Sin embargo, aquella información pareció dejar indiferente al conde. Entre tanto, había cosas más importantes que lo preocupaban. Unos mensajeros informaron que esclavos sarracenos se habían rebelado al oeste de Asturias, apoyados por bandas procedentes de allende la frontera. Por lo visto, Abderramán, el emir de Córdoba, procuraba socavar el poder del rey Aurelio ya en el primer año de su reinado. Comparado con todo aquello, la huida de una prisionera era una nimiedad.
En su mayoría, los habitantes del castillo olvidaron muy pronto a Maite. Solo de vez en cuando, las madres regañaban a sus hijos diciéndoles que si persistían en su impertinencia serían devorados por los lobos y los osos, como le había ocurrido a la niña vascona. Una muchacha de la aldea reemplazó a la esclava huida, una muchacha que había aprendido el respeto por la hija del señor del castillo desde la cuna y que se desempeñaba tan bien que incluso Alma se dio por satisfecha. Solo Ermengilda se enfadaba de vez en cuando por el apocamiento de Ebla; habría preferido con mucho enseñar a servir a la pequeña vascona.
Maite corrió hasta que un dolor agudo en las costillas se lo impidió. Solo entonces abandonó el camino y buscó un escondrijo entre las rocas, pero aquel lugar no le ofrecía protección frente a los perros de los astures y por ello se apresuró a seguir en cuanto recuperó el aliento. Como la mayoría de los perros perdían el rastro en el agua, bajó hasta un arroyo y avanzó a través del agua fría. Los pies no tardaron en quedarle totalmente entumecidos y empezó a tropezar y caer a cada paso. La tosca túnica de lana que le había puesto la criada astur absorbía el agua y colgaba pesadamente de sus hombros. Más de una vez estuvo a punto de abandonar el arroyo y esconderse en algún lugar, pero en cada ocasión el temor a ser atrapada por los astures y volver a ser raptada la impulsó a seguir.
Por desgracia, el arroyo no fluía hacia el este, en dirección a su hogar, sino hacia el norte, en dirección al mar. Allí vivían otras tribus vasconas con las que su gente no siempre había mantenido buenas relaciones. Si la cogían, corría peligro de ser entregada al conde astur o, si no, exigirían a su tribu unas cuantas ovejas en concepto de rescate. Maite no quería que su gente perdiera aún más ganado. Su situación no era buena: hacía un par de años numerosas ovejas habían sucumbido a una epidemia. Los animales suponían la riqueza de una tribu y por eso eran tan codiciados. Cuantas más ovejas lograba robar su jefe, tanto mayor era el prestigio del que gozaba entre los miembros de su tribu y entre las tribus vecinas. En ese aspecto, su padre había superado a todos los demás vascones, y también a los astures y los sarracenos. Durante unos instantes Maite recordó a su padre, silbando alegremente y entrando en la aldea con un rebaño robado.
Maite volvió a tropezar, pero el agua era más profunda y se hundió. Agitó los brazos con desesperación tratando de alcanzar la superficie, tragó agua y la dominó el pánico. Por fin logró aferrarse a una roca y encaramarse. Tosiendo y jadeando, permaneció tendida escupiendo agua. Cuando por fin logró incorporarse ya era de día. Maite ansiaba ponerse al sol para entrar en calor y dejar que el vestido se secara, porque la prenda pesaba como si fuera de plomo y convertía cada paso en una tortura.
Haciendo un gran esfuerzo, salió del arroyo y alcanzó un lugar ya iluminado por el sol. Allí se desplomó y cerró los ojos. Estaba tan exhausta que se durmió en el acto.
Cuando despertó, el sol ya lucía en lo alto. La niña miró en torno, confusa, porque había soñado que su padre y su madre la abrazaban con mucho cariño. Con los ojos llenos de lágrimas, pensó: «Ahora estoy completamente sola.» La pena por la muerte de sus padres se apoderó de ella y se echó a llorar desconsoladamente.
Su padre, el orgulloso guerrero, que había robado rebaños de ovejas y de cabras a los astures y los sarracenos, ya no estaba vivo. Pero no había sucumbido en el campo de batalla: había caído en la trampa de un traidor. El odio que le inspiraba ese hombre la asfixiaba. Y también odiaba al conde Rodrigo y a su hija —la responsable de la terrible paliza que había recibido— con la misma intensidad. Las frías aguas del arroyo le habían hecho bien, pero le dolía todo el cuerpo. Y además volvía a tener sed. Con mucho cuidado, descendió de nuevo al arroyo y buscó un lugar donde poder beber. De pronto, una sombra cayó sobre ella. Alzó la mirada y vio un lince que también se había acercado para abrevarse. El animal se balanceaba adelante y atrás, como si dudara entre abalanzarse sobre la presa o retirarse.
Maite no osó moverse. No disponía de nada para defenderse del felino. Pensó en inclinarse y coger una piedra, pero temió incitar al animal a atacar.
El lince permaneció en la orilla, contemplándola durante un lapso interminable. Por fin alzó la cabeza y aguzó los oídos. Un instante después dio media vuelta y desapareció entre las rocas con movimientos ágiles. Maite soltó un suspiro de alivio, pero entonces oyó los sonidos que habían ahuyentado al lince y se acurrucó contra la pared de rocas.
