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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (4 page)

BOOK: La Rosa de Asturias
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—Por mí puedes desatarla. No creo que escape.

«Eres el único que cree que no escaparé», pensó Maite, pero como Ramiro no la perdía de vista, no cometió el error de huir durante aquel descanso. Gracias a sus caballos, los astures no tardarían en darle alcance.

Aunque había intercedido por Maite, Ramiro se cuidó de que no se hiciera con su puñal. Pero la cólera inicial de Maite se había disipado y había comprendido que esa no era la manera de vengar a su padre. No tenía la fuerza necesaria para clavarle un puñal a través de la cota la malla al hombre que la vigilaba. Además, la muerte de Ramiro no cambiaría nada: en todo caso, tendría que matar al conde Rodrigo, que montaba muy por delante de los demás y cuya cota de malla parecía tan sólida como si la hubiera confeccionado un forjador de armas hechicero. Como de momento no podía huir ni vengarse, Maite optó por fingir que se sometía.

El conde Rodrigo estaba muy satisfecho con el éxito alcanzado. La muerte de Íker de Askaiz suponía haberse deshecho del único cabecilla capaz de haber unido a las tribus vasconas allende la frontera. Ahora ya no quedaba ningún líder en disposición de enfrentarse al poder astur a excepción de Eneko Aritza, que había fundado un pequeño reino en Nafarroa.

—¡El traidor hizo un trabajo estupendo! —Embriagado por el éxito, Rodrigo no prestó atención a la pequeña prisionera que, al oír la palabra «traidor», alzó la cabeza. ¡Su padre había sido víctima de una traición! Para Maite ello suponía un gran dolor, porque amaba su aldea natal de Askaiz y también había visitado Guizora y las otras aldeas de la tribu con frecuencia. Allí siempre la habían tratado bien, muchos le habían regalado tartas de miel y sabrosas nueces, así que la idea de que una de aquellas personas fuera culpable de la muerte de su padre le resultaba insoportable.

—¡Mi pariente, el rey, estará muy satisfecho! —exclamó Rodrigo, soltando una carcajada. Aunque Urraca, su mujer, solo era una hermana ilegítima del conde Silo, un primo del rey Aurelio, el enlace con ella le había proporcionado rango y prestigio.

Sus hombres rieron, puesto que pocas veces habían alcanzado el éxito con mayor facilidad, y se burlaron de Íker de Askaiz, que había caído en la trampa como un oso tentado por la miel. Por lo visto no sospechaban que, al ser hija del cabecilla, su prisionera no solo hablaba su lengua materna, el vascuence, sino que también había aprendido el astur. Maite aguzó el oído, pero lamentó que en ningún momento mencionaran el nombre del que había traicionado a su padre.

No obstante, Maite juró desquitarse de ese canalla. Era consciente de que tardaría años en poder emprender su venganza y sabía que quizá quien tendría que matarlo sería el hombre con quien se casara, pero se juró que algún día sumergiría las manos en la sangre de aquel renegado que la había desprovisto, a ella y a su tribu, de un líder. Sumida en sus ideas de venganza, solo entonces se percató de que el grupo se acercaba a su destino. Primero cabalgaron a través de una población cuatro veces más grande que su aldea natal de Askaiz. Aunque los habitantes hablaban un dialecto similar, hacía muchos años que habían sido sometidos por los visigodos y ya habían olvidado lo que significaba ser vascón. Saludaron al conde con expresión sumisa y contemplaron a su joven prisionera con mirada curiosa.

—¿Quién es esa, don Rodrigo? —preguntó una muchacha que llevaba un largo vestido de color pardo.

—Una pequeña gata montés que le regalaré a mi hija —respondió el conde, riendo.

