Abdul
el Bereber
calculó la distancia que lo separaba de los francos que se acercaban a galope tendido, alzó el arco, apuntó y disparó una flecha. El proyectil aún surcaba el aire cuando hizo girar su yegua y le clavó las espuelas. Mientras el animal empezaba a galopar, Abdul echó un vistazo por encima del hombro: la flecha había dado en el blanco. El primer jinete aún estaba montado, pero se tambaleaba y apenas lograba mantenerse en la silla.
La saeta de su lugarteniente también dio en el blanco, pero su víctima no cayó del caballo, al contrario que algunos otros francos alcanzados por las flechas de sus guerreros. Satisfecho, Abdul consideró que esos perros infieles habrían comprendido que no podían irrumpir en tierras sarracenas sin recibir un castigo.
Dado que Abdul y sus guerreros dirigían la mirada hacia atrás para comprobar cuántos francos habían derribado, no vieron al grupo de jinetes reunidos junto a una roca roja, que empezaban a alinearse dispuestos a atacar. Cuando los sarracenos descubrieron a sus nuevos adversarios ya era demasiado tarde, porque la tropa de Konrad se cernió sobre ellos como una tormenta. Si bien unos pocos sarracenos lograron disparar sus flechas, estas no dieron en el blanco e instantes después se enfrentaron a las puntas de hierro de las lanzas francas.
Konrad cabalgó hacia Abdul
el Bereber
, a quien había identificado como el cabecilla. Este quiso sacar una flecha del carcaj, pero luego arrojó el arco a un lado y cogió la espada. Antes de que pudiera desenvainarla, el joven franco le clavó la lanza en el cuerpo.
Konrad soltó el asta y empuñó su propia espada, pero ya no tuvo que intervenir, porque a excepción de dos sarracenos que lograron atravesar la línea de jinetes enemigos, todos habían muerto. Siguió a los fugitivos con la mirada y ya se disponía a hacer girar su yegua para perseguirlos cuando uno de sus hombres lo cogió del brazo.
—No llegarán lejos. ¡Más allá veo a nuestros jinetes!
—¿Dónde? —Konrad se irguió en la silla y entonces descubrió el grupo de caballeros armados que se acercaba desde el este. Serían menos de cien hombres y acababan de notar la presencia de ambos sarracenos. El comandante hizo una señal e inmediatamente todos se dispusieron a cerrar el paso a los enemigos.
Los sarracenos intentaron esquivarlos, pero en ese momento aparecieron los jinetes de Philibert desde el otro lado y Konrad ordenó a sus hombres que se acercaran para cerrar el último hueco.
Los guerreros de Abdul se vieron rodeados y refrenaron sus cabalgaduras. Los francos vieron que intercambiaban palabras apresuradas y que luego intentaban abrirse paso entre las filas de caballeros armados, pero el bosque de lanzas francas era demasiado espeso. Ambos jinetes cayeron, perforados por numerosas lanzas. Sus yeguas siguieron galopando, pero los hombres de Konrad las atraparon. También las otras yeguas sarracenas se convirtieron en botín de los vencedores y entonces los tres grupos se reunieron en el lugar donde yacía la mayoría de los sarracenos muertos.
—Buen trabajo, Konrad —exclamó Philibert incluso antes de alcanzarlo. La flecha de Abdul
el Bereber
se había deslizado sobre la cota de malla y el guerrero solo había sufrido una ligera herida en el codo derecho. Se envolvió un paño en torno a la herida y lo anudó con los dientes.
Eward había tenido menos suerte: la flecha mora había penetrado a través de un hueco en su cota de malla y se le había clavado en el muslo. Perdía mucha sangre y estaba pálido como la nieve.
—¿Cómo os encontráis, señor? —preguntó Konrad.
El tono preocupado de su voz hizo que durante un momento Eward olvidara el dolor.
—He tenido momentos mejores, Konrad, pero no creo estar herido de muerte.
—A menos que el corazón se le haya deslizado hacia abajo —dijo uno de los guerreros, pero en voz tan baja que Eward no lo oyó.
Pero Konrad sí, y apretó los labios.
—Los sarracenos se han vuelto osados. Quizá creyeron que eran avispas y que podían picarnos sin que lográsemos defendernos, pero les hemos demostrado su error. ¿Hay prisioneros?
Philibert hizo un gesto afirmativo.
—Hemos cogido a dos. No están gravemente heridos y podrán responder a las preguntas de Roland.
—Muy bien —dijo Konrad con una sonrisa satisfecha, y se dirigió al grupo que había acudido en su ayuda. Al principio se quedó boquiabierto, pero después soltó un grito de alegría.
—¿Sois vos, señor Hasso? ¡Cuánto me alegro de veros! —exclamó y le tendió la mano.
El conde Hasso se la estrechó y la sostuvo durante unos instantes.
—¡Konrad! ¡Estás sano y salvo, loado sea Dios! Me alegro de veros a todos, puesto que ello supone que el rey Carlos está cerca.