Varios jinetes se acercaban. A juzgar por el idioma que hablaban, no eran vascones ni astures, sino sarracenos. El corazón de Maite latía tan apresuradamente que casi temió que lo oyeran. Si caía en manos de esa gente, la llevarían mucho más lejos que los astures, a Tudela o incluso a Zaragoza. Allí también sería una esclava y no lograría escapar con tanta facilidad como del castillo del conde Rodrigo. Entonces se le ocurrió la satisfactoria idea de que quizá los hombres se dirigieran al castillo para conquistarlo e incendiarlo. Tal vez los hombres tomaran prisionera a Ermengilda y se la llevaran. La idea la hizo sonreír, porque esa criatura altanera se merecía convertirse en esclava de los sarracenos.
Pero en ese momento se trataba de su propio destino. Cuando uno de los hombres detuvo su caballo y señaló el arroyo, Maite ni siquiera osó respirar.
—Deberíamos dejar beber a los caballos, Abdul. Están extenuados.
Maite se alegró de conocer la lengua sarracena lo suficiente para comprender lo que decían. Si los hombres dejaban beber a sus cabalgaduras en ese lugar, la descubrirían. Presa del temor, rogó a todos los santos que la protegieran.
La oración tuvo efecto, porque el hombre llamado Abdul descartó la sugerencia.
—La orilla es demasiado abrupta, Fadl. Un poco más allá, arroyo abajo, hay un lugar donde podremos descansar.
Maite bendijo al hombre por sus palabras, puesto que los sarracenos se dispusieron a partir, y se quedó escuchando el ruido de los cascos hasta que el rumor se perdió en la distancia.
Salió del agua con las rodillas temblorosas y esta vez buscó un escondite donde no pudieran sorprenderla con tanta facilidad. Después de un rato descubrió una gran roca y se acurrucó detrás de esta en un lecho de musgo y hojas. Entonces procuró pensar con serenidad. Tras el encuentro con el lince y los sarracenos comprendió los peligros que la acechaban al recorrer la comarca a solas. Incluso había tenido suerte, porque en vez de un lince podría haberse topado con un oso o un lobo, y en vez de los sarracenos, con los hombres enviados por el conde Rodrigo para atraparla.
Intentó calcular la distancia que aún la separaba de su hogar. Rodrigo y sus hombres habían tardado dos días en recorrerla y los astures habían cabalgado con rapidez. Maite ignoraba cuánto tardaría ella en alcanzar su destino. Puesto que no disponía de un caballo, solo podía confiar en sus piernas, y además debía evitar los caminos y los senderos para no encontrarse con personas que podrían suponer un peligro. Otro problema era el hambre que empezaba a roerle las entrañas y que pronto la obligaría a olvidar todo lo demás.
Encontró unas bayas y unas setas en un claro del bosque y las devoró crudas, pero no bastaron para saciar su hambre. Pero si buscaba alimentos perdería tiempo, y ello suponía estar más expuesta a la amenaza de lobos, osos, linces, sarracenos y astures, así que Maite decidió seguir caminando lo más rápidamente posible y conformarse con comer lo que encontrara por el camino. Trató de olvidar su temor diciéndose que al ser la hija de Íker, la sangre de los antiguos jefes corría por sus venas y que Dios no permitiría que muriera allí, en las montañas.
Aunque ya habían transcurrido varios días tras la aparición del conde Rodrigo en Askaiz, la sombra del astur se proyectaba sobre la aldea como una bruma asfixiante. Además de Íker, una docena de hombres había sido víctima del enemigo, y los lloros y lamentos de sus madres, mujeres e hijas resonaban entre las montañas. Además, el destino de Maite los afligía a todos. Bien es verdad que Okin albergaba la secreta esperanza de que su sobrina permaneciera en manos de los astures para siempre, pero simulaba estar profundamente consternado y cuando conversaba con otros hombres amenazaba con vengarse del conde Rodrigo si algo le sucedía a la niña.
Esa noche, Okin volvía a estar sentado en la plaza de la aldea hablando con algunos hombres y observando a un grupo de muchachos que afilaban sus puñales y tallaban las astas de sus lanzas. También Asier, que en aquel entonces abandonó su puesto para ayudar a su hermano, afilaba las hojas de las armas. Era el más afectado por el hecho de que el conde hubiera logrado entrar en Askaiz sin mayor problema y se hubiera levado a Maite.
Las miradas que intercambiaba con sus amigos impulsaron a Okin a ponerse de pie y dirigirse a él.
—¡Espero que no se os ocurra hacer una tontería!
Asier no había olvidado que el nuevo jefe lo había regañado ante toda la aldea y, tozudo, no respondió. Pero uno de sus amigos exclamó:
—¡Querer liberar a Maite no es ninguna tontería!
—¡Quitáoslo de la cabeza! —ordenó Okin con dureza—. Hemos jurado fidelidad al conde Rodrigo, y si rompemos nuestro juramento nos castigará severamente.
