—No: pesas demasiado —objetó Konrad—. Además, necesito que alguien dirija a los demás caballeros: vosotros tendréis que empujar a los bribones hacia nosotros.
—¡Cuenta con ello! —Philibert soltó un grito de júbilo que resonó entre las rocas y empezó a cantar. Algunos jinetes lo imitaron alegremente, mientras que los que no habían sido elegidos ponían caras largas. Aunque habían obtenido yeguas sarracenas como botín, ahora debían entregarlas para la persecución y la mayoría no estaba de acuerdo.
—Tendrás que explicarle al prefecto lo que te propones —objetó uno de ellos.
Konrad le dirigió una sonrisa traviesa.
—¡Esa es mi intención! Estoy seguro de que Roland aprobará esta jugarreta y no me cabe duda de que le habría gustado participar.
Como los hombres conocían a su comandante en jefe, ninguno apostó en contra y pese a que la persecución que habían emprendido había sido en vano, por primera vez regresaron junto al cuerpo del ejército con la esperanza de obtener éxito pronto.
Roland solo necesitó un breve vistazo para comprender que tramaban algo. Chasqueó la lengua para azuzar a su corcel y se puso a la par del semental de Konrad.
—Todos parecéis tan alegres como si hubierais jugado al corro con los sarracenos.
—Han vuelto a escapársenos, pero se me ha ocurrido el modo de engañarlos. Solo necesito treinta jinetes y las yeguas sarracenas que llevamos con nosotros.
Durante un instante, Roland adoptó una expresión desconcertada, luego comprendió lo que se proponía y asintió con la cabeza.
—Tendréis que quitaros las cotas de malla y, si la sorpresa fallara, os dejaría a merced de las flechas sarracenas, así que como mínimo deberíais llevar escudos livianos.
Con esas palabras, el prefecto indicó su acuerdo con el plan de Konrad e hizo algunas sugerencias para ponerlo en práctica con éxito. El joven lo escuchó respetuosamente, reconociendo la mayor experiencia militar de Roland sin ninguna envidia.
—Mañana enviaré un grupo de jinetes dos veces más numeroso como vanguardia, para que los sarracenos crean que nos han sacado de quicio, y ello los volverá aún más arrogantes. El conde Eward encabezará a los caballeros armados. Tú y tus treinta hombres os pondréis en marcha antes del amanecer y procuraréis pasar desapercibidos. A mediodía deberéis estar junto a la roca roja de la que habló nuestro guía. Allí Eward iniciará el ataque.
Konrad habría preferido que le encargara dicha tarea a Philibert, pero el rey Carlos le había encomendado al prefecto que se encargara de que Eward adquiriera experiencia en el combate y la oportunidad parecía propicia.
—El conde Eward encabezará el primer ataque contra los sarracenos —dijo, guiñándole el ojo a Konrad—. Mis hombres emprenderán la auténtica persecución y os arrojarán el enemigo en los brazos, así que aprovechadlo. Si mañana queda alguna silla de montar vacía, que sea de los sarracenos.
—¡Me encargaré de ello! —dijo Konrad, quien saludó a Roland con la cabeza, refrenó su semental y se unió al resto del ejército.
Philibert permaneció a su lado y le lanzó una mirada retadora.
—Mañana iré contigo, digas lo que digas.
Konrad comprendió que no podría retener a su amigo y asintió, pero de mala gana.
—¡Bien! Pero no creas que tendremos consideración contigo si tu caballo es incapaz de seguir a las yeguas.
—¡Bah! ¡Mi semental es uno de los más veloces del ejército!
—De acuerdo. Pero sería mejor que pidieras prestada una de las yeguas sarracenas y no pusieras en peligro tu caballo de batalla —dijo Konrad en tono sereno—. Mañana cabalgaremos juntos, pero te apuesto a que mataré más sarracenos que tú.
—Acepto. ¿Qué nos jugamos?
Konrad había lanzado la apuesta sin reflexionar y, sorprendido, contempló a Philibert sin saber muy bien qué decir. Pero como no quería quedar en ridículo retirando lo dicho, le tendió la mano.
—Apuesto el valor de mi semental en oro.
—¿Acaso tienes tanto oro? —preguntó Philibert, desconcertado.
—¡No! ¡Pero mañana lo cobraré como botín!
A la mañana siguiente, cuando despertó, el conde Eward notó que un cuerpo cálido se acurrucaba junto al suyo y se preguntó si Hildiger habría regresado durante la noche. Al palparlo, en vez de tocar músculos duros sus dedos rozaron la piel delicada de un pecho femenino: había una mujer tendida a su lado. Ya se disponía a incorporarse presa de la furia cuando la tenue luz del amanecer le reveló que se trataba de Ermengilda. La noche anterior la había montado conforme a su deber, pero después no le dijo que se marchara, sino que se quedó charlando con ella, porque sencillamente necesitaba hablar con alguien. Aquel día por primera vez se enfrentaría a un auténtico enemigo, el estómago se le encogía de terror y el miedo lo invadía como una lenta ponzoña.