Aunque se llamaba a sí mismo Roderich, su nombre visigodo, había aceptado que los demás lo llamaran Rodrigo, la versión castellana del mismo. Durante siglos, su pueblo había ejercido el dominio sobre los antiguos habitantes de la península y había conservado su lengua y sus costumbres. Sin embargo, era consciente de que el poder de los últimos visigodos ya no bastaba para conservar los escasos territorios no ocupados por los sarracenos. Para ello necesitaban a los hispanos, y si a cambio estos se convertían en buenos astures, Rodrigo se daría por conforme.

Rodrigo saludó a los aldeanos y contempló a los muchachos que ponían fin a su labor en los campos e iniciaban su práctica con las armas. Incorporaría una o dos docenas de ellos en su guardia personal, en reemplazo de algunos guerreros mayores que ya pensaban en casarse.

Satisfecho de las circunstancias en su esfera de influencia siguió cabalgando y, tras dejar atrás la aldea, tomó por un camino abrupto que ascendía la montaña. Aunque el acceso al castillo era difícil, servía para mantener a raya a los jinetes sarracenos. Rodrigo se enorgullecía de que, durante los años en los que él había sido conde de la marca, los enemigos jamás habían logrado atacarlo con éxito. Entretanto, el castillo también había llamado la atención de Maite. Este se elevaba por encima del valle en una saliente rocosa, rodeado por una alta muralla. Una única puerta daba a un patio alargado, en cuyo perímetro se alzaban varios edificios. Maite se sorprendió al ver que, a diferencia de su aldea, tanto las murallas como la mayoría de las casas eran de sillares tallados y no de mampuestos. Solo algunas construcciones situadas en los límites eran de piedras irregulares, pero el balido de las ovejas reveló que se trataban de establos.

El edificio principal era una casa alargada de pequeñas ventanas similares a troneras y una puerta con herrajes de bronce. El conde Rodrigo detuve su corcel ante la entrada, desmontó y entregó las riendas a un mozo que se acercó presuroso.

—¡Almoházalo bien y dale cebada! —Al tiempo que lo decía, pensó que podría haberse ahorrado dicha orden. Era de suponer que sus mozos de cuadra sabían mejor que él cómo tratar a su semental y a los caballos de sus guerreros. Le palmeó el hombro y se dirigió a sus acompañantes—. Ocuparos de vuestras cabalgaduras y después haced que os sirvan una copa de vino. ¡Aunque solo nos hemos enfrentado a unos cuantos salvajes de las montañas, hemos de celebrar la victoria!

Mientras tanto Urraca, la esposa de Rodrigo, apareció en la puerta y escuchó sus últimas palabras.

—¡Los hombres solo pensáis en las celebraciones!

Rodrigo se acercó a ella riendo y la abrazó.

—Es que tenemos buenos motivos para ello, querida mía. A fin de cuentas, hemos puesto fin a los ataques de Íker y obligado a su tribu a someterse a nosotros. Tu hermano estará satisfecho.

Urraca conocía mejor a su marido que a su hermano. Se había criado en una remota aldea y solo cobró importancia para Silo cuando este empezó a albergar esperanzas de convertirse en sucesor del rey Aurelio, para lo cual necesitaba aliados. A causa de ello, ofreció la mano de su hermanastra a Rodrigo y así se aseguró el apoyo del conde de la marca. Aunque el matrimonio solo era el resultado de una jugada política, Urraca y Rodrigo se llevaban muy bien, pese a que este recordaba con nostalgia el pasado y no lograba olvidar que era uno de los últimos auténticos visigodos. Los hijos de ambos serían astures y se enorgullecerían de pertenecer a ambos pueblos. Urraca se rozó el vientre con la mano, sonriendo. Rodrigo aún no lo sabía, pero Urraca esperaba que, tras dar a luz a una hija, dentro de seis meses, le proporcionaría un heredero varón. Esa noche quería confiarle su pequeño secreto, pero entonces se volvió hacia el extraño botín que él le había traído.

—¿Desde cuándo robas niños, esposo mío?

