Entre tanto, Rado se había dado cuenta de que su amo tramaba algo y se acercó.
—Os acompañaré. Tres guerreros son mejor que dos, sobre todo si el tercero mantiene los ojos abiertos —dijo con una sonrisa, y se apresuró a montar.
Maite lo imitó, aunque la yegua se encabritó y habría preferido pedirle otra cabalgadura a Konrad, pero su mirada burlona y su expectativa de ver cómo su montura la derribaba hizo que apretara los dientes.
—La yegua tiene ganas de correr, así que dejémosla —gritó, y echó a galopar.
—¡Maldita sea! —Konrad azuzó a su semental pero aunque este se esforzó por darle alcance, la distancia entre ambos no dejó de aumentar. De repente Konrad sintió miedo: ninguna mujer soportaría indemne semejante cabalgata, y en su imaginación ya veía a Maite tendida al borde del camino con el cuerpo destrozado. Espoleó a su caballo, que soltó un relincho agudo y galopó en pos de la yegua. Konrad miró por encima del hombro y comprobó que ya se había alejado mucho del ejército; Philibert y Rado no podían seguirle el ritmo y le hacían señales de que se detuviera, pero mientras aquella muchacha loca no lograra dominar su yegua, detenerse era impensable.
El semental empezó a jadear y a lanzar espumarajos, y pese a la silla y los pantalones de cuero, Konrad notó que el animal estaba empapado en sudor. Se sorprendió, porque su semental era uno de los caballos más resistentes de todo el ejército. Sin embargo, comprobó aliviado que Maite lograba dominar a la yegua, así que refrenó su cabalgadura y se puso a la par de la muchacha.
—Lamento haberte proporcionado ese animal. ¡Debería haberme encargado de que te dieran un mulo! —se disculpó, sorprendiéndose a sí mismo al comprobar que le dirigía estas excusas en vez de darle una reprimenda por haber salido al galope.
—No te preocupes, me las arreglaré con esta yegua. Es rápida como el rayo y creo que es capaz de galopar durante todo un día.
Un brillo de alegría iluminaba la mirada de Maite; durante un momento pensó en huir con la yegua, pero mientras Okin siguiera siendo el jefe de su tribu exigiría que le entregara la yegua, y no quería concederle semejante botín.
—No deberías meterle tanta prisa a ese pobre animal —comentó la joven vascona, contemplando el semental de Konrad—. Parece exhausto.
—No ha comido ni bebido lo suficiente.
—Espero encontrar una fuente. Últimamente, el agua que nos dieron olía a podrido. Ni Ermengilda ni yo pudimos beberla, pese a estar muy sedientas. Y aún lo estoy —dijo Maite, echando un vistazo alrededor; luego condujo la yegua hacia unas casas cercanas.
La aldea estaba abandonada, pero allí, lejos del camino que recorría por el ejército, los aldeanos no se habían tomado tantas molestias en esconder sus provisiones. Al entrar en una casa se fijaron en el suelo, que parecía ser de tierra apisonada, pero cuando Konrad lo recorrió, halló un lugar donde sus pasos sonaron a hueco.
—¡Aquí hay algo! —gritó, y buscó una herramienta para la capa de tierra.
Al final tuvo que echar mano de la espada, mientras Maite le ayudaba escarbando con su puñal. Pronto se toparon con varias tablas bajo las cuales apareció una especie de sótano. Este contenía dátiles secos, olivas, jamones y chorizos tan duros que Konrad tuvo que partirlos con la espada para poder comer un trozo. Además descubrieron un tonel lleno de vino que en aquel momento les supo a gloria bendita. En un cajón encontraron una ornamentada cruz forrada de cuero y otros símbolos cristianos, lo cual demostraba que esa aldea había estado habitada por siervos que al menos en secreto profesaban la vera fe. Ello confirmó la convicción de Konrad de que el rey Carlos hacía bien en poner España bajo el gobierno franco. Entre tanto también aparecieron Philibert y Rado, quienes contemplaron los víveres.