—¡Quien juró fuiste tú, no nosotros! Y ni siquiera eres nuestro auténtico jefe, solo su sustituto, hasta que Maite elija un marido. —El joven no dejó lugar a dudas: solo aceptaba la autoridad de Okin hasta cierto punto.
«No resultará fácil obligar a estos tercos a obedecerme», pensó el tío de Maite, pero si permitía que los muchachos se dirigieran al castillo de Rodrigo y quizás incluso regresaran con Maite, ya no aceptarían ninguna de sus órdenes.
—¡Os quedaréis aquí! Han visto sarracenos en los alrededores. ¿Acaso estáis dispuestos a dejar nuestra aldea indefensa, solo porque queréis haceros los héroes?
Asier alzó la vista.
—Pero no todos nos marcharíamos, Okin, solo dos o tres. No podemos dejar a la hija de Íker en manos de nuestros enemigos.
—No nos queda más remedio, de momento. Debido a la imprudencia de Íker, nuestra aldea ha perdido a demasiados buenos guerreros. Si caen aún más, Amets de Guizora insistirá en convertirse en el nuevo jefe de la tribu. Hasta ahora, los jefes de Askaiz siempre fueron los líderes de toda la tribu.
Las palabras de Okin hicieron reflexionar a algunos de los muchachos. Íker fue el cabecilla indiscutido de las cinco aldeas que formaban la tribu, pero ahora las cosas habían cambiado. Okin, que solo era el cuñado de Íker, no pertenecía a la estirpe de los antiguos jefes, motivo más que suficiente para que Amets, el jefe de la segunda aldea más grande de la unión de tribus, aspirara a ocupar ese puesto. Y una vez que ocupara dicho cargo, sería casi imposible arrebatárselo. Entonces el futuro marido de Maite solo sería el jefe de su propia aldea, y eso no era lo que querían los muchachos.
Asier le tendió la piedra de afilar a uno de sus camaradas y se puso de pie.
—Iré a ocuparme de nuestros animales —dijo, sin mirar a Okin. En realidad quería reflexionar tranquilamente.
Descendió por la ladera y vio las cabras de su tribu pastando a lo lejos. A primera vista, solo una niña adolescente parecía vigilar el rebaño, pero en los alrededores los guardias vigilaban para que ningún extraño atacara el rebaño y robara las cabras. Después de que se supiera de la noticia de la muerte de Íker, dicho peligro era mayor que nunca y todos debían estar preparados.
Como Asier no tenía intención de hablar con la pastora ni con ninguno de los guardias, se encaminó en la dirección opuesta. El chillido de un pájaro hizo que alzara brevemente la vista. Aunque parecía auténtico, quien lo había lanzado no tenía plumas: era uno de los muchachos apostados para vigilar los alrededores de Askaiz, que lo había reconocido y había querido avisarle de que estaba atento.
Asier respondió con un silbido breve y agudo y siguió caminando. Por fin se sentó en una roca, desde donde contempló el valle. El castillo de Rodrigo se encontraba a tres días de marcha, si uno caminaba con rapidez y elegía los buenos caminos. Si se abría paso a través de senderos ocultos, tardaría entre cuatro y cinco días. Y para dicha excursión necesitaría provisiones, puesto que durante la marcha no podría cazar ni acercarse a ninguna aldea. Los rumores se adelantaban a cualquier viajero con mucha rapidez, y si el conde Rodrigo se enteraba de que un guerrero de Askaiz se aproximaba a su castillo, sacaría las conclusiones pertinentes.
«¡He de marcharme en secreto y ser tan cauteloso como un lince!», pensó. Asier lamentó que su hermano no pudiera acompañarlo, porque Danel yacía en su lecho afectado por la fiebre causada por las heridas. Aunque sin duda se iba restableciendo y, según palabras de Estinne, la mujer de Okin y sanadora de la aldea, pronto volvería a levantarse, Asier no podía esperar tanto tiempo. Se propuso partir esa misma noche y, mientras reflexionaba sobre la mejor ruta, un movimiento en el lindero del bosque le llamó la atención.
Quiso coger su lanza, pero la había dejado en la aldea y solo llevaba el puñal. Era mejor no iniciar una lucha, porque era posible que allí abajo hubiese más de un enemigo.
Mientras se ponía de pie para advertir al centinela, Asier vio que una figura diminuta surgía del bosque. Al principio creyó que se trataba de un enano y dudó entre retirarse o atraparlo. La figura se tambaleó como si estuviera herida. Además notó que llevaba una túnica mugrienta como las que solían lucir las criadas astures y no parecía suponer ninguna amenaza.
Oculto tras un arbusto, Asier vio que la figura se acercaba. Entonces cayó de rodillas y se arrastró a cuatro patas, como un animal. Por fin se desplomó y permaneció tendida.
Como Asier temió que se tratara de una trampa, al principio permaneció inmóvil, pero cuando la criatura se echó a llorar, cobró valor y se acercó con gran cautela. Tardó unos instantes en reconocer a Maite; reprimió un grito y corrió hacia ella. La alzó y, atónito, contempló su rostro demacrado y sus labios agrietados.