Read La Rosa de Asturias Online

Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (48 page)

BOOK: La Rosa de Asturias
3.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Al ver que la expresión del franco pasaba de la ira a la expectativa, Yussuf sonrió.

—¡Bien! Tráeme una, pero que no sea pequeña, ¿entendido?

—¡Será tan grande que no podrás acabártela tú solo! —dijo el sarraceno, y se dispuso a abandonar la muralla de buen humor pensando que el memo del franco se quedaría aguardando la jarra de vino en vano.

7

Efectivamente, los rehenes tuvieron que ayudar a derribar la muralla y sufrieron el mismo desprecio que los francos sentían por los salvajes de las montañas, como estos denominaban a los vascones; debido a ello Maite no era la única que ansiaba escapar del cautiverio.

Por fortuna, el plan del joven Eneko era tan sencillo como adecuado. Envió a dos de las muchachas al palacio en busca de vino; para ello tuvo que prometerles un jarro de vino a los francos que los vigilaban. Cuando la vascona regresó con dos cestas llenas, los guardias reclamaron su parte; después Eneko, Maite y los demás solo tuvieron que esperar que el narcótico mezclado con la bebida surtiera efecto.

Cuando los francos se quedaron tendidos en el suelo roncando, Eneko indicó a los rehenes que lo siguieran y se adentró en el laberinto de estrechas callejuelas. Los demás lo siguieron deprisa, como si temieran quedarse atrás. Solo Maite emprendió otro camino y se dirigió hacia el lugar donde la aguardaba Ermengilda.

—¡Ven! —le gritó.

—¿Cómo saldrás de la ciudad? Los francos vigilan todas las puertas —preguntó Ermengilda, preocupada.

—Eneko conoce un pasadizo secreto muy antiguo. En el otro extremo de este nos aguardan los caballos. Nos ocultaremos en las montañas y los francos no podrán encontrarnos. ¡Ahora ven!

Solo entonces comprendió Ermengilda que en realidad no quería huir. En todo caso, no sin haber hablado con Philibert y Konrad, y sacudió la cabeza.

—No iré con vosotros, pero te deseo toda la suerte del mundo.

Maite le lanzó una mirada airada.

—¿Qué significa eso? Ayer estabas dispuesta a acompañarnos.

—¡Es imposible! —contestó la astur, pero no se atrevió a mirar a Maite a la cara.

Esta se encogió de hombros.

—Tú decides. ¡Pero después no te quejes si tu marido te aparta de su lado o incluso te hace asesinar! —dijo, antes de darle la espalda para marcharse.

Ermengilda la siguió con la mirada, suspirando; luego emprendió el camino de regreso al palacio sin advertir que alguien se acercaba a ella.

Cuando el embozado le cubrió la boca con la mano y la arrastró hasta una oscura entrada, la joven pegó un respingo y trató de zafarse, pero el hombre la rodeaba con los brazos y la arrastraba cada vez más hacia la oscuridad. «¿Acaso ya es el asesino enviado por Hildiger?», pensó la astur, porque en ese caso, solo ella tenía la culpa si moría allí. Maite le había mostrado una salida, y ella la había rechazado.

De pronto se le ocurrió otra cosa: ¿y si ese canalla solo buscaba una mujer a quien violar? ¿La creería si ella le decía que era la esposa del conde Eward, o bien la ultrajaría pese a ello?

Tras dar unos pasos, el hombre se detuvo y la soltó.

—Perdonad que os haya atacado, pero no se me ocurrió otra cosa.

Entonces lo reconoció.

—¿Konrad? ¡Me has dado un susto de muerte!

—No era mi intención. Pero no he dejado de pensar en la vida que os espera si Eward os lleva a su patria. Quiero ahorraros ese mal trago.

—Respeto tu preocupación pero, ¿por qué me has atacado y me has arrastrado hasta aquí? —preguntó Ermengilda, que ya estaba más indignada que asustada.