—No está mal, pero es imposible que alcance para toda la tropa. Hemos de registrar las otras casas, a lo mejor encontramos más provisiones —comentó Philibert, quien de inmediato se puso manos a la obra.
—¡Monta guardia! —le gritó Konrad a Rado, y entró en otra casa.
Allí también encontraron un sótano oculto lleno de provisiones y un gran jarro de vino, del que el joven guerrero bebió más de la cuenta debido a la sed. El licor, dulce y pesado, se le subió rápidamente a la cabeza y cuando trató de dar un paso, perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse en la pared.
—Al parecer, el vino ha vencido al gran héroe —se mofó Maite, que lo había seguido.
Konrad no se dignó contestarle y abandonó la choza, pero no pudo evitar golpearse la cabeza contra el dintel. Todavía estaba sediento y al oír el rumor de un arroyo cercano, fue trastabillando hacia allí y se arrodilló para recoger agua con las manos.
Sin embargo, antes de que acertara a llevarse una gota a los labios, una mano lo aferró del hombro: Maite estaba a sus espaldas y lo contemplaba con expresión grave.
—Yo en tu lugar no lo haría, franco. ¡Mira hacia allí! —dijo, señalando un punto situado arroyo arriba.
Konrad entornó los ojos para aguzar la mirada y sacudió la cabeza, desconcertado.
—¿Qué es eso?
—Un muerto. Quizá sea uno de los campesinos del lugar que se negó a abandonar su granja. Supongo que los sarracenos lo mataron y lo arrojaron al agua. Habrá ocurrido hace unos cuantos días, porque el cadáver ya se está pudriendo. El vino debe de haberte afectado el olfato, porque el hedor llega hasta aquí.
Entonces Konrad también lo vio y, asqueado, se puso de pie y se secó las manos en el pantalón de cuero.
—¡Esos perros miserables nos la pagarán!
—Pero solo si tú y tus francos estáis en situación de pedirles cuentas. Lo más probable es que haya ocurrido lo mismo en toda esta región. Ocultaron las fuentes y arrojaron cadáveres o animales muertos a los arroyos para envenenar el agua. Vuestro poderoso monarca tendrá que idear algo si no quiere morir de sed antes de llegar a Zaragoza.
—Solimán
el Árabe
juró que nos entregaría la ciudad —objetó Konrad.
—Algunos juramentos son más fáciles de pronunciar que de cumplir. Puede que unos pocos rebeldes aguarden vuestra llegada, pero en sus ciudades hay suficientes sarracenos que os desprecian como infieles y prefieren tomar partido por Abderramán. ¡Me temo que las puertas de Zaragoza no se abrirán para vosotros!
—¿Cómo lo sabes? —El temor secreto de que tuviera razón hizo que Konrad reaccionara con dureza.
Maite se limitó a hacer un gesto negativo con la mano y se alejó. De camino, reparó en que su yegua escarbaba la tierra con el casco y, al acercarse, le pareció captar un hálito de frescor.
—Creo que mi yegua ha descubierto la fuente oculta. ¡Venid aquí, valientes guerreros francos! ¡Podéis volver a cavar!
Las provisiones que encontraron ni siquiera bastaron para proporcionar una comida a los guerreros y los escuderos de la vanguardia; aunque al menos todos lograron saciar la sed. Los hombres sabían que pronto ocurriría algo, y la mayoría se aferraba a la esperanza de que en Zaragoza obtendrían aquello tan dolorosamente escaso durante el trayecto.
Maite, que conocía a los sarracenos mejor que ellos, no compartía dicha esperanza. Aunque el clan de los
banu qasim
, que dominaba gran parte de las tierras circundantes, deseara quitarse de encima al molesto gobierno de Córdoba, jamás lo cambiaría por el yugo de los francos.
