conde Rodrigo… si no fuera por sus ojos casi negros, que contemplaban a su anfitrión con mirada altiva.
Ambos pasearon en silencio por el abandonado jardín del palacio de Iruñea, que hasta hacía escasos años había sido la residencia de un valí sarraceno. Por fin el huésped recogió una flor de un intenso color azul y aspiró su aroma.
—¡Qué perfume tan embriagador! —exclamó, embelesado.
El conde Eneko apretó los dientes, procurando tragarse las palabras que pugnaban por surgir de sus labios y, como un único comentario erróneo podría suponer su perdición, manifestó su acuerdo con el huésped.