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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (7 page)

BOOK: La Rosa de Asturias
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Por suerte, la mirada de la niña era notablemente clara.

—¡Lo he logrado, Asier! —musitó.

Los ojos del joven se llenaron de lágrimas.

—Sí, lo has logrado. ¡Estás en casa!

—¡Tengo sed! ¡Y hambre!

La mera idea de haber alcanzado su hogar le proporcionó nuevas fuerzas, pero la pequeña estaba demasiado débil para mantenerse en pie. Asier la cogió en brazos con tanto cuidado como si pudiera romperse en un instante y remontó la ladera. La pastora lo vio y abandonó el rebaño para ver a quién había encontrado.

—¡Es Maite! —gritó Asier—. ¡Ha escapado de los astures!

—¿Maite? Pero… —La muchacha se interrumpió: era inconcebible que una niña hubiera logrado escapar del conde de la marca y sus jinetes.

—¿Estás seguro de que no es un fantasma o un enano maligno que pretende engañarnos? —preguntó la pastora, al tiempo que se acercaba con paso vacilante.

Pero cuando miró fijamente a la niña y contempló el alivio y la expresión triunfal de su rostro, soltó un grito de júbilo que resonó entre las montañas. Entonces aparecieron algunos guardias y rodearon a Asier y Maite, riendo y llorando al mismo tiempo. Aquel día, los enemigos podrían haber robado el rebaño con facilidad porque nadie permaneció junto a los animales. Incluso los centinelas abandonaron sus puestos y se unieron a la comitiva que se dirigía a la aldea.

Entretanto, Okin recorría Askaiz como un perro guardián para estimar el estado de ánimo de la aldea, pero sobre todo para impedir que algo ocurriera en contra de su voluntad. Al ver a los jóvenes, se apresuró a correr hacia ellos bufando de rabia.

—¿Qué significa eso, desgraciados? ¿Por qué habéis abandonado vuestros puestos? Os haré…

Pero no pudo decir nada más, porque Asier se acercó a él con Maite en brazos.

Okin clavó la mirada en la niña y sacudió la cabeza con aire atónito.

—No puede ser. ¡Es imposible!

—La única que podría haberlo logrado es Maite. Es la auténtica heredera de los antiguos jefes —dijo Asier con orgullo.

Maite estaba demasiado agotada como para preocuparse de nada de todo aquello. La felicidad de volver a estar en casa le hizo olvidar el hambre, el dolor y el miedo. Hasta la pena por la muerte de su padre pasó a segundo plano mientras disfrutaba dejándose llevar a casa de Estinne, que la había recogido de los brazos de Asier.

Las vecinas le ayudaron a desvestirla y cuidarla. Cuando las mujeres vieron los moratones y las heridas cubiertas de costras que tenía en la espalda, soltaron un aullido de indignación y de horror. Una de ellas expresó lo que pensaba la mayoría:

—Maite no puede ser de carne y hueso. Con esas heridas, ¿qué niña sería capaz de huir durante días enteros a través del bosque y encontrar el camino al hogar?

—Es la hija de Íker, y tan dura como él —dijo otra en tono tan orgulloso como si Maite fuera su propia hija.

Estinne no se unió a las exclamaciones de admiración y se limitó a llenar un cuenco de caldo para dar de comer a Maite.

SEGUNDA PARTE

El reencuentro

1

Habían transcurrido casi diez años desde que Maite huyera del castillo de Rodrigo, conde de la marca. En las montañas no había ocurrido gran cosa, pero fuera de la pequeña comarca natal de la tribu de las montañas se habían producido muchos cambios. En Nafarroa, Eneko Aritza, el jefe de la tribu, había logrado expulsar al valí sarraceno de Iruñea y convertido la ciudad en el nuevo centro de sus dominios, y del norte llegaban rumores sobre los planes de Carlos, rey de los francos, según los cuales este tenía la intención de emprender una campaña militar para expulsar a los infieles de España.

Aunque por supuesto en Askaiz se hablaba de todo ello, nadie se imaginaba que unas decisiones tomadas a tanta distancia pudieran afectar a la tribu. También Maite había apartado semejantes reflexiones de su cabeza. Para entonces ya era una mujer adulta y se aproximaba el día en el que habría de elegir un marido que se ocupara de la jefatura de la tribu, pero no todos aguardaban su decisión con alegría.

Debido a ello, precisamente, ese día Maite se enfrentaba a su tío y a los mayores de la tribu con los ojos brillantes de ira y golpeando el suelo con el pie.

—¡Jamás me someteré a esa decisión!

Amets, el cabecilla de Guizora, alzó las manos para apaciguarla.

—Compréndenos, Maite. No queremos obligarte a nada, solo queremos tener el derecho de opinar con respecto a tu esposo. A fin de cuentas, ha de encajar en la tribu, ¿no? Así que lo mejor sería que eligieras a uno de nuestros jóvenes.

—Supongo que a uno de tus hijos, ¿verdad? —intervino Okin, a quien le disgustó que Amets se entrometiera. Su rival tenía varios hijos en edad casadera, mientras que el suyo era cinco años menor que Maite y aún era considerado un adolescente.

