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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (3 page)

BOOK: La Rosa de Asturias
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Cuando los habitantes de la aldea reconocieron al muerto soltaron gritos y aullidos, y las laderas de las montañas devolvieron el eco de sus lamentos. Como los adultos le impedían la visión, Maite se dirigió a Estinne, la mujer de su tío, y preguntó:

—¿Qué ocurre?

—¡Nada, niña! —exclamó la mujer, mientras procuraba apartarla de allí.

Maite se zafó y se abrió paso por entre la multitud. Solo tardó unos instantes en identificar al cadáver ensangrentado: era su padre. Al principio se quedó paralizada, pero luego soltó un alarido tan sonoro y agudo que los caballos de los invasores se encabritaron.

Apretó los puños y se dispuso a abalanzarse sobre los astures, pero una mujer la retuvo.

—¡Cállate, pequeña! De lo contrario, esos malvados te harán daño.

El conde Rodrigo dejó que los aldeanos, que contemplaban a su jefe muerto con el rostro desencajado, asumieran el cambio de situación. Después empezó a hablar en tono alto y claro.

—Vuestro jefe Íker y sus compinches se acercaron demasiado a mis rebaños de ovejas y mis pastores les dieron su merecido. Os he traído su cadáver para que sepáis lo que os espera si alguno de vosotros vuelve a cometer la osadía de acercarse a mi ganado.

Maite quiso gritar a ese hombre que su padre era un gran guerrero que se habría enfrentado a una docena de pastores astures, pero la mujer que la sujetaba le tapó la boca de forma que apenas podía respirar. Maite se debatió con furia, procurando soltarse; entonces se acercó Estinne y ayudó a sujetar a la enfurecida niña.

Lo único que Maite pudo hacer fue lanzar miradas furibundas a los aldeanos, inmóviles como corderos aterrados pese a que superaban en número a los hombres de Rodrigo. Los astures habían aparecido en Askaiz sin que Asier, que debía haber montado guardia, advirtiera a la aldea, y los habitantes mantenían la vista clavada en las brillantes espadas y lanzas de los intrusos sin atreverse a mover un dedo.

En ese momento, más que espanto o tristeza lo que Maite sentía era ira. Sabía que su padre habría podido acabar con ese conde arrogante y sus jinetes, así que solo había una explicación: los astures debían de haberle tendido una trampa.

El conde Rodrigo ni siquiera se percató de los gestos amenazantes de la niña y se limitó a deslizar la mirada por los rostros aterrados de los habitantes de Askaiz con aire satisfecho. «Sin un jefe audaz como Íker son como corderos temblando ante el lobo», pensó, y acto seguido señaló a uno de los hombres.

—¿Y ahora quién es vuestro líder? ¡Que dé un paso adelante y escuche lo que he de decirle!

Algunos de los aldeanos abrieron paso al cuñado del jefe muerto. Okin, que hacía tiempo había dejado atrás la treintena, era un hombre fornido de rostro redondo que parecía haber perdido su expresión amargada habitual. Se acercó al caballo de Rodrigo con paso decidido, cruzó los brazos y preguntó:

—¿Qué quieres?

Durante un instante una leve sonrisa atravesó el rostro del astur, luego las miradas de ambos hombres se encontraron en silencioso acuerdo. Pero cuando Rodrigo habló, lo hizo en tono duro.

—¿Eres el nuevo jefe?

—Soy el cuñado de Íker y él me encargó que dirigiera la tribu durante su ausencia.

—Entonces de ahora en adelante tendrás esa responsabilidad, ¡a menos que Íker regrese del infierno! —Rodrigo soltó una carcajada, al tiempo que un brillo de satisfacción iluminaba la mirada de Okin.

Entonces un anciano dio un paso adelante y alzó la mano.

—El visigodo puede decir lo que se le antoje, Okin. Solo serás nuestro cabecilla hasta que la hija de Íker tenga la edad suficiente para elegir marido. ¡Entonces este ocupará el lugar de su padre!