Ermengilda opinaba lo mismo, pero ni su esposo ni Konrad o Philibert le prestaron atención. El único que la escuchaba sin contradecirla era Just, que corría a un lado del carro durante horas o se sentaba junto a ambas muchachas para que le contaran todo lo sabían acerca de la comarca. No obstante, él tampoco entendía del todo los temores de las dos mujeres; Just seguía creyendo firmemente en una victoria sobre los sarracenos, pero se guardaba esa opinión para sí mismo, pues no quería discutir con sus interlocutoras.
Entre tanto, la tropa de Roland había alcanzado el Ebro y cabalgaba junto al río en dirección a Zaragoza, acompañado por una cifra cada vez mayor de patrullas sarracenas que no dejaban de disparar nubes de flechas contra la vanguardia, tras lo cual desaparecían con tanta rapidez que los caballeros no podían seguirlos.
Dadas las circunstancias, también Roland se temía que Zaragoza no les abriría las puertas voluntariamente y envió un mensaje al rey. La respuesta fue tajante: debían avanzar sobre la ciudad con la mayor rapidez posible.
Al llegar allí, sus temores se cumplieron: Zaragoza se había preparado para un asedio y las puertas estaban cerradas. Roland envió a un hombre para iniciar negociaciones y tuvo que observar cómo acabó tendido ante la puerta, atravesado por docenas de flechas sarracenas.
—Pobre diablo —murmuró Rado, que también fue testigo del asesinato del parlamentario.
—¡Lo pagarán caro! —Konrad apretó el puño y recordó las palabras que había pronunciado Maite: que él y los otros francos primero tendrían que estar en situación de pedirles cuentas a los sarracenos.
—No seré la primera ciudad que ocupamos. También Pavia, en la península itálica, tuvo que abrirnos las puertas —dijo Rado, lanzando un salivazo e indicando el lugar donde ya empezaban a montar el campamento—. Hemos de asegurarnos de obtener un buen lugar, de lo contrario acabaremos demasiado cerca del río, del que seguramente surgen brumas malsanas que causan la enfermedad y la muerte.
—Hazlo. Llévate a Just y a las dos yeguas. Philibert y yo te seguiremos de inmediato. —Konrad pensó para sus adentros que hacía ya tiempo que debería haber conseguido un esclavo que echara una mano a Rado, puesto que este era un guerrero libre que había decidido servirle por afecto. Aunque Just le ayudaba, este solo era un niño que no podía ocuparse de las tareas más pesadas.
—Así que esperaremos a que llegue el rey Carlos —murmuró, y se dispuso a seguir a Rado.
Entonces apareció uno de los bretones de Roland.
—El prefecto desea que explores los alrededores con un grupo de guerreros y atrapes o ahuyentes a todos los sarracenos que merodean por ahí.
—Muy bien, al menos así tendré algo que hacer y no me veré obligado a quedarme sentado hasta que llegue el grueso del ejército.
Konrad lo saludó con la mano y se dispuso a alejarse al trote, pero aunque aquel día habían recorrido un trayecto más corto que la jornada anterior, su semental jadeaba como un fuelle y bailoteaba inquieto de un lado a otro.
—Me temo que tu caballo está enfermo —señaló Philibert.
Konrad se apeó, asustado.
—¡No puede ser!
—¡Qué se le va a hacer! Por desgracia, no es el único caballo con esos síntomas. Ayer uno casi estiró la pata bajo su propio jinete. Debe de ser a causa del agua en mal estado. Algunos guerreros también se quejan de dolores de estómago y cosas peores.
Philibert examinó al semental, que parecía más flaco y débil que unos días atrás. Tenía los ojos inyectados en sangre y los ollares chorreaban moco.
—No creo que puedas salvarlo. Déjalo aquí, que Rado se ocupe de él. Coge la más grande de tus yeguas. ¡No entraremos en combate, solo queremos cazar sarracenos! —dijo Philibert, aunque conocía el afecto que sentía Konrad por su semental. Pero la vida continuaba y se trataba de cumplir las órdenes de Roland.