—¡Eres un hombre! —se reprendió a sí mismo y de pronto envidió el sueño plácido de Ermengilda. En aquel instante él también habría preferido ser una mujer y permanecer en el campamento contemplando a los hombres que se alejaban a caballo, pero era el hermanastro del rey Carlos y en pocas horas debía conducir a sus hombres en la batalla.
«No, no será una batalla —se corrigió a sí mismo— como mucho será una refriega.» Sin embargo, eso no significaba que no pudiera sufrir un mandoble mortal.
Los movimientos inquietos de Eward despertaron a Ermengilda, que lo contempló con expresión desconcertada.
—Perdóname, me quedé dormida a tu lado —dijo, pero cuando se dispuso a dirigirse a la otra parte de la tienda dispuesta para ella y Maite, Eward la cogió de la mano.
—Tengo miedo —susurró, temiendo ver el desprecio reflejado en su mirada.
Ella lo contempló con aire pensativo. Hacía tiempo que había comprendido que el cuerpo bello y fuerte de Eward albergaba el alma de un niño… o de una mujer. Por más que él procurara disimularlo, no siempre lo lograba.
—Creo que todos los guerreros que entran en combate tienen miedo. Incluso mi padre tenía miedo —respondió ella en tono amable y comprensivo.
En realidad, más que temer morir en la batalla el conde Rodrigo tenía miedo de sucumbir debido a un error propio, pero Ermengilda vio que sus palabras animaban a Eward y no lamentó haberle dicho una mentira piadosa. Tras la partida del compañero de armas de su esposo se llevaba mejor con él, por lo que albergaba la secreta esperanza de que Hildiger cayera en combate lejos de ambos. Pensaba que si eso ocurría, Eward por fin dejaría de estar bajo la influencia de aquel hombre y quizá se convirtiera en un esposo aceptable. Si bien desearle la muerte a alguien era un terrible pecado, ella sabía que solo en ese caso tendría la posibilidad de llevar una vida matrimonial medianamente soportable.
Mientras ella procuraba imaginarse un futuro menos funesto que el presente, Eward se lavó la cara y las manos, y se puso la túnica y los pantalones con manos tan temblorosas que Ermengilda tuvo que ayudarlo.
—Ojalá pudiera quedarme contigo —dijo Eward, lanzándole una mirada de desesperación.
Ella le acarició las mejillas como si fuera un niño.
—Pero no puedes, así que haz de tripas corazón y confía en el Señor. Él te protegerá.
Eward se persignó y rezó una breve oración suplicando la protección de Jesucristo y de todos los santos, tras lo cual incluso logró esbozar una sonrisa. Aunque Ermengilda era una mujer, hablar con ella le había hecho bien y, más tranquilo, siguió vistiéndose y le rogó que le ayudara a ponerse la cota de malla.
Ermengilda tuvo que llamar a Maite para sostener la pesada cota y deslizarla por encima de los hombros de Eward. La vascona cerró las hebillas, le ajustó el cinto y le tendió los guanteletes y la espada. Eward se metió los guanteletes bajo el brazo y abandonó la tienda sin saludar, pero estaba sorprendido: hasta ese momento había creído que no soportaba la proximidad de las mujeres, pero ahora prefería su actitud amable y serena al tono rudo de los guerreros. Compartir el lecho con Ermengilda aún le suponía un esfuerzo y en general se veía obligado a imaginar que intercambiaban sus papeles y que ella era el hombre. Sin embargo, la coyunda con ella no le resultaba tan repugnante como la había descrito Hildiger.
Aunque Eward se dirigió al punto de reunión a toda prisa, los otros guerreros ya habían montado a caballo. Un mozo le trajo su corcel y le ayudó a montar.
Roland se acercó y le lanzó una mirada penetrante.
—Hoy puedes demostrarle al rey tu valor como guerrero y comandante.
Eward asintió con gesto abatido.
—Haré todo lo posible por no desilusionaros a Carlos y a ti.
—¡Así lo espero! Emprended la marcha, el grupo principal os seguirá en cuanto hayan levantado campamento —dijo Roland antes de marcharse.
Eward lo siguió con la mirada, envidiando su sangre fría. «Miedo» era una palabra que no entraba en el vocabulario de Roland; el prefecto confiaba en su espada y su talento guerrero y jamás temblaría ante un enemigo. En cambio él…
El carraspeo de advertencia de uno de sus hombres lo arrancó de su ensimismamiento. Eward dirigió un vago saludo al campamento, hizo girar su caballo y deslizó la mirada por encima de las huestes que debía conducir. El grueso estaba formado por los bretones de Roland y por otros guerreros de su tropa, pero los de su propio grupo casi brillaban por su ausencia.
Entonces Eward comprendió que, para el prefecto, la mayoría de sus hombres eran unos inútiles. A excepción de aquellos que le impuso el rey, los demás habían sido elegidos por Hildiger, y este solo había escogido hombres que no le supusieran una amenaza. Al pensarlo, Eward sintió una cierta vergüenza, pero al mismo tiempo se dio cuenta que dicha circunstancia no disminuía su amor por su compañero.