—¿Y por qué no uno de mis hijos? —objetó Amets, seguro de sí mismo—. Guizora es la aldea más grande de la tribu y tiene derecho a convertirse en la aldea principal.

—¡De momento, Askaiz aún es más grande! —replicó Maite con arrogancia.

La joven era muy consciente de las intenciones de Amets. En su propia aldea todos comprobarían que ella aprobara las decisiones de su esposo, pero en Guizora sería una extraña, y ni Amets ni su hijo —con el cual pretendían casarla— se verían obligados a tenerla en cuenta. Era razón más que suficiente para no contraer matrimonio con un vástago de Amets. Por otra parte, Maite no había olvidado que su padre fue traicionado por un hombre de su propia tribu. Durante todos esos años, no había logrado descubrir quién fue el culpable, pero algunos afirmaban que se trataba del propio Amets.

A su tío Okin las exigencias de Amets le disgustaban tanto como a ella; por eso se puso de pie y contempló al cabecilla de Guizora con desprecio, como si quisiera intimidarlo.

—¡Maite tiene razón! Askaiz todavía es la aldea más grande de la tribu y la que dispone del mayor número de guerreros. Hace generaciones que es el hogar de nuestros jefes y seguirá siéndolo. Además, no hay prisa para que Maite se case. Aún es joven y puede esperar unos años más.

—¡Solo lo dices porque quieres seguir ocupando el puesto de jefe! —Amets también se puso de pie y durante un instante pareció dispuesto a emprenderla a puñetazos con Okin.

—¡Que haya paz! —los reprendió el hombre de más edad—. Pelearnos no sirve de nada. Estoy de acuerdo con Amets en un aspecto: el hombre que Maite acabe eligiendo ha de tener la aprobación del consejo de la tribu.

El jefe de Guizora asintió, satisfecho, pero Okin apretó los puños. El anciano de la tribu hizo un gesto tranquilizador.

—¡Pero también tú tienes razón, Okin! No debemos apresurarnos. Nadie impondrá a Maite un marido que ella no acepte. Si la heredera de la estirpe de los jefes y su marido convivieran como perro y gato, significaría la discordia.

—¡Efectivamente! —afirmó Okin—. Considero que Maite ha de tomarse su tiempo antes de decidir.

—¡Supongo que hasta que tu hijo tenga la edad suficiente! —exclamó Amets en tono airado.

—¡Lukan no sería una elección peor que uno de tus hijos!

Con esas palabras, Okin manifestó sus pensamientos más secretos y logró que los emisarios de las otras tres aldeas se pusieran de su parte, puesto que estos no deseaban que hubiera cambios en la estructura de la tribu, lo cual no dejaría de ocurrir si Guizora se convertía en la aldea principal.

Amets comprendió que llevaba las de perder y tomó asiento. Mientras tanto, el tío de Maite se dedicó a ensalzar las ventajas que suponía un vínculo entre su hijo y su sobrina, pero con mucha habilidad, ocultó que dicho vínculo sobre todo significaba una ventaja para él. Puesto que Lukan era demasiado joven para ser reconocido por los demás, él mismo seguiría siendo el jefe de la tribu durante muchos años.

Maite estaba a punto de sufrir un ataque de furia. Para ella, tanto Lukan como uno de los hijos de Amets resultaban inaceptables como esposo, pero antes de poder arrojárselo a la cara a su tío, el anciano de la tribu volvió a intervenir.

—¡Calla, Okin! Te comportas tan mal como Amets. Solo intentas imponernos a tu hijo como nuevo jefe, tanto a Maite como a nosotros. Lukan aún es un niño, y los hijos de Amets apenas han dejado atrás la adolescencia. Todos ellos son como la masa sin fermentar. Antes de aceptar a uno de ellos como jefe quiero saber qué puedo esperar de él. Además, opino que Maite no ha de limitarse a buscar un marido entre los miembros de nuestra tribu. Eneko de Iruñea tiene hijos adultos que serían perfectamente aceptables. Si Maite decidiera elegir a uno de ellos, nuestra tribu ganaría un aliado poderoso.

—¡Jamás aceptaré a un jefe que no pertenezca a la tribu! —rugió Okin.

—¡Yo tampoco! —bramó Amets, que por una vez estaba de acuerdo con Okin.

Maite hizo caso omiso de ambos. Era posible que Amets fuera quien había traicionado a su padre, y si eso era así, lo castigaría en cuanto dispusiera de las pruebas de su traición. Por otra parte, tanto Okin como Estinne, su mujer, no dejaban de repetirle que, en bien de la tribu, debía esperar a que Lukan tuviera la edad suficiente para casarse con ella. Pero Maite se negaba a contraer matrimonio con aquel mocoso consentido. Lukan ya era demasiado arrogante e incluso había osado exigirle que ella lo sirviera al igual que su madre, que le consentía absolutamente todo. A causa de ello había abandonado la casa de su tío y volvía a ocupar la de su padre.