—¿Te refieres a la pequeña fiera? Es la hija de Íker y quiero que Alma se haga cargo de ella. Si Ermengilda lo desea, será su doncella.

Maite frunció los labios. ¡Nunca sería la criada de una astur! Mientras reflexionaba sobre cómo escapar del bien vigilado castillo, Ramiro desmontó y le tendió los brazos para bajarla del caballo. La depositó en el suelo, le pasó la mano por los cabellos y, riendo, dijo:

—¡Pórtate bien, fierecilla!

Maite entrecerró los ojos y se preguntó si ese astur era tan tonto como para creer que ella olvidaría que él y sus amigos habían matado a su padre y la habían raptado. Deseó morderle la mano, pero Ramiro ya se había alejado. Se armó de valor y contempló a la mujer rolliza cuyos cabellos eran del mismo color castaño que los suyos y cuyos ojos parecían piedras grandes y relucientes. «Parecen los ojos de una vaca», pensó y se alegró de que los suyos fueran de un color castaño claro y no tan desorbitados como los de la mujer. El vestido de la astur era más precioso que cualquiera que hubiera poseído su madre, y además una cadena de oro le rodeaba el cuello. «Parece una vaca con cadena y todo», se dijo Maite con una mueca desdeñosa.

Cuando doña Urraca se disponía a llamar a su mayordoma, la puerta se abrió y una figura menuda salió presurosa: una niña cuyos rizos rubios brillaban a los rayos del sol. Presa del asombro, Maite comprobó que llevaba un vestido entallado y hasta zapatos. Estaban a principios de otoño y, tras el largo verano, el suelo aún estaba tibio. Ni siquiera su madre hubiera llevado zapatos en es época del año.

La niña rubia abrazó al conde y a continuación señaló a Maite.

—¿Me regalas esa esclava, papá?

—¡No soy una esclava! —exclamó Maite. Eran las primeras palabras en astur que pronunciaba.

El conde alzó la cabeza con aire desconcertado.

—¿Comprendes lo que decimos? Muy bien, así te adaptarás con mayor rapidez.

—¡Por favor, padre! ¡Dámela! —Ermengilda contempló a su padre con ojos brillantes. Sabía que la quería mucho, puesto que tenía más aspecto de visigoda que su madre. Hasta tenía ojos azules, solo que los suyos eran del color del cielo estival y no tan claros como los del conde.

—¡Claro que te la regalo! Si no te obedeciera, la vara de Alma bastará para que lo haga.

El conde besó a su hija y luego, considerando que tenía asuntos más importantes que hacer que ocuparse de una pequeña vascona, entró en la casa.

Ermengilda caminó en torno a Maite y la examinó. «Esta criatura sucia y flaca no parece gran cosa —pensó—. ¿Me resultará útil como doncella?» Era consciente de que pronto se convertiría en una joven damisela y necesitaría una sirvienta que se encargara de sus ropas y que supiera peinarla a la última moda.

Como le llevaba más de una cabeza a Maite, calculó que la diferencia de edad sería mayor que los dos años que las separaban y adoptó una expresión arrogante.

—Antes de que puedas servirme, hemos de meterte en una tina y frotarte a conciencia. Además, necesitarás una túnica limpia.

Doña Urraca asintió en silencio e indicó a dos criadas que se acercaran y se llevaran a Maite.

—Lavadla y dadle algo de comer. Será la doncella de mi hija. —Y dicho esto dio media vuelta, dejando a ambas niñas a solas con las criadas en el patio.

Maite frunció los labios. Todos hablaban de ella como si no fuera una persona, sino un objeto del que se pudiera servir a voluntad. Como no parecía dispuesta a seguir a las dos criadas hasta el lavadero, las mujeres la cogieron de los brazos y la arrastraron consigo.

