—Mira a ese campesino, Eward: debe de ser la primera vez que sale de su pueblucho de mala muerte.
El tono desdeñoso golpeó a Konrad como una bofetada, pero antes de que pudiera reaccionar, el conde Hasso lo arrastró a un lado.
—¡Refrena tu enfado! Ese de ahí, el más delgado, es Eward, estrechamente emparentado con nuestro rey, y el bellaco que cabalga a su lado es Hildiger, su compañero de armas. Ambos aún se dan aires de señores, pero cuando vean brillar las cimitarras de los sarracenos se alegrarán de tener a su lado a alguien como tú.
Uno de los escoltas de ambos nobles oyó las palabras del conde y soltó una carcajada burlona.
—¡Pero no a uno como ese, que aún es un pipiolo! Cuando entre en combate se cagará en los pantalones.
Konrad perdió los estribos y llevó la mano a la empuñadura de su espada, pero Hasso impidió que la desenvainara.
—¡No lo hagas! Pelearte con esos bellacos no te servirá de nada. Demuestra tu coraje en combate con el enemigo.
Konrad soltó la empuñadura de mala gana, al tiempo que el escolta le lanzaba una sonrisa irónica.
—Mejor así, mozalbete, porque de lo contrario te habría dado una lección y te verías obligado a regresar a tu hogar cojeando y apoyado en un bastón.
—¡Si lo deseas, podemos comprobar quién regresará a su casa cojeando! —Konrad esperaba que el otro aceptara el desafío, pero el hombre le dio la espalda con aire despectivo y azuzó su caballo para dar alcance a sus amigos.
—¿Quién es ese individuo? —preguntó Konrad, furibundo.
—Philibert de Roisel, el único de los amigos de Eward que no es un inútil. Al menos esa era mi impresión, pero entre tanto parece haberse vuelto tan altanero como sus dos cabecillas. ¡Es una pena! Había esperado algo mejor de él. El año pasado, los tres participaron en la campaña en Sajonia, pero el rey les ordenó que permanecieran junto a los carros. Ya ves: aunque en principio tienen más experiencia que tú, resulta que aún no han desenvainado la espada ante el enemigo.
Era evidente que la actitud de los recién llegados irritaba al conde Hasso, quien por otra parte parecía aliviado de que Konrad no hubiera perdido los estribos. Por eso habló con mayor sinceridad de la acostumbrada.
—Aunque Eward sea un inútil, muchos se acercan a él debido a su alto rango —dijo, dirigiendo una mirada elocuente a Ermo, que saludó a los jinetes con ademán servil.
Konrad apretó los labios y apretó los puños. Desde que se unieron a la leva del conde Hasso, Ermo hacía todo lo posible por hacerle quedar como un tonto que ignoraba dónde empezaba y acababa su espada; también era quien gastaba las bromas más pesadas a los novatos. Por eso Konrad ansiaba hacerle pagar sus vilezas cuando se presentara la ocasión, pero Hasso había amenazado a todos quienes se pelearan o empuñaran la espada para atacar a un camarada o a un campesino indefenso con un castigo draconiano.
—Sé cómo te sientes, muchacho, pero pronto tendrás oportunidad de demostrar tu valor. Arnulf de Birkenhof tendrá motivos para estar orgulloso de su hijo, no me cabe la menor duda —dijo, y le palmeó el hombro para animarlo.
Konrad se había tranquilizado y le hizo una pregunta que en ese momento consideraba más importante que prestar atención a un par de bocazas recién llegados.
—¿Cuándo nos encontraremos con el rey Carlos? ¿Es tan majestuoso su aspecto como me contó mi padre?