Entonces Konrad se percató del estado lamentable de su corcel y luchó por contener las lágrimas. Ese animal que lo había llevado durante cientos de millas se veía condenado a un final escasamente glorioso justo cuando se encontraban a las puertas de su objetivo.
—Habría preferido que cayera en el campo de batalla. —Durante un momento pensó en pedirle su caballo a Rado, pero luego optó por la yegua torda.
—Ocúpate de mi semental durante mi ausencia, Rado —dijo Konrad con voz quebrada, aunque no tenía la menor esperanza de que su escudero pudiera ayudar al animal.
—Ya decía yo que no podía deberse solo al cansancio tras la larga marcha —comentó Rado, asintiendo con la cabeza—. Es un animal fiel; no te resultará fácil encontrar uno que se le pueda comparar. —Luego se dirigió a Just—: Ensilla la yegua grande para Konrad y date prisa. —Rado suspiró y miró a Konrad compasivamente—. Ojalá pudiera acompañarte y hacer pagar a los sarracenos por haber emponzoñado el agua. Prométeme que partirás el cráneo a un par de infieles cuando logres acercarte a ellos.
—¡Te lo prometo! Puedes contar con ello. —Konrad lo saludó inclinando la cabeza y montó en la yegua sarracena que Just había ensillado.
—¿Puedo manifestar un deseo? —preguntó el muchacho.
—Desde luego.
—Me gustaría que me trajeras un texto con la lengua y la escritura sarracena. Maite prometió explicarme el significado de esos signos.
—Nuestro señor no se dirige a un convento para hacerse con un texto, muchacho, sino a una batalla. ¿Acaso crees que los sarracenos llevan pergaminos consigo?
Just asintió con gesto tímido.
—Me lo dijo Maite. Parece que en su mayoría, los guerreros sarracenos llevan trozos de pergamino con los dichos de su profeta como amuletos protectores, al igual que los nuestros llevan la cruz.
—¡Tonterías! —replicó Rado, olvidando la pata de conejo que le dio su mujer para que volviera a casa sano y salvo.
Konrad se inclinó y acarició los cabellos al muchacho.
—Si encuentro algo así, te lo traeré.
—¡Gracias! —exclamó Just y lo contempló con ojos brillantes. Cuando Konrad azuzó a la yegua, dio un paso atrás. Esta era bastante más pequeña que los sementales montados por sus hombres, pero era veloz y animosa.
—Si nuestro señor logra regresar con ella a casa sana y salva, le proporcionará excelentes potrillos.
—¿Y tú qué sabes de la crianza de caballos? —preguntó Rado dirigiéndose al muchacho—. Aunque tienes razón: esa yegua es un animal excelente.
Tras echar un vistazo al semental de Konrad, fue a ordenar a Just que le trajera algunas cosas necesarias para tratar al animal, pero descubrió que el chiquillo había desaparecido: había aprovechado la ocasión para deslizarse dentro de la tienda que ocupaban Maite y Ermengilda. Ambas solían contarle muchas cosas que despertaban su curiosidad y, como la marcha se había acabado, disponían de tiempo para hablarle de todo lo que le intrigaba.
Fadl Ibn al Nafzi, el comandante de los sarracenos, no lograba olvidar el destino de su hermano, solo conocido como Abdul
el Bereber
, motivo por el cual trazó una amplia curva para esquivar al grupo de Konrad. Los francos distinguieron a los jinetes enemigos a lo lejos y, aunque de mala gana, tuvieron que reconocer que no merecía la pena perseguirlos. La ciudad fortificada —en cuyas almenas ondeaban los orgullosos estandartes sarracenos bordados en oro— no tardó en recordarles que no habían salido en viaje de placer. Era evidente que toda la ciudad de Zaragoza estaba preparada para el combate, y los guardias apostados en lo alto de las murallas manifestaban a voz en cuello lo que opinaban acerca de los francos que acampaban ante sus puertas.