Philibert, que a su pesar tuvo que quedarse con los caballeros armados, se unió a Eward. Roland lo había nombrado lugarteniente de este, así que en el fondo era el auténtico comandante de la tropa, y ello suponía cierto consuelo por el hecho de no poder cabalgar junto a Konrad.
—¿Dónde están nuestros cazadores de sarracenos? —le preguntó Eward.
—Emprendieron la marcha antes del alba. Uno de los pastores de montaña de Eneko los condujo hasta la meta a lo largo de senderos secretos.
Maite podría haberle dicho que ese pastor de la montaña era el hijo de Eneko, del mismo nombre que su padre, pero tanto Philibert como los demás caballeros francos no habían hecho mucho caso de los vascones que los acompañaban.
Philibert empezó a trotar, obligando a Eward a cabalgar con mayor rapidez. Este habría preferido dar media vuelta y regresar al campamento, pero entonces lo considerarían un cobarde, así que aferró la empuñadura de su espada como si de ella dependiera toda su felicidad.
—Los sarracenos aún están lejos, todavía no entraremos en combate —trató de tranquilizarlo Philibert.
Eward alzó la vista y a lo lejos descubrió algunos jinetes sarracenos que montaban despreocupadamente con aire retador, hasta tal punto que uno de ellos incluso había cruzado la pierna derecha por encima de la silla. Ninguno de ellos sostenía un arma, como si estuvieran de excursión en el extranjero y observaran el avance de unos inofensivos viajeros.
—¡Les estropearemos la fiesta a esos bellacos! Venga, señor, cabalguemos un poco más deprisa para que esos perros crean que pensamos atacarlos —dijo Philibert, indicando al grupo que los siguieran y con la esperanza de que Eward lo imitara.
Su peor temor era que este se rezagara y se convirtiera en una víctima indefensa de las patrullas sarracenas. Si bien ello supondría que Ermengilda podría volver a casarse con otro, no quería que su propia felicidad fuera a costa de la desgracia ajena. Además, Roland le había confiado la seguridad del hermanastro del rey y si a este le sucedía algo lejos del fragor de la batalla, sería una mancha en su honor.
Entonces advirtió con alivio que Eward espoleaba su caballo de batalla, aun cuando su rostro delataba hasta qué punto habría preferido encontrarse en el otro confín del mundo.
Abdul
el Bereber
observó que los francos acababan de soltar las riendas de los caballos y sonrió. ¡Esos necios jamás aprenderían! Hacía días que les hacía el mismo juego: se dejaba ver con sus jinetes y entonces los caballeros cubiertos de sus pesadas armaduras los perseguían montados en sus sementales cojos. Hasta ese momento, él y sus jinetes ni siquiera habían tenido que espolear sus yeguas para escapar de los francos y lamentó que Abderramán solo le hubiera proporcionado escasos guerreros, porque de haber contado unas fuerzas tres veces superiores, habría bastado para tenderles una trampa a los francos.
Pero ya se la tendería cuando se encontraran más próximos a Zaragoza. Su hermano Fadl se disponía a reunir a los bereberes que vivían en los alrededores de la ciudad. Esos hombres se alegrarían de seguirlo, puesto que él y Fadl estaban emparentados con el emir por línea materna y eran considerados sus guerreros más fieles y peligrosos.
—¿Qué opinas, Abdul? ¿Dejamos que se acerquen lo bastante como para dispararles unas cuantas flechas? —le preguntó a su nuevo lugarteniente, quien reemplazaba al hombre al que le había cortado la cabeza en la frontera entre Asturias y las tierras vasconas.
Abdul reflexionó brevemente y asintió con la cabeza.
—¡Sí! Que los francos comprendan que atravesar nuestras tierras les costará sangre —contestó. Cogió el arco y cargó una flecha, al tiempo que procuraba identificar al cabecilla de los francos para dispararle. Un guerrero franco montado en un corcel oscuro se adelantó a los demás, seguido de otro vestido de blanco y del resto de la tropa.
—Me encargaré del
giaur
que monta el oscuro y tú del que cabalga tras él. Que los demás elijan sus blancos entre los otros guerreros —ordenó, y permaneció sentado con la pierna derecha cruzada en la silla de montar. Su yegua bailoteó inquieta, pero tras una orden en voz baja, se quedó inmóvil como una estatua.
Philibert, que solo se encontraba a una distancia de unos cientos de pasos, comprobó asombrado que los sarracenos cambiaban de táctica.
—Casi parecería que hoy se disponen a luchar —le gritó a Eward con una sonrisa de satisfacción, encantado con la oportunidad de destacarse como guerrero en lugar de Konrad.
—¡Sostienen arcos en las manos! —chilló Eward, y tuvo que esforzarse para no girar su caballo y huir en dirección al grupo principal.