—¡Ya lo creo! El rey Carlos es uno de los hombres de mayor estatura que conozco, y sabe blandir la espada. Además, su sabiduría es proverbial. Por eso es uno de los soberanos más poderosos de la cristiandad y, tras someter a los longobardos y los sajones, también someterá a los sarracenos. Sospecho que no tardarás en conocerlo. Ahora que Eward ha hecho acto de presencia, el rey no puede andar muy lejos, porque el grupo del joven señor forma parte de la escolta de Carlos y se dirigirá a España junto con el rey y los hombres de Neustria, mientras que nuestra leva avanzará por el este.
Konrad contempló a Hasso con expresión sorprendida.
—¿Dos ejércitos?
—¡Desde luego! De ese modo, los hombres podrán abastecerse mejor que si todos emprendieran el mismo camino. Una vez llegados a España, ambas huestes se unirán para mostrar a los sarracenos de lo que es capaz un franco.
—¿Cuánto tardaremos en llegar? —preguntó Konrad en tono apocado.
El conde Hasso se encogió de hombros.
—Es la primera vez que viajo a esas tierras, así que no puedo decírtelo.
Mientras Konrad trataba de imaginar cuántos meses estaría ausente del hogar, sintió un retortijón.
—He de hacer mis necesidades en el bosque. Entre tanto, que Rado conduzca mi semental.
—Pero sin caballo te verás obligado a correr para alcanzarnos.
Konrad lo sabía, pero ya no podía contenerse, así que desmontó y le arrojó las riendas a Rado.
—¡Cógelas! No tardaré mucho.
Ni siquiera comprobó si su acompañante las había cogido, sino que echó a correr en dirección al bosque. Para no bajarse los pantalones ante los demás y tener que soportar sus comentarios, se adentró en el bosque escasamente denso para encontrar un lugar adecuado. Los sonidos provenientes de la tropa quedaron atrás; en torno a él grandes robles y hayas elevaban sus ramas al cielo, el musgo suave apagó sus pasos y un poco más allá descubrió el fresco verde de las zarzamoras. Lamentó que no fuera época de coger las bayas, pero su vientre le recordó el objetivo de su desvío. Sin dejar de correr, se aflojó la correa del pantalón y se alegró de no llevar la cota de escamas.
Mientras se ponía en cuclillas para mover el vientre, oyó un ruido como de algo grande que huía a través del sotobosque como alma que lleva el diablo. Luego oyó voces de hombres y el agudo relincho de un caballo.
Entonces Konrad, ya aliviado, se incorporó y se dispuso a levantarse los pantalones. Pero no llegó a hacerlo porque justo delante un enorme jabalí surgió entre los matorrales y se abalanzó sobre él lanzando espumarajos.
Konrad desenvainó la espada a toda prisa y le asestó un golpe con todas sus fuerzas. La hoja se deslizó y golpeó al jabalí entre los ojos, pero el animal lo arrojó a un lado como si solo fuera un obstáculo molesto. Konrad salió despedido y aterrizó entre unos arbustos cuyas ramas amortiguaron el golpe al tiempo que lo atrapaban. Konrad fue presa del pánico, pero el animal no lo atacó y se limitó a soltar agudos chillidos antes de tambalearse y caer.
Konrad se zafó de las ramas y se puso de pie con las rodillas temblorosas. Entonces recordó los pantalones que se le habían enredado en las piernas y trató de subírselos. En este preciso instante apareció un jinete, echó un vistazo al animal muerto, luego a Konrad, y se echó a reír.
—Te has enfrentado a ese monstruo y has acabado con él… ¿solo con la espada y los pantalones alrededor de los tobillos? ¡Por san Eustaquio, jamás había visto nada igual! Por tus venas ha de correr agua helada en vez de sangre, muchacho, porque de lo contrario el jabalí habría acabado contigo.
El hombre desmontó, le palmeó el hombro con una sonrisa aprobatoria y se detuvo junto al jabalí muerto.
—¡Un animal magnífico! Lástima que le hayas destrozado el cráneo, porque ya no servirá de trofeo. En todo caso, esta noche estás invitado a mi mesa. ¿Cómo te llamas?