Ermengilda las siguió y se quedó mirando cómo las criadas le quitaban el vestido sucio a Maite y, asqueadas, lo arrojaban a un rincón. Después la obligaron a sentarse dentro de una tina de madera llena de agua fría y empezaron a frotarle la piel con cepillos, como si quisieran despellejarla. Maite trató de defenderse, pero las dos mujeres eran más fuertes que ella.

Por fin se quedó de pie en medio del lavadero con los ojos arrasados en lágrimas y deseosa de recuperar sus ropas. Sin embargo, una de las criadas la sujetó y apartó su vestido con el pie.

—Ya no necesitarás esos harapos —dijo—. Te daremos algo mejor.

Ayudada por la otra criada, le puso una túnica de lana marrón y le rodeó la cintura con un fino cordel.

—Bien, ya está —dijo la criada, y se volvió hacia Ermengilda—. ¿Podemos dejarte a solas con esta? Nos han encargado unas tareas.

Ermengilda asintió con gesto altanero.

—Podéis marcharos. ¡De ahora en adelante, esa me servirá a mí! ¿Cómo te llamas? —preguntó, dirigiéndose a Maite.

La pequeña vascona apretó los labios.

—¡Te he hecho una pregunta! —Ermengilda se impacientó, sobre todo porque las dos criadas soltaban risitas a sus espaldas—. Mi padre ha dicho que serías mi esclava, así que has de obedecerme, ¿comprendido? Bien, ¿cómo te llamas?

La respuesta fue un silencio obstinado. Ermengilda se enfadó con su padre por haberle regalado una criada díscola.

—¡Si no me obedeces en el acto, Alma hará bailar su vara sobre tu trasero!

Maite se percató de que la otra niña hablaba en serio y cedió. Si quería huir, no podría hacerlo con el trasero en carne viva.

—Me llamo Maite.

—¿Maite? Ese es el nombre de una oveja o una vaca. De todos modos, la gente de las montañas sois medio animales.

La joven prisionera se mordió los labios para no decirle a Ermengilda lo que pensaba de ella. Gracias a Ramiro, ya había notado que los astures tenían la mano larga.

—¡Ven conmigo! —ordenó Ermengilda, que emprendió la marcha sin dignarse volver la cabeza. Sin embargo, Maite no se movió, tratando de reprimir las lágrimas. ¿Acaso esa mocosa creía que podía tratarla como a un perro amaestrado?

Cuando Ermengilda advirtió que la nueva esclava no la seguía, adoptó el tono con el que la mayordoma se dirigía a las criadas perezosas.

—¿Qué esperas? ¡Ahora mismo te daré un par de azotes!

Al oír la palabra «azotes», Maite obedeció rechinando los dientes, enervada.

Como su amenaza había hecho ceder a Maite, Ermengilda decidió que en el futuro la utilizaría para obligarla a obedecerla.

—¿Sabes coser y tejer? —preguntó, aunque le pareció improbable en el caso de una salvaje de las montañas.

Durante un instante Maite quiso contestar que no, pero ya a los seis años su madre le había enseñado a tejer los motivos con los que adornaba sus vestidos, y no quería mentir.

—¡Claro que sé tejer! —replicó en tono orgulloso.

Ermengilda lo pasó por alto haciendo un gesto despectivo.

—¡Bah, eso está por ver! Ahora acompáñame a mi habitación y te mostraré lo que puedes tocar y lo que no; no quiero que con tu torpeza me lo rompas todo. —Esa era una frase que Alma también solía emplear para advertir a las nuevas criadas de que se anduvieran con mucho cuidado.

Maite, que pese a su juventud ya se había encargado de dirigir el hogar de su padre durante el año anterior, sacudió la cabeza. Esa Ermengilda era todavía más infantil que la hija de Berezi, que solo tenía cinco años. Además, su conducta era aún más soberbia que la de los emisarios sarracenos que acudieron para invitar a su padre a someterse al valí Yussuf Ibn al Qasi. Claro que su padre no tardó en decirles que volvieran a montar y se largaran de la aldea.

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