Cuando Okin se aproximó a los hombres, los murmullos que se oían en la plaza de la aldea se apagaron. Algunos le lanzaron miradas de ira nada disimulada mientras que otros lo vitorearon; no obstante, Okin comprobó con satisfacción que la mayoría estaba de su parte. Alzó la mano pidiendo silencio y señaló a su huésped.
—La mayoría de vosotros conoce a Zígor de Iruñea; los demás han de saber que se trata de uno de los más fieles seguidores del conde Eneko.
—¿Y qué hace aquí? ¡Esta es una reunión de la tribu y al hombre de Iruñea no se le ha perdido nada en este lugar!
Amets de Guizora aún no había abandonado la esperanza de convertirse en jefe de la tribu y quiso marcarle los límites a Okin desde un principio, pero su enfado aumentó cuando sus palabras cosecharon varias voces de protesta. Si bien los hombres respetaban las antiguas costumbres, también eran conscientes de que los tiempos cambiaban y querían saber qué les depararía el futuro.
Okin se sentía exultante. Tanto tiempo después de la muerte de Íker, por fin había obtenido el ansiado apoyo de la tribu. Se enderezó para parecer más alto y señaló a su huésped.
—Nuestro amigo Zígor ha acudido a nosotros con un pedido de su señor. Guarda relación con la muchacha astur que hace unos meses Maite trajo a nuestra aldea como prisionera. Como todos sabéis, se trata de la hija del conde Rodrigo, nuestro vecino. Raptar a la muchacha ya supuso una insensatez, puesto que solo podía provocar la cólera y el deseo de venganza, y para colmo ahora Maite ha desoído mis consejos y ha huido con Ermengilda a las montañas.
—¿A qué consejos te refieres? —quiso saber Amets de Guizora.
—Os lo explicará nuestro huésped. —Okin dio un paso atrás para ceder la palabra al emisario de Eneko. Se sentía un tanto incómodo, porque si los hombres se negaban a dejarlo hablar durante la reunión de la tribu, él volvería a perder la ventaja que acababa de obtener; pero para su gran alivio, a excepción de Amets, todos los cabecillas aceptaron su propuesta.
Zígor se restregó la nariz y se dispuso a tomar la palabra. Eneko de Iruñea ya había querido enviarlo allí hacía un año, con el fin de convencer a los ancianos de la tribu de las ventajas de un matrimonio entre Maite y uno de sus hijos. Esta vez su jefe podría alegrarse de no haber seguido adelante con dicho plan, puesto que si el rey Carlos confirmaba los títulos y los honores prometidos, el joven Eneko y su hermano Ximun podrían pretender a muchachas de un rango mucho más elevado que el de la hija de un jefe de las montañas.
Pero su misión en ese momento era convencer a los hombres de esa tribu de las ventajas que suponía una alianza con su señor. Una vez que el acuerdo quedara sellado, Eneko podría dar un paso más y someterlos por completo a su poder; pero primero debía actuar con cautela, para que los montañeses se tragaran el cebo. Así que les trasladó los saludos de su señor con palabras zalameras y elogió las excelentes relaciones entre ambas tribus.
Algunos jóvenes guerreros sonrieron, porque hacía tiempo que más de una de las ovejas pertenecientes a Eneko habían ido a parar a sus cazuelas. El robo de ganado se consideraba un golpe osado, y quienes lo realizaban con astucia impresionaban a las muchachas.
Zígor lo sabía tan bien como los demás, pero no dijo nada al respecto. En vez de eso se dedicó a alabar a su señor y su destreza en la batalla y en las negociaciones.
—¿Quién liberó a Iruñea de los sarracenos y así os ayudó a vosotros? Hoy en día, un hombre ha de caminar varios días para alcanzar la tierra de los sarracenos y un sarraceno ha de cabalgar un día entero para llegar hasta aquí. ¿Es verdad, o acaso miento?
—No mientes —reconoció Amets de Guizora de mala gana.
—Ahora los sarracenos prefieren atacar a los astures en vez de adentrarse en nuestras montañas —gritó un joven guerrero.
—¡Todo ello es obra del conde Eneko! —exclamó Zígor con voz retumbante. Los rostros de los presentes le revelaron que estaba logrando convencerlos.
Rio, contó un chiste subido de tono sobre los astures y de pronto se puso serio.
—Asturias se ve amenazada desde todos los flancos, puesto que tanto el poder de los sarracenos como el nuestro es cada vez mayor. Debido a ello, el rey Silo de Asturias intenta establecer una alianza con los francos, a fin de que estos le ayuden a luchar contra los sarracenos y someternos a nosotros. Por eso es necesario que todas las tribus de Nafarroa se unan y reconozcan a Eneko como su jefe, tanto en la guerra como en la paz.
En cierta ocasión Eneko Aritza ya había intentado convertirse en el líder de todas las tribus vasconas. En aquel entonces había fracasado y el único resultado de la reunión fue el ataque a la comitiva de Ermengilda por parte de los jóvenes guerreros. Pero en el ínterin, la noticia de que los francos se habían puesto en marcha también había llegado a esa comarca, motivo por el cual la mayoría consideraba que la captura de Ermengilda había sido un error que sin duda ocasionaría la venganza de los francos.