—Konrad, hijo de Arnulf de Birkenhof.
—¿De qué región y de qué marca? Hay muchas fincas llamadas Birkenhof —dijo el desconocido, antes de señalar el pantalón de Konrad, que debido a la sorpresa, este había vuelto a dejar caer—. Yo de ti volvería a ponérmelo. Mis acompañantes no tardarán en llegar y seguro que no deseas que te vean así.
Konrad se ruborizó y se apresuró a seguir su consejo. Mientras se subía los pantalones y ajustaba la correa, trató de observar al cazador desconocido sin que este lo notara. Medía una cabeza más que él y, aunque era más fornido, no parecía gordo. Llevaba una túnica azul en la que se advertían los efectos de la cabalgata, pantalones de cuero y sólidas botas. Un gran bigote adornaba su labio superior y de los revueltos cabellos rubios que le cubrían la cara colgaban hojas y ramitas. A Konrad le pareció un acaudalado campesino libre que disfrutaba de la caza y por eso le habló de igual a igual.
—¿Este bosque te pertenece?
—Pues sí, en efecto —contestó el cazador.
—En ese caso, ¿por qué no te has unido al ejército, dado que el rey mandó llamar a todos sus guerreros? Nuestro señor Carlos se disgustará.
El hombre alto volvió a reír.
—No te preocupes por eso, mi joven amigo. Cuando llegue el momento de entrar en combate, el rey no tendrá que renunciar a mi presencia. Pero tú deberías apresurarte para dar alcance a tus camaradas, de lo contrario tendrás que correr como un gamo. Y no lo olvides: ¡esta noche cenarás conmigo! El mejor trozo de este jabalí acabará en tu plato.
La carne dura de un viejo jabalí no era lo que más le apetecía, pero el honor de haberlo cobrado a solas y sin la ayuda de otros cazadores lo llenó de satisfacción.
—¿Quieres que te ayude a cargar el animal a tu caballo? —le preguntó al desconocido.
El cazador negó con la cabeza.
—Mis escuderos no tardarán en llegar, puedes marcharte tranquilo.
—¡Bien, entonces que Dios te bendiga!
Konrad dio media vuelta y echó a correr. No se fiaba del todo de la invitación a comer jabalí y no quería alcanzar el ejército cuando este hubiese acampado y los hombres ya hubieran comido.
El amplio claro estaba atestado de guerreros. Si hasta entonces Konrad creyó que el rey sería incapaz de reunir más hombres que aquellos que marcharon con el conde Hasso, estaba muy equivocado. Tardó un buen rato en encontrar a sus compañeros entre la multitud. Por suerte aún quedaban gachas en la olla y, satisfecho, dejó que le llenaran el cuenco, cogió un trozo de pan y se sentó junto a sus hombres. Mientras comía, echó un vistazo alrededor con curiosidad.
El campamento no solo estaba ocupado por los guerreros y los mozos encargados de los carros, también por campesinos que ofrecían carne ahumada y chorizos, así como por algunas mujeres de diversas edades que merodeaban como gatas y se ofrecían a cualquiera que les echara una mirada.
Una de estas se acercó al grupo contoneándose. Konrad estimó que tendría un par de años más que él, pero era mucho más bonita que todas las muchachas que conocía. Solo llevaba una delgada camisa de hilo que envolvía su cuerpo como una segunda piel y realzaba sus pechos abundantes y sus nalgas redondeadas. Ella le acarició la mejilla a un guerrero y rio cuando este la apartó de un manotazo. Luego se dirigió hacia Ermo, que al principio también la despidió con un gesto, pero cuando ella se inclinó y dejó que contemplara sus sugerentes pechos, el rostro de Ermo adoptó una expresión que repugnó a Konrad. El hombre la devoró con la mirada y murmuró unas palabras, pero ella pareció rechazarlo y se dispuso a seguir caminando. Soltando una maldición, Ermo sacó un pequeño talego de debajo de la camisa y le dio unas monedas. De pronto la muchacha sonrió, lo cogió de la mano y lo condujo hasta una pequeña tienda situada al borde del campamento y en cuyo interior ambos desaparecieron.
