—¡Calla! —espetó Carlos—. Tras el recibimiento que habéis dispensado, tu palabra tiene menos valor que el polvo que ensucia las suelas de mis botas. ¡Empezad! —añadió, dirigiéndose a dos fornidos individuos que llevaban camisas y pantalones de cuero.
Los hombres desenvainaron largos cuchillos y empezaron a despellejar al sarraceno; poco después, los alaridos de Solimán resonaron contra las murallas de Zaragoza. Carlos se quedó observando con semblante sombrío mientras el hombre que le había prometido el norte de España era torturado hasta la muerte. Lo consideraba un castigo justo para un perjuro que lo había involucrado en semejante aventura mediante numerosas promesas y juramentos.
Konrad tampoco sintió compasión por Solimán, aun cuando sabía que el sarraceno era un chivo expiatorio que el rey sacrificaba para complacer al ejército. Dirigió la mirada a Ermengilda, quien de pie junto a los catres en los que yacían su esposo y Philibert se había cubierto la boca con las manos como si quisiera reprimir un grito.
—No es un espectáculo apropiado para una mujer —murmuró Konrad, que habría preferido acompañarla hasta el campamento.
Maite sostenía a la astur sin apartar la mirada de lo que estaba ocurriendo en la colina, con expresión tan pétrea como si lo que observaba no la afectara. Konrad se encogió de hombros con un gesto de desaprobación y se dijo que los pensamientos de la vascona no le incumbían.
De hecho, la ejecución no repugnaba a Maite, porque se imaginaba que el hombre era el conde Rodrigo recibiendo su merecido castigo por haber asesinado a su padre. Pero entonces sacudió la cabeza: él no era el destinatario de semejante venganza. Rodrigo era enemigo de Íker y le había tendido una trampa, pero en realidad la culpa del asesinato de su padre recaía sobre aquel que lo había entregado a los astures. Maite apretó los puños y volvió a jurar que se vengaría del traidor. Si su padre no hubiera muerto conduciría la tribu como un auténtico jefe y, a diferencia de Okin, no inclinaría la cabeza ante Eneko de Iruñea.
Allí, en el campamento de los francos, acabó de comprender que la traición sufrida por su padre había destruido su vida. Si no hubiesen asesinado a Íker, al ser la hija del jefe de la tribu ella habría gozado del respeto de los demás y habría podido elegir entre los hijos de los otros jefes. Era posible que incluso el hijo de Eneko se hubiese interesado por ella, puesto que casarse con Maite habría duplicado el territorio gobernado por su padre. Durante unos momentos, Maite se imaginó a sí misma siendo la mujer del jefe más poderoso de Nafarroa, pero los alaridos cada vez más agudos del sarraceno torturado la devolvieron a la cruda realidad e, inquieta, se preguntó qué le depararía el destino.
Hasta ese instante no había dejado de ansiar que llegara el momento de librarse de la presencia de los francos y regresar a su aldea. Pero entonces intentó imaginar lo que la esperaba allí. ¿Y si Okin la obligaba a casarse con Asier? Su padre se habría burlado de semejante pretendiente pero, ¿qué otras posibilidades tenía? Le pareció que era como una piedra que rueda montaña abajo sin poder impedirlo y, abrumada por una sensación de impotencia, maldijo al conde Rodrigo, a su tío, a Eneko de Iruñea, a los francos cuya presencia había desencadenado el alud que ahora amenazaba con arrastrarla y, por último, incluso a su padre, que se había dejado engañar y había caído en la trampa de su enemigo. Todos ellos tenían la culpa de que el futuro se cerniera sobre ella como una nube oscura de la que en cualquier momento podían caer rayos que acabarían con su vida.
—¡Es hora de que vuelva a tomar las riendas de mi propio destino!
—¿Qué has dicho?
Ante la pregunta de Ermengilda, Maite comprendió que había expresado sus pensamientos secretos en voz alta. Procuró disimular soltando una risita y señaló a Solimán, cuyos alaridos se habían convertido en un aullido inhumano.
—Solo estaba meditando sobre el horrendo destino de ese hombre. Seguro que cuando salió con dirección a estas tierras no tenía nada de esto previsto.
Ermengilda sabía que Maite no le decía la verdad, pero no se sintió capaz de acosar a su amiga con preguntas y, angustiada, bajó la vista.
—Seguro que Solimán Ibn Jakthan al Arabi imaginó que su regreso a España sería distinto —dijo la astur—. Pero los seres humanos solo somos hojas arrastradas por el viento del destino, que nos lleva a donde quiere.
En realidad no pensaba en el hombre que tan espantosa muerte estaba sufriendo, sino en su matrimonio, que quizá jamás daría pie a una convivencia fructífera. En sus sueños febriles, su marido no dejaba de pronunciar el nombre de Hildiger como un niño pequeño llamando a su madre y en otras ocasiones la joven comprobó que los pensamientos y anhelos de Eward solo giraban en torno al hombre cuyo mero recuerdo a ella le daba náuseas.
Entre tanto, el prefecto Roland se acercó al rey y apoyó una mano en su silla de montar.