—Os ruego que bajéis la voz —suplicó él—. Quiero llevaros a casa. Mis dos yeguas sarracenas nos aguardan. Salir de la ciudad no supone un problema porque en algunos lugares las murallas ya se han derrumbado.

—¿Pretendes huir conmigo?

—Sí, eso quiero —dijo el joven franco.

Conmovida, Ermengilda le acarició la mejilla. Precisamente porque la fortuna se mostraba esquiva con ella, tener amigos dispuestos a ayudarla la reconfortaba. Con Konrad a su lado lograría regresar a su hogar. Era un buen guerrero y disponía de caballos veloces, y además era un hombre con quien consideraba que podría convivir.

Entonces le vino a la cabeza la imagen de Philibert. Antes de seguir a Konrad debía hablar con su amigo y explicarle por qué no habría podido huir con él, así que apartó a Konrad con gesto decidido.

—Lo siento, pero yo… es imposible… ¡al menos de momento!

Al principio el joven la contempló estupefacto, luego la furia le crispó el rostro.

—Así que quieres permanecer junto a Eward, que no es un hombre sino un pusilánime. ¡Claro! ¡Lo comprendo! Es un conde y proviene de un noble linaje; por eso es mejor que yo, desde luego. Por lo visto el hijo de un campesino libre no es bastante bueno para una dama como tú.

Antes de que Ermengilda pudiera replicar, el joven franco se alejó resueltamente.

La joven lo siguió con la mirada y notó que las lágrimas rodaban por sus mejillas. Gracias a sus titubeos, había logrado ofender tanto a Konrad como a Philibert, pese a que ambos se habían mostrado dispuestos a abandonar su tierra natal y sus familias por ella, y también a renunciar a servir a su rey, cuyo favor habían logrado gracias a su coraje. Ahora no le quedaba más remedio que marcharse con Eward y aceptar el destino que él le deparara.

8

Maite y sus compañeros tuvieron suerte. Aunque los guardias informaron de su desaparición a Eward, a quien el rey Carlos había encargado la vigilancia de los rehenes, el conde temblaba de ansiedad ante la inminente llegada de Hildiger; la huida de los rehenes le resultaba indiferente y por eso no informó de esta a Roland o a Carlos. Al día siguiente, cuando la vanguardia del ejército del rey franco emprendió viaje al norte, quienes notaron la ausencia de los rehenes supusieron que Eward había ordenado que acompañaran al ejército; él no se molestó en negarlo, sino que saludó a Hildiger con gran alegría y luego procuró ayudar a su compañero de armas a enfrentarse a la difícil tarea de informar al rey acerca del fracaso de su expedición.

Si bien Hildiger cabalgó hasta la capital del rey Silo, no logró reunirse con él. Tras aguardar en vano durante unas semanas, le informaron que el rey Carlos había sufrido un fracaso ante las puertas de Zaragoza y que quería volver a abandonar España. Entonces se apresuró a regresar a Pamplona: concedía mayor importancia a salvar sus planes en la medida de lo posible que a obtener provisiones. Esa noche, cuando por fin llegó al campamento, no se presentó ante Roland, sino que se dirigió a la tienda de Eward y se dedicó a deliberar con él qué debían hacer. También quería que su amante le prometiera diversas cosas. Al día siguiente esperó con cierta confianza que el rey tomara una decisión.

De momento, Carlos no sentía el menor interés por su pariente o el compañero de cama de este; permanecía de pie, inmóvil y con expresión sombría. Las noticias procedentes de la frontera sajona eran cada vez más inquietantes y aunque se dirigiera allí a toda prisa con su ejército, tardaría semanas en llegar. Hasta ese momento, las levas de los prefectos solo podían contar con sus propias fuerzas frente a un enemigo que tenía un único objetivo: matar a cuanto franco divisara.