Rado se percató de la mirada sorprendida de Konrad y le tiró de la manga.
—No las mires, de lo contrario las mujeres creerán que quieres algo de ellas.
—¿Quiénes son esas mujeres?
—Son putas, hijo mío. Se pegan al ejército como moscas cojoneras, con el fin de vaciar los bolsillos a los hombres.
—¿Son ladronas? —A Konrad le pareció inverosímil que el rey permitiera semejante cosa.
—En algunos aspectos aún eres un niño —dijo Rado, soltando una carcajada—. ¿Ya le has levantado las faldas a una muchacha y mirado lo que hay debajo? Las mujeres cobran por dejar que los hombres lo hagan.
—¿Solo por mirar? —preguntó Konrad en tono zumbón. No era tan ingenuo como para ignorar lo que hacían los hombres y las mujeres. Sus primeras experiencias fueron con la hija de un vecino que lo invitó a darse un revolcón en el heno y, al recordarlo, de repente sintió que le hervía la sangre.
Enardecido, se dispuso a ponerse de pie, pero Rado lo sujetó.
—No hagas tonterías, muchacho. Será mejor que esperes a que lleguemos a tierras enemigas: allí podremos lanzarnos sobre las mujeres. ¡Las putas que andan por aquí son unas sucias! No querrás meter tu mejor parte allí donde docenas de otros bellacos mugrientos ya han estado antes, ¿verdad?
—Solo hablas por envidia, porque no puedes permitirte sus servicios —se mofó un guerrero del grupo de Hasso.
Rado hizo un ademán desdeñoso.
—¡Bah! Puedo permitirme a una de esas mujerzuelas cuando se me antoje. Durante mi primera campaña, yo tampoco logré mantenerme apartado de ellas y una mujerzuela me contagió una enfermedad que durante tres semanas me hizo gritar de dolor cada vez que meaba. Por suerte unas monjas de un convento lograron ayudarme.
—¡Ja! Supongo que te cogieron las partes con las manos y echaron el aliento, ¿verdad?
—¡Serás imbécil! —le espetó Rado—. Esas piadosas mujeres me dieron un ungüento para que me lo aplicara donde corresponde. Solo Dios sabe cuánto se lo agradecí, porque no podría haberme presentado ante mi mujer con esa enfermedad.
—¿Es que puedes enfermar a causa de ello? —preguntó Konrad, cuyo deseo de acostarse con una soldadera se había desvanecido.
—¡Ya lo creo! Por eso no me acerco a ellas y prefiero esperar a que una muchacha guapa llame mi atención una vez llegado a tierras enemigas. El año pasado fue una sajona… tenía unos pechos tremendos y un trasero como un grueso cojín. Cuando pienso en ella, todavía se me empina. Me habría gustado llevarla a casa, como botín, pero eso era imposible: ¡la parienta se habría puesto hecha una fiera!
Al tiempo que Rado se sumía en sus recuerdos con un suspiro, Konrad vació su cuenco y observó que Ermo volvía a salir de la tienda acompañado por la puta pechugona. La joven parecía recordar que Konrad la había mirado, porque se acercó a él.
—He aquí otro gran guerrero que quiere poner a prueba su espada —dijo, inclinándose para que Konrad admirara sus pechos, pero él solo pudo pensar que hacía un instante ella yacía bajo el cuerpo de Ermo y la apartó, asqueado.
—¡Déjame en paz!
La puta había preguntado a Ermo por él y, dada la respuesta, lo tomó por una víctima fácil de seducir, así que soltó una carcajada retadora.
—¡Supongo que en tu caso, querer no significa poder! Si no quieres que tus amigos te tomen por un picha floja, deberías venir conmigo.