Aunque Maite solo tenía ocho años, comprendió que hablaban de ella. Tras la muerte de su padre, era la única por cuyas venas fluía la sangre de los antiguos jefes y era su deber pasarla a la siguiente generación… cuando tuviera la edad necesaria para ello. Eso la enfureció todavía más, porque ahora no había nadie que pudiera impedir que su tío se las diera de jefe ante los demás miembros de la tribu, como siempre hacía cuando su padre estaba ausente. Y también ahora se daba aires y hablaba con el cabecilla astur —el asesino de su padre— como si se tratara de un huésped bien recibido. En lugar de eso, ella habría animado a los hombres a vengar a su jefe muerto. «Pero para eso es demasiado cobarde», pensó, embargada por el odio.

Rodrigo no parecía interesado en las objeciones del anciano; acercó su cabalgadura a Okin y lo rozó con la punta de la bota.

—Tú y tu gente juraréis fidelidad al rey Aurelio y en el futuro me pagaréis tributos a mí. ¡De lo contrario, regresaré y de vuestra tribu no quedará ni el nombre!

Un murmullo de indignación surgió entre los hombres y las mujeres que hasta ese momento habían permanecido en el fondo, pero nadie osó oponerse a las descaradas exigencias del conde astur. Maite se avergonzaba cada vez más de su pueblo, que se postraba ante el astur en vez de derribarlo de su montura para hacerle pagar por la muerte de Íker.

Entretanto, Estinne había aflojado su presa y Maite se zafó. Presa de la cólera, echó a correr hacia Rodrigo. Su tío la vio y trató de detenerla, pero antes de que la niña llegara junto al conde dio un paso atrás e introdujo los pulgares en el cinto, como si lo que estaba a punto de suceder no fuera con él.

Cuando la pequeña llegó junto al semental del astur se dio cuenta de que no podía hacer nada. Ni siquiera tenía un cuchillo y, desesperada, le pegó un puñetazo en la pierna derecha y le gritó todos los insultos que conocía.

Desconcertado, Rodrigo tardó unos instantes en reaccionar, luego la cogió del cuello y la sostuvo, de modo que sus puños ya no pudieron alcanzarlo.

—¿Quién es esta criatura? —preguntó.

—Maite, la hija de Íker —contestó Okin sin titubear.

—¡Una niña valiente! Bien, pronto domaremos a esta fiera. —Rodrigo rio y depositó a Maite en manos de uno de sus guerreros—. ¡Cógela, Ramiro! Cuida de la pequeña. Deberías maniatarla, porque me parece que les ha echado el ojo a nuestros puñales. Cuando lleguemos a casa, Alma se encargará de ella. Si alguien es capaz de domar a este mal bicho es ella.

Sus guerreros también rieron, puesto que no en vano la mayordoma del castillo era conocida como Alma
el Dragón
. La pequeña tendría que someterse a ella si no quería recibir una buena tunda. Ninguno de ellos se tomó en serio el odio que brillaba en la mirada de Maite: para ellos solo era una niña que pronto se vería obligada a adaptarse a las nuevas circunstancias.

El conde Rodrigo volvió a dirigirse a Okin.

—¡Ahora sabes quiénes son tus amos! Atente a ello, de lo contrario la próxima vez os costará más que un par de muertos. —Tras lanzar un vistazo al cadáver del jefe como si fuera un ciervo abatido, indicó a sus hombres que lo siguieran.

Maite se debatió con desesperación, pero Ramiro le pegó una bofetada que casi la dejó sin sentido. Antes de que pudiera reaccionar, el astur la maniató con una cuerda áspera y la sentó delante de él en el caballo. Cuando, furibunda, asestó una patada en el cuello al animal, recibió otro bofetón que la obligó a apretar los dientes para no soltar un grito de dolor. Aunque era la hija de Íker y estaba decidida a no demostrar debilidad ante los astures, no osó seguir repartiendo patadas y tampoco logró reprimir las lágrimas que se derramaban por sus mejillas cuando su aldea natal fue quedando cada vez más atrás.