—Nos sigue a menos de un día de marcha. Vamos camino de Zaragoza. Solimán Ibn al Arabi nos prometió que la ciudad nos abriría las puertas.
—Esperemos que dicha promesa tenga más valor que la que nos dio respecto a Barcelona, porque allí los sarracenos nos cerraron las puertas —dijo Hasso con el rostro ensombrecido de ira, pero hizo un gesto negativo con la mano—. Prefiero informar de ello al prefecto Roland, para no tener que repetirlo todo por segunda vez. En todo caso, el grueso de la leva de Austrasia nos sigue a poca distancia.
Al parecer, para ellos las cosas tampoco se habían desarrollado tal como había imaginado el rey Carlos, pero Konrad prefirió no insistir y pasó a ocuparse de sus jinetes. A diferencia de lo ocurrido en el grupo de Eward, ninguno de ellos estaba herido, pero sus rostros expresaban irritación y rodeaban a un guerrero que discutía a voz en cuello con uno de los hombres de Hasso, que había desmontado y se dedicaba a expoliar a los sarracenos muertos.
Al acercarse, Konrad comprobó que se trataba de Ermo, el cabecilla de la leva de la aldea vecina a la suya. Hacía tiempo que lo había borrado de su memoria y al principio se preguntó por qué sus protestas le resultaban tan familiares. Se apresuró a acercar su caballo a Ermo y lo obligó a apartarse.
—¡Un momento! El botín es de todos y se repartirá de manera equitativa, así que devuelve lo que acabas de coger.
Ermo ladeó la cabeza y lo contempló.
—No he cogido nada. Todo lo que llevo me pertenece.
—¡No es verdad! He visto que metía algo en ese saco —exclamó uno de los guerreros de Konrad en tono indignado, y señaló un gran talego de cuero colgado del cinto de Ermo.
—¿Qué ocurre aquí? —dijo el conde Hasso, aproximándose.
—Ese hombre —dijo Konrad señalando a Ermo— se ha cobrado botín sin tener permiso para ello.
Ermo soltó una blasfemia y le pegó un puñetazo a la yegua de Konrad, y este tuvo que esforzarse por tranquilizar al animal.
—¡No te las des tanto, muchachito! ¡De lo contrario puede que otros te pongan en el lugar que te corresponde!
Dichas estas palabras, Ermo se dispuso a dar media vuelta para alejarse, pero tras una señal de Konrad, dos guerreros lo atraparon y lo derribaron.
—Registradlo y quitadle todo aquello que no pueda demostrar como de su propiedad mediante el juramento de dos hombres.
Ermo se retorció como una serpiente y miró a Hasso, sentado a lomos de su caballo con los brazos cruzados.
—No debes permitirlo. Soy uno de tus subcomandantes y jefe de mi propia tropa.
—¡Precisamente por eso deberías dar ejemplo a los hombres! Esos sarracenos fueron derrotados por la gente de Konrad, así que ellos son los únicos que tienen derecho de registrar a los muertos y hacerse con el botín.
Ese hombre ya había despertado su ira en diversas ocasiones y no estaba dispuesto a intervenir en su favor, así que, impertérrito, observó cómo los guerreros vaciaban los talegos en los que Ermo había guardado todo aquello a lo que logró echar mano, e incluso Hasso se desconcertó al ver la cantidad de bienes que había guardado. Al ver varias monedas que uno de los jinetes había arrojado sobre un escudo puesto del revés, las recogió con asombro.
—Conozco esas monedas. ¡Es el dinero que te di para que compraras forraje para los caballos y provisiones!
—No, no, seguro que te equivocas, Hasso —se defendió Ermo, pero su voz temblaba y no osó mirar al conde a la cara.
Este le mostró una de las monedas.
—¡Mientes! Esta moneda aún conserva la raspadura que le hice por error, así que no pagaste lo debido por las cosas que te mandé comprar.
—Pagué lo que me pidieron —gritó Ermo—, solo que todo resultó más barato de lo calculado.
—Entonces deberías haberme devuelto el resto del dinero, pero eres un ladrón y quizás algo aún peor. —Hasso pegó un puntapié a Ermo y luego ordenó a sus hombres que lo maniataran—. ¡El rey te juzgará!
—¡No he hecho nada! —aulló Ermo, pero el conde ni siquiera se dignó contestarle.
Konrad estaba tan furioso como Hasso, porque el incidente ensombrecía el éxito alcanzado. Aguardó de mala gana que sus hombres registraran a los sarracenos y luego les indicó que lo siguieran.
—Venid. Roland nos espera a nosotros y nuestro informe.
Después giró grupas y se acercó a Eward, quien inopinadamente había logrado mantenerse en la silla.
—Pronto recibiréis atención médica, señor. Que el sanador del prefecto Roland es excelente lo demuestra Philibert, que ya vuelve a estar como nuevo.
—No del todo, pero mi herida casi ha cicatrizado —contestó el guerrero, pegándole un amistoso codazo.
—Mi tropa no ha perdido ni un solo hombre, pero cogió a más de dos docenas de estos infieles. ¡En el futuro, eso les enseñará a temer las espadas y las lanzas de los francos! —afirmó Konrad, y decidió celebrar ese día pese a todos los Ermos del mundo.