Amets de Guizora se levantó bruscamente.
—¿Qué nos importa Nafarroa? ¡Nosotros formamos parte de las tribus de Guipuzcoa!
Pero solo sus más fieles seguidores se manifestaron de acuerdo. Los demás animaron a Zígor a seguir hablando.
—Tenemos dos opciones —dijo este—: que los astures y los francos nos despedacen como a una oveja muerta, o unirnos y ponernos de parte de la facción más poderosa. Pero resulta que esa es la de los francos.
Las palabras de Zígor inquietaron a los hombres reunidos. Habían conservado su libertad y su independencia durante innumerables generaciones y ahora Eneko de Iruñea los instaba a someterse a los francos. Los más jóvenes manifestaron su desagrado con gestos y murmullos airados, pero Okin y Zígor se tranquilizaron al constatar que los mayores, cuya opinión era la más importante, parecían pensativos. Hasta Amets, que siempre se oponía a Okin cuanto podía, permaneció mudo.
Antes de proseguir, Zígor dejó que los hombres manifestaran su enfado.
—¡Os comprendo y comparto vuestros sentimientos! No obstante, ahora las tribus de Nafarroa deben mantenerse unidas. Solo cuando Eneko sea el jefe reconocido por todos, podrá negociar cara a cara con el rey de los francos y preservarnos de ser gobernados por un extranjero. Os pregunto: ¿queréis veros liderados por un vascón por cuyas venas fluye la antigua sangre, uno que honra nuestras costumbres y nuestra lengua, o preferís a un prefecto impuesto por los francos, que os juzgará según el derecho franco y os exigirá servidumbre a vosotros y a vuestros hijos?
—¡No obedeceremos a ningún franco! —gritó uno de los hombres de Okin, poniéndose de pie.
Otros se unieron a él y esa vez también los jóvenes guerreros gritaron:
—Que los francos se queden en su casa. ¡Eneko es nuestro hombre!
—¡Entonces, sellemos nuestra alianza! —los exhortó Okin, ya seguro de haber vencido.
Entonces Amets, su viejo enemigo, volvió a ponerse de pie y se dirigió a los reunidos.
—Mis hombres y yo también estamos a favor de una alianza con Eneko. ¡Pero no nos someteremos a él!
Inmediatamente, la mayoría se puso de su parte y uno de los hombres más ancianos alzó el puño.
—Somos una tribu libre. ¡Nadie puede obligarnos a postrarnos ante el jefe de Iruñea!
La intervención de Amets hizo que el péndulo volviera a oscilar en dirección opuesta, de manera que Okin y Zígor se las vieron y desearon para convencer a los cabecillas de la tribu de que aceptaran una alianza temporal con el conde de Iruñea. Pero los hombres exigieron que el título de conde, que Eneko se había otorgado a sí mismo, no fuera mencionado en dicho acuerdo. Para los guerreros, Eneko Aritza solo era el jefe de una tribu amiga, y amenazaron abiertamente con oponerse a cualquier intento por parte de él de dominarlos.
Pese a todo ello, Zígor se dio por satisfecho. A partir de entonces, su señor podía encararse a los francos como líder de todas las tribus de la comarca. Eso fue lo que le dijo a Okin más adelante, una vez que ambos se hubiesen retirado a la casa de este. Estinne les escanció vino y, con expresión malhumorada, se sentó junto a ellos.
—Deberías haber insistido en que la tribu por fin te reconozca como sucesor de Íker —dijo, regañando a Okin—. Muchos siguen exigiendo que el futuro marido de Maite se convierta en el nuevo jefe. Ni siquiera has logrado que los hombres dejen de apoyar a esa terca. Si se presenta durante la próxima reunión de la tribu, los jóvenes guerreros la vitorearán y, cuando menos lo esperes, se casará con uno de ellos y tú te quedarás a dos velas. Mientras Maite viva entre nosotros, jamás te convertirás en el jefe indiscutido de la tribu.
—¿Y qué más quieres que haga? ¡No pretenderás que la mate! Si lo hiciera, mis propios hombres se volverían contra mí —exclamó Okin en tono furibundo.
Zígor le apoyó una mano en el hombro con una sonrisa.
—Se me ocurre una manera de deshacerte de la muchacha. El rey de los francos exige rehenes al conde Eneko como garantía del bienestar de Ermengilda. Han de ser hijos de los jefes máximos. Eneko dará ejemplo entregando a su hijo mayor a los francos. Si tú ya fueras el líder indiscutido de la tribu, el conde Eneko se vería obligado a exigirte que entregaras a tu hijo Lukan. Pero de momento, Maite aún es la de más alto linaje, motivo más que suficiente para que sea entregada a los francos como rehén.
—¡Excelente sugerencia! —intervino Estinne, quien habría dado por buena cualquier solución que evitara que su hijo se convirtiera en rehén de los francos.