4

Una vez que los astures se marcharon, un silencio absoluto se instaló en la aldea. Después los habitantes se reunieron en torno a Okin y lo contemplaron con expresión expectante. Por fin un anciano manifestó lo que todos pensaban.

—¿Cómo ha podido ocurrir?

—¿Y cómo voy a saberlo? —gritó Okin—. Mi cuñado se empeñó en robarle las ovejas a Rodrigo, ¡y ahora yace ahí, muerto!

—Quiero saber por qué Asier no nos advirtió. ¡De lo contrario podríamos haberles preparado una buena bienvenida a esos perros astures! —exclamó un aldeano.

Okin se volvió, enfadado.

—¿Acaso crees que podríamos haber acabado con esos jinetes, sus armaduras y sus espadas? ¡Echa un vistazo a lo que nos rodea! ¿Qué ves? Muchachos que nunca han participado en una batalla y ancianos como tú. Íker condujo a la muerte a demasiados de nuestros guerreros. ¡Que arda en el infierno por ello!

Los murmullos de la multitud indicaban claramente que no todos estaban de acuerdo con él. Algunas mujeres, cuyos maridos e hijos habían partido junto con Íker, prorrumpieron en gritos y lamentos y se golpearon el pecho como dementes.

—¡Si nos hubieran advertido, podríamos haber ido a las otras aldeas en busca de ayuda! —El anciano aún estaba enfadado con el guardia que no había dado la alarma a tiempo.

—No disponíamos de tiempo suficiente —objetó Okin. Sin embargo, sabía que, dada la situación, no debía dar la impresión de ser un perro con el rabo entre las patas, así que apretó los puños y agregó—: Puede que hayan matado a Íker y a nuestros jóvenes guerreros, pero ni por esas lograrán doblegarnos. Iremos en busca de jóvenes de otras aldeas para que esto así jamás vuelva a repetirse.

—Así que no pagaremos tributos a ese astur arrogante —añadió el anciano en tono satisfecho.

Okin se encogió de hombros.

—Quizá tengamos que darle algunas ovejas un par de veces, pero en cuanto nuestros muchachos se hayan convertido en guerreros, el astur no recibirá ni un solo vellón sarnoso más.

Algunos exaltados hicieron rechinar los dientes, pero la mayoría de los aldeanos se dio por conforme: sabían que la tribu tardaría un tiempo en reemplazar a los guerreros muertos.

No obstante, una de las mujeres se negó a darse por satisfecha y espetó a Okin:

—Deberíais avergonzaros por haber permitido que los astures se llevaran a la hija de Íker, así sin más. ¡El año pasado la pobre niña ya perdió a su madre, y ahora esto!

—No matarán a Maite —replicó Okin, irritado.

La mujer lo miró como si no comprendiera cómo podía decir semejante sandez.

—¡La convertirán en una astur, y eso es mucho peor!

—¡No entiendo por qué la muy estúpida tuvo que abalanzarse sobre Rodrigo! —Pero sus palabras solo sirvieron para indignar aún más a la mujer.

—¿Y por qué tuviste que decirle que se trataba de la hija de Íker? —chilló esta.

—Si Maite no se casa con el hombre adecuado, tendremos que unirnos al jefe Eneko de Nafarroa para evitar que los astures nos dominen —vaticinó uno de los ancianos con voz sombría.

Okin hizo un ademán desdeñoso.

—¡Eso aún no ha ocurrido! —soltó. Pero se alegró cuando un muchacho que había echado un vistazo al valle exclamó:

—Un hombre se acerca por el camino, ¡y lleva a otro cargado a la espalda!

Entonces los demás también lo vieron. La mujer que hacía un momento discutía con Okin entornó los ojos para ver mejor.