Cuando volvieron a unirse al grueso del ejército, el prefecto Roland recibió el informe de Konrad con sombría satisfacción. Hacía tiempo que lo irritaba que los sarracenos vigilaran sus huestes sin que ninguno de ellos hubiese intentado ponerse en contacto con él. Según las declaraciones de Solimán Ibn al Arabi, todos los sarracenos del norte de al-Ándalus, como él llamaba España, deberían haberse unido a los francos.
Pero no era ese el caso: si daban con una aldea sarracena, esta estaba abandonada. Los habitantes se habían llevado todo el ganado y no habían dejado ni un grano de cereal, e incluso inutilizaron sus fuentes y pozos llenándolos de estiércol y animales muertos.
Cierto que el ejército principal de Carlos había transportado algunas provisiones a España y entregado una parte a las tropas de Roland, pero la escasez de agua potable resultaba preocupante. Konrad no lograba imaginar cómo se las arreglaría el ejército principal bajo el mando del rey Carlos.
—Solo espero que los sarracenos de Zaragoza nos aprovisionen o que Hildiger no tarde en aparecer desde Asturias con víveres —le dijo a Philibert, que ese día también cabalgaba a su lado.
—Si alguien me hubiera dicho que un día ansiaría la presencia de Hildiger, le habría partido los dientes, pero la verdad es que ahora me alegraría de verlo regresar sano y salvo, aunque solo si apareciera con varios carros cargados de víveres y vino. Nuestros toneles y odres están vacíos, y el agua que sacamos de aquel arroyo tenía un sabor tan extraño que apenas logré beberla —dijo Philibert, estremeciéndose por la necesidad de vomitar el líquido que le pesaba en el estómago como una piedra ardiente.
—Yo no pude beberla —confesó Konrad—. Mi semental se abrevó, pero las dos yeguas sarracenas también la rechazaron. Prefiero no pensar en cómo están las mujeres: para Ermengilda y su criada vascona este viaje ha de ser un infierno.
—Deberíamos comprobar cómo se encuentra Ermengilda —dijo Philibert, quien sin reparar en que interrumpía el ritmo de los demás caballeros, hizo girar su caballo y cabalgó en la dirección opuesta.
Konrad lo siguió, para que Ermengilda no creyera que su destino le resultaba indiferente, y los dos alcanzaron el carro tirado por bueyes que transportaba a ambas mujeres.
La astur les dirigió una mirada esperanzada.
—¿Habéis encontrado agua? Me muero de sed.
Cuando tanto Konrad como Philibert negaron con la cabeza, Maite soltó una carcajada burlona.
—Los francos no encontrarían una fuente ni aunque tropezaran con ella, porque los sarracenos las han ocultado demasiado bien. Oíd bien lo que os digo: encontrarían agua a menos de una milla del camino, pero les falta el valor para alejarse del grueso del ejército.
—¿Que nos falta el valor, dices? —Philibert miró a Konrad y vio que asentía.
—Deberíamos echar un vistazo —dijo este, y trotó hasta ponerse a la par de Roland—. ¿Tenéis inconveniente en que Philibert y yo vayamos a explorar por los alrededores?
El prefecto lo contempló con expresión perpleja.
—De ello ya se encargan Hasso y su gente.
—Intentaremos descubrir una fuente con agua limpia cerca del camino.
Tras reflexionar unos instantes, el prefecto asintió.
—De acuerdo, pero llevaos a uno de los vascones. Aunque esta no es su tierra, la conocen mejor que vosotros.
—¡Así lo haremos! —Konrad saludó a Roland y buscó a los vascones con la mirada; como no vio a ninguno de sus cabecillas, regresó junto a Philibert, que todavía cabalgaba al lado del carro de Ermengilda y conversaba con la joven.
—Roland nos ha dado permiso para abandonar el camino. ¡Dice que nos llevemos a uno de esos condenados vascones, pero no veo a ninguno!
Philibert se irguió en los estribos y miró en derredor.
—Yo tampoco. Siempre que los necesitas, parecen volverse invisibles.
—¡Pues pienso ir de todas formas! —exclamó Konrad. Entonces Maite saltó del carro con un movimiento ágil.
—Te acompaño. Ni yo, ni el joven Eneko ni los otros miembros de la tribu conocemos esta región, pero estamos familiarizados con los trucos de los sarracenos.
—¿Pretendes ayudarnos? —Konrad soltó una carcajada—. ¡Pero si solo eres una muchacha!
—Es mejor que una muchacha encuentre agua a que dos elegantes guerreros como vosotros mueran de sed —replicó Maite en tono irónico, pero su voz también denotaba la nostalgia de volver a montar y galopar a través de la comarca.
—Deberíamos aceptar su propuesta —insistió Philibert.
—¡Bien! Que monte una de mis yeguas sarracenas.
Mientras Konrad ordenaba a Just que trajera el animal se arrepintió haber cedido, porque al fin y al cabo estaban en pie de guerra, no de excursión.