Tras cavilar un rato, el rey alzó la cabeza.

—Emprenderé la marcha con el grueso del ejército de inmediato, Roland comandará la retaguardia. Fue el primero en llegar a España y será el último en abandonarla.

El conde se limitó a asentir y se llevó la mano a la empuñadura de la espada. En esta campaña militar casi no la había blandido, pero regresaría una vez derrotados los sajones.

El rey lo contempló con expresión seria.

—Dado que quiero llevarme el mayor número posible de guerreros, tendrás que conformarte con un grupo más reducido que el que has comandado hasta ahora.

—Me basta con la mitad de mi anterior vanguardia —aseguró Roland tras reflexionar brevemente.

El rey negó con la cabeza.

—¡Son demasiado pocos! Has de disponer de una cantidad suficiente de hombres para mantener en jaque a Eneko y sus vascones, porque se negarán a desmantelar las murallas de su ciudad.

Roland rio como si hubiera oído una chanza y luego miró en derredor. No quería conservar a los cabecillas y guerreros de las comarcas amenazadas por los sajones, porque esos solo pensarían en sus familias e insistirían en partir de inmediato.

—No me arriesgaré a entrar en combate con los sarracenos, sino que en el peor de los casos me retiraré tras los Pirineos, así que puedo renunciar a unos cuantos guerreros.

—Te dejaré a Eginhard y a su gente, y también a Anselm von Worringen. Junto con sus levas y tus bretones, lograrás arreglártelas con los vascones —dijo Carlos, que se volvió hacia ambos hombres y vio que asentían.

También Roland se dio por satisfecho. Los dos hombres habían marchado a España con él y había comprobado su destreza como comandantes, pero a cambio esperaba deshacerse de Eward y de sus hombres, a excepción de Konrad. Sin embargo, antes de que pudiera pronunciar palabra, el rey se le adelantó.

—Conservarás a tu lado a los heridos y los enfermos, para quienes la marcha supondría un esfuerzo excesivo. Que se recuperen aquí, en Pamplona, y eso también se aplica a Eward: mi pariente no soportaría una marcha forzada hasta Sajonia.

Hildiger le pegó un codazo a su amante.

—Si quieres obtener algo a nuestro favor, has de hablar ahora.

Eward se puso de pie y le lanzó una mirada insegura al rey.

—Hermano mío: me prometiste nombrarme prefecto de la Marca Hispánica, pero ahora mandas derribar las murallas de la única ciudad de la que podría hacerme cargo. Así me resultará imposible conservar Pamplona.

—No pretendo que lo hagas. En cuanto tu herida haya cicatrizado, regresarás al reino con Roland y su retaguardia. También podrás convertirte en prefecto más adelante… —«cuando hayas demostrado que lo mereces», añadió la fría mirada del rey.

Eward procuró contener las lágrimas que amenazaban con derramarse. Durante la conversación con Hildiger se le habían ocurrido docenas de argumentos para convencer al rey de que los dejara a ambos en Pamplona acompañados de un número suficiente de guerreros, pero no encontró las palabras. Advirtió la expresión enfadada de Hildiger y no fue la primera vez que lamentó ser un señor de alcurnia.

Entre tanto, Hildiger comprendió que su compañero de armas no osaba rebelarse contra la decisión de Carlos y dio un paso adelante.

—Le prometisteis grandes cosas a mi señor, el conde Eward, majestad, y ahora no podéis retirarlas así, sin más.

Algunos de los presentes soltaron un murmullo de indignación, pero Carlos los mandó callar y, durante unos instantes, contempló a Hildiger y a Eward. Hacía algunas semanas había albergado la esperanza de que su joven pariente se enmendara, pero desde que fue herido se había comportado como un niño pequeño y, bajo la influencia de Hildiger, había retomado sus antiguas costumbres. El rey se compadeció de Ermengilda, que debía soportar un matrimonio tan lamentable, y volvió a preguntarse si no debería haber intervenido con mayor dureza. De haber separado a Eward y Hildiger ante el primer indicio de conducta indecorosa y encerrado a su hermanastro en un convento durante unos meses, a lo mejor el resultado habría sido diferente.