Su marido sacudió la cabeza.
—¿De qué me sirve si Maite se queda en Franconia durante uno o dos años y luego vuelve a aparecer? ¡He de estar seguro de que no regresará jamás! Una vez ya creí que me había librado de ella, y la muy condenada regresó.
—¿Te refieres a la huida de Maite del castillo de Rodrigo? —preguntó Zígor—. Te prometo que esta vez no volverá con tanta rapidez. Y quién sabe: a lo mejor el rey Carlos la casa con uno de sus francos. Dime: ¿aceptarían tus hombres a un franco como su nuevo jefe?
Zígor soltó una carcajada y le tendió la copa vacía a Estinne para que le escanciara más vino.
—Hoy es un día importante, Okin. Como has logrado que tu tribu acepte una alianza con el conde Eneko, puedes estar seguro de su apoyo incondicional. ¡Así que olvida a la hija de tu hermana y brinda conmigo!
Maite y Ermengilda habían cruzado la frontera y se encontraban en la marca gobernada por el conde Rodrigo. Sin embargo, las tribus que habitaban en esas comarcas limítrofes tendían a hacer caso omiso de las órdenes de los astures y solo inclinaban la cabeza ante el conde cuando este aparecía en compañía de numerosos guerreros. Muchos vascones dirigían miradas nostálgicas más allá de la marca, hacia Nafarroa, y algunos hombres incluso abandonaban su hogar para unirse a Eneko de Iruñea o a otros jefes. Maite sabía que, a diferencia de su prisionera, allí era más probable que encontrara amigos y aliados. Además, a Okin jamás se le ocurriría que ella se encontrara en esa región, con lo cual disponía de más tiempo para poner en orden sus ideas y sus planes.
Maite enfiló por un valle lateral, azuzando a su prisionera como si fuera una oveja. Ya habían transcurrido tres días desde que Ermengilda se rebelara contra ella y la astur no había osado volver a atacarla. La cesta con la que debía cargar pesaba al menos el doble de la que llevaba Maite, pero el cansancio no había doblegado su espíritu. Su mirada incluso se iluminó al ver el paisaje característico de su tierra natal.
Maite se percató de ello con una sonrisa, pero antes de que pudiera hacer comentario alguno, resonó el grito de alarma de un guardia. Sonaba más bien aburrido, puesto que dos mujeres no suponían un peligro para una pequeña aldea de las montañas y, siempre que no pertenecieran a ninguna tribu aliada, podrían ser esclavizadas.
Maite era consciente de ello, pero como tenía bastantes amigos entre las tribus vecinas se sentía segura. Según su experiencia, los muchachos de Askaiz suponían un peligro mayor para ella; más de uno ya había intentado arrastrarla a los matorrales y hacerla suya, pero de momento su destreza con el puñal había bastado para mantener a raya incluso a los pretendientes más apasionados. Cualquiera de ellos habría sido aceptado como jefe por la tribu, pero Maite solo estaba dispuesta a aceptar a un hombre que le agradara, aunque ello significara que su tío continuara ocupando el puesto de su llorado padre durante un par de años más.
Entre tanto, había comprendido que temía tomar una decisión. Si elegía al hombre equivocado, sometería a su tribu a una prueba imposible de superar. E incluso si elegía un marido aceptable para la mayoría, se vería obligada a emprender una dura lucha con Okin para obtener lo que le correspondía por derecho y por costumbre. Porque no solo se trataba de ejercer el poder en la tribu, sino también de la herencia de su padre, que había pasado a manos de su tío cuando la acogió tras la muerte de Íker. Era evidente que él no le daría nada por su propia voluntad, así que su esposo no solo debía ser del agrado de la tribu, sino también una persona capaz de imponerse a Okin.
Mientras se acercaban a la aldea situada en una pequeña meseta pegada a la ladera de la montaña, Maite volvió a repasar la lista de sus pretendientes y no encontró ninguno que le pareciera adecuado. El camino que conducía a esa fortaleza natural permitía que cualquier invasor fuera repelido y un muro de piedra erigido al borde de la meseta reforzaba la muralla protectora. Askaiz era mucho más difícil de defender que esa aldea; sin embargo, la tribu de Maite había logrado conservar la libertad, mientras que los habitantes de aquella aldea habían caído hacía ya años bajo el dominio de los condes de la marca astur.
Cuando Maite alcanzó la puerta junto con su prisionera, esta se abrió y una horda de adolescentes armados de varas se abalanzó sobre ellas gritando a voz en cuello y atacándolas.
Mientras Ermengilda se cubría el rostro para protegerse, Maite le arrancó la vara a uno de los muchachos y le pegó un par de azotes.
—¡Desapareced antes de que me enfade!
Los muchachos la contemplaron azorados: se negaban a dejarse amedrentar por una única fémina, pero cuando Maite hizo ademán de empuñar su espada, retrocedieron apresuradamente.
Varios jóvenes que habían seguido a los muchachos rieron al ver sus rostros desconcertados y uno hizo un gesto para espantarlos, como si fueran gallinas.