—¡Pero si es Asier! ¿Cómo…? —se interrumpió con un gesto de desconcierto.

—Ahora tendrá que explicar ese bellaco por qué abandonó su puesto, y si no tiene un buen motivo me las pagará —dijo Okin al tiempo que desenvainaba su puñal, con lo cual logró escapar del enfado de la mujer.

—¿También quieres matarlo a él, cuando ya hemos perdido a tantos de los nuestros?

Por toda respuesta Okin soltó una blasfemia y se acercó al muchacho que se tambaleaba bajo el peso del cuerpo.

—¡Es Danel, mi hermano! La gente de Guizora lo encontró dos valles más allá y fue a buscarme. Lo han malherido, pero aún está con vida. Al parecer, los hombres de Íker cayeron en una trampa y murieron. Los astures dejaron a Danel en la frontera de nuestras tierras, quizá para que lo encontrasen. No sé por qué, pero…

—¡Pero yo sí lo sé! —gritó Okin—. Para que los habitantes de Guizora lo encontraran y fueran en tu busca. Y tú, pedazo de necio, abandonaste tu puesto y así permitiste que los astures alcanzaran Askaiz sin que nadie se lo impidiera.

—¿Qué estás diciendo? —Asier lo miró, horrorizado.

—¡Los astures han estado aquí! Arrojaron el cadáver de Íker en la plaza de la aldea y se llevaron a su hija.

—¿Maite? Pero… ¿cómo…? —Desconcertado, Asier sacudió la cabeza.

Uno de los ancianos frunció el entrecejo y señaló a Okin con el dedo.

—Hablas como si todo hubiera sucedido según un plan premeditado, pero es imposible que los astures supieran que el hermano de Danel montaría guardia.

—¡Pero los de Guizora sí lo sabían! —rugió Okin, como si tuviera que dar rienda suelta a su indignación. Sus palabras sembraron la desconfianza respecto de la aldea vecina. Si llevaba razón, allí debía de haber un traidor que se había puesto del lado de los astures.

Uno de los ancianos asintió con aire compungido.

—Amets de Guizora siempre envidió a Íker. Además, es su primo tercero, y él también pertenece a la estirpe de los antiguos jefes.

Okin esbozó un gesto desdeñoso.

—¡Por sus venas no fluye más sangre de jefes que por las mías! ¡Askaiz siempre fue el centro de nuestra tribu, y seguirá siéndolo!

Se alzó un murmullo de aprobación; Okin cruzó los brazos y reprimió una sonrisa de satisfacción. Al parecer, aquel día había matado tres pájaros de un solo flechazo: su cuñado había muerto, su hija era prisionera de los astures y el prestigio de su rival Amets de Guizora había quedado tan mermado que ningún habitante de Askaiz lo aceptaría como su líder.

5

Aunque le ardían las mejillas debido a las bofetadas de Ramiro y la pena por su padre le estrujaba el corazón, Maite apretó los dientes. Era la hija de un jefe y no debía decepcionar a Íker ni a su tribu, por eso se grabó en la memoria los detalles más importantes del camino que recorría la expedición y juró huir en cuanto se presentara la oportunidad. Pese a conocer los peligros que amenazaban a una niña como ella, no se dejó impresionar; tampoco permitió que la amedrentara la distancia que la separaba de su aldea natal a medida que los astures avanzaban: lograría encontrar el camino a casa desde cualquier lugar. Sus acompañantes eran rudos guerreros y no le prestaban más atención de la imprescindible. De vez en cuando, Ramiro le alcanzaba un mendrugo o le dejaba saciar la sed en un arroyo. Después empezó a cansarse de atarla y desatarla una y otra vez, y se dirigió al conde.

—¿No creéis que ya está bastante domada, señor?

Rodrigo bajó la mirada para contemplar a la niña pequeña y delgada que se acurrucaba en el suelo y sacudió la cabeza.

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