Entonces Maite observó con desagrado a Okin y Amets, que se encaraban a un frente común formado por los jefes de las otras tres aldeas. Ellos también tenían hijos, sin embargo sabían que, por varios motivos, estos no tenían ninguna posibilidad de convertirse en sus pretendientes, así que tampoco tenían inconveniente en aceptar que el hijo de un poderoso jefe como Eneko de Nafarroa se convirtiera en el cabeza de la tribu.

Uno de los ancianos de la aldea alzó la mano para llamar la atención de los demás, pero tardó unos momentos en lograr que Okin y Amets —que volvían a lanzarse denuestos— callaran y lo escucharan. Entonces informó de una novedad que le parecía más importante que las rencillas acerca del futuro esposo de Maite.

—Ayer hablé con Zígor de Nafarroa. Todos lo conocéis y sabéis que es un íntimo amigo del jefe Eneko. Este quiere convocar una gran reunión de todos los vascones a la que incluso acudirían emisarios de Gascuña. Zígor me ha pedido que os invite a todos. Sería una excelente ocasión para reencontrarnos con amigos, renovar viejas alianzas y forjar nuevos vínculos. Además… —el anciano se interrumpió con el fin de que sus palabras surtieran efecto—… además, durante la reunión Maite podría echarle un vistazo al hijo mayor de Eneko, que recibió el mismo nombre que su padre, y al menor, llamado Ximun.

—Seguro que también acudirán los hijos de otros jefes, de modo que Maite podrá escoger entre un número mayor de candidatos —intervino el miembro de más edad del consejo, asintiendo con satisfacción.

—¿A qué se deben esas prisas? —gruñó Okin en tono furioso—. Hace un momento acordamos que Maite aún debía esperar algunos años antes de casarse.

Okin habría preferido prohibir a los miembros de la tribu que aceptaran la invitación, pero ello solo supondría una ventaja para Amets, puesto que el jefe de Guizora haría caso omiso de la orden, acudiría y forjaría nuevas alianzas que aumentarían su influencia. Pese a la contrariedad que le inspiraba todo ello, Okin sonrió.

—Cuando vuelvas a ver a Zígor, dile que acudiremos.

También Maite estaba conforme con dicha decisión. Solo había podido abandonar el territorio de la tribu en escasas ocasiones y se alegraba del reencuentro con otros vascones y de la visita al mercado que se celebraría. No malgastó ni un instante en pensar en posibles futuros maridos.

2

Mientras que los habitantes de Askaiz no sentían interés por la campaña militar del rey Carlos en España, de la que solo se habló al margen de la reunión de la tribu, otros notaron las consecuencias de la misión franca mucho antes de que alguien diera el primer mandoble. Durante años, Arnulf, el señor de Birkenhof —la Finca de los Abedules—, situada en Hassgau, había ido a la contienda por su rey y liderado a los guerreros de su aldea. Esta vez también recibió la orden de presentarse en el punto de reunión con sus hombres. Aunque cada año le resultaba más difícil reunir la cifra de soldados exigida, en esa ocasión parecía como si el diablo en persona quisiera ponerle obstáculos.

Cuando Arnulf vio que sus dos vecinos se acercaban a la finca, la expresión de culpabilidad de sus semblantes le advirtió del motivo de su visita. Aguardó a que alcanzaran la puerta de la finca y luego salió a recibirlos.

—¡Buenos días! —saludó, aunque su tono era cualquier cosa menos amistoso.

Ambos campesinos dieron un respingo y durante un instante fue como si desearan que se los tragara la tierra. Por fin Ecke, el mayor, enderezó los hombros y le devolvió el saludo.

—Que Dios te bendiga, Arnulf.

Este esbozó una mueca burlona.

—¿Acaso te has convertido en un capellán, puesto que pretendes bendecirme?

Ecke se retorció las manos.

—Lando y yo queríamos hablar contigo, Arnulf.

—Siempre podéis hablar conmigo —replicó el señor de Birkenhof.

Como Ecke no parecía encontrar las palabras adecuadas, su acompañante intervino:

—Se trata de la campaña militar. Ecke y yo… el año pasado participamos junto a los sajones, y antes intervenimos en la campaña en el reino de los longobardos. Ahora el rey vuelve a exigir que nos unamos a la suya, pero dadas las circunstancias eso nos parece imposible, la verdad. Mi mujer está embarazada y mi hijo aún es demasiado pequeño para realizar las tareas de un hombre. Y encima Ulmo, nuestro mozo de labranza, murió el pasado invierno. Si me marcho, perderé la granja.

—Si no vienes con nosotros, el prefecto te castigará en nombre del rey, y entonces sí que perderás tu granja —dijo Arnulf, pro-curando apelar a la prudencia del campesino. El año anterior, al saber que el mozo de labranza de Lando ya no podía seguir trabajando, había decidido enviar a su propia gente a la granja del vecino para hacer la cosecha. Lo había hecho entonces y volvería a hacerlo hoy, algo que ambos campesinos sabían perfectamente.

Los dos hombres adoptaron una expresión avergonzada ante su mirada llena de reproches. Ecke se humedeció los labios tratando de hablar, pero no osó mirar a Arnulf a la cara.

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