Carlos suspiró, porque en el fondo estaba harto de dichas cavilaciones: no podía modificar lo ocurrido. Se esforzó por disimular el desprecio que ambos jóvenes le inspiraban y asintió con la cabeza.

—Suelo cumplir mis promesas, Hildiger. Pero, si mal no recuerdo, las hice con la condición de que mi pariente se destacara durante esta campaña militar, y no lo ha hecho.

—Tampoco le disteis oportunidad de hacerlo —replicó Hildiger, indignado.

Entonces los presentes empezaron a alzar la voz y el rey pegó un puñetazo sobre la mesa.

—¡Callaos todos! Eward habrá de tener paciencia hasta que pueda confiarle un puesto de responsabilidad en el reino, pero a ti te ofrezco la oportunidad de demostrar tu valía. Cabalga conmigo contra los sajones y demuestra tu honor.

—¡No puedo abandonar a mi señor! —gritó Hildiger, espantado, y con ello no hizo sino confirmar la opinión de la mayoría de los presentes, que lo consideraban un miserable cobarde.

9

El joven Eneko condujo a los rehenes que huyeron junto con él hasta uno de los prados de alta montaña que formaban parte de las propiedades de su padre. Adoptó el puesto de jefe desde el principio de la huida y, para consternación de Maite, mandaba a los jóvenes y a las muchachas como si fueran sus subordinados sin hallar la menor oposición. Esa mañana, cuando se acercó a ella y le ordenó que ayudara a las otras muchachas a preparar la comida, Maite desenfundó y lanzó su puñal, que fue a clavarse en la jamba, a un palmo de la oreja de Eneko. Este dio un respingo mientras ella ponía los brazos en jarras.

—¿Quién diablos te has creído que eres? —le espetó la vascona—. ¡Aquí hay bastantes faldas femeninas como para preparar la comida!

—Maite no sabe cocinar —dijeron las otras muchachas soltando risitas—. La carne se le quema en el asador y el pan se vuelve tan duro que hace falta un martillo para partirlo.

Maite arrancó el puñal de la jamba, se volvió hacia las burlonas y les apuntó con la hoja.

—¡Además de carne y pan, también puedo cortar otras cosas con mi puñal!

Las muchachas chillaron y echaron a correr; Maite volvió a envainar el arma y se dispuso a abandonar la choza, pero Eneko la detuvo.

—Puesto que has echado a las otras mujeres, cocinarás para nosotros. Espero que lo hagas mejor de lo que dicen —dijo, riendo y le dio la espalda con gesto arrogante.

Al principio Maite no comprendió por qué actuaba de ese modo, pero entonces se dio cuenta que la convivencia con los francos lo había cambiado. Allí había visto cómo trataban los señores a los demás, y los había tomado como ejemplo. La camaradería que había reinado entre los rehenes durante su cautiverio se había esfumado; a ello se sumaba que Eneko volvía a tener presente que ella era la hija de Íker y que un día su marido reivindicaría el gobierno sobre su tribu, así que ella suponía un peligro para el señor de Iruñea, porque podía disputarle la parte occidental de la comarca que, en su opinión, él había conquistado.

Cuando Eneko notó que Maite se había detenido para reflexionar, se volvió y le pegó un puñetazo en las costillas.

BOOK: La Rosa de Asturias
3.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Impact by Chrissy Peebles
Sabre Six : File 51 by Jamie Fineran
Saving the World by Julia Alvarez
Boy Out Falling by E. C. Johnson
The Greyhound by John Cooper
The History of White People by Nell Irvin Painter
The Red Door by Charles Todd
B00Y3771OO (R) by Christi Caldwell