—Tus palabras fueron sabias y los hombres parecen habérselo tomado con más sosiego del que habría imaginado pero, ¿qué harás si los astures acaban por venir?
Carlos esbozó una mueca de desprecio.
—No lo harán. El rey Silo seguirá excusando su ausencia escudándose en la rebelión de Galicia. Pero dicha rebelión solo es una débil protesta, según me han informado. De vez en cuando hay pequeñas escaramuzas, pero por lo visto la sangre no llega al río. Según mi opinión, los sarracenos solo apoyan esa rebelión con el fin de proporcionarle un motivo a Silo de Asturias para no tener que acudir en nuestra ayuda.
—En ese caso, deberíamos castigar a ese rey traicionero antes de abandonar la península —exclamó Roland en tono iracundo.
Carlos negó con la cabeza.
—Perderíamos demasiado tiempo. ¿Acaso quieres dejar sin castigo a los sajones que queman aldeas? No: esta vez Silo podrá creer que está a salvo, pero cuando hayamos asegurado nuestras fronteras orientales, regresaremos con la experiencia adquirida durante esta campaña.
—¡Así que volveremos aquí y subsanaremos el error! —El semblante de Roland se iluminó, aunque todavía no se daba por satisfecho—. A los hombres no les gustará tener que volver a recorrer el mismo camino sin poder llevarse ni una moneda de plata al bolsillo como botín.
—¡No te preocupes! Hallarán su cuenta, porque aún hay alguien más a quien he de darle una lección —dijo Carlos, dirigiendo una mirada a Eneko Aritza, que apenas lograba disimular su satisfacción de que los francos se vieran obligados a abandonar España.
Desde la torre más alta de Zaragoza, Yussuf Ibn al Qasi observaba la retirada de los enemigos, pero ello no le supuso ningún alivio, solo perplejidad y fastidio. Había esperado que los francos asediaran la ciudad hasta que el hambre y la enfermedad debilitaran a su ejército, pero en lugar de eso, habían emprendido la retirada en el más absoluto orden. Acongojado, se preguntó qué propósito albergaban y sospechó que podría tratarse de un truco.
—¿Quieres que persiga a esos perros infieles? —preguntó Fadl Ibn al Nafzi, acariciando la empuñadura de su sable.
—¡No! A menos que desees compartir el destino de tu hermano. En más de una ocasión Abdul se jactó de que degollaría a esos perros francos y al final fueron ellos quienes le dieron muerte a él. El ejército franco aún es una espada afilada en la mano de su rey. Percibo su cólera por tener que batirse en retirada. Cada uno de los nuestros que caiga en sus redes será torturado hasta la muerte con la misma crueldad que el traidor Solimán.
—¡No temo a los francos! —gritó Fadl.
—Pues haces mal. Al principio yo también desprecié a esos gordos campesinos, pero ahora que se marchan, los temo. Su rey actúa de un modo completamente distinto a lo esperado y estoy seguro de que esta no será la última vez que Carlos cabalgue a al-Ándalus. Me temo que cuando regrese estará mejor preparado para la guerra.
—¡En ese caso, debería seguirlo con mis hombres y demostrarle lo que le espera si vuelve por aquí!
Yussuf Ibn al Qasi volvió la espalda a los francos y contempló al bereber.
—¡No! Al menos de momento, los francos ya no suponen un problema para nosotros. Os necesito a ti y a tus hombres para controlar a Silo de Asturias y Eneko de Pamplona. ¡Ambos solo están esperando que demuestre debilidad!
El valí de Zaragoza sintió un profundo malestar ante semejante idea. Al igual que a la mayoría de los otros valís, se había sometido al emir por temor a quedar atrapado entre Abderramán y el rey Carlos como entre la espada y la pared. Ahora que los francos habían llegado y partido como el viento que azota los campos, el emir ejercería su poder sobre él con fuerza aún mayor.
De pronto Yussuf Ibn al Qasi deseó que los francos al menos ocuparan una parte de España, porque ello supondría un contrapeso frente a las pretensiones de Abderramán. Habría preferido enviar emisarios a Carlos para entablar negociaciones con él a pesar de todo, pero dirigió la mirada a la colina donde todavía estaba clavado el tronco con los despojos del infeliz Solimán Ibn al Arabi: seguramente, ese era el destino que esperaba a cualquier emisario que enviara a los francos.
Aparte de escaramuzas sin importancia con patrullas sarracenas, el ejército alcanzó la ciudad de Pamplona sin inconvenientes. Para el asombro de todos quienes creyeron que el rey solo acamparía allí brevemente para luego emprender la marcha a los Pirineos, Carlos entró en la ciudad con el grueso del ejército y mandó ocupar el palacio y todos los lugares importantes.
El conde Eneko observó su actuación con inquietud, pero no osó contradecirlo ni ofrecer resistencia. Esa noche, sentado a la mesa de la gran sala junto al rey y sus nobles, la situación le resultó todavía más amenazadora.
Desganado, al menos en apariencia, Carlos jugueteaba con la carne que reposaba en su plato de madera. De repente alzó la cabeza y contempló a Roland.
—Cuando regresemos a España, necesitaremos un punto seguro para albergar a nuestro ejército.
—¡Podría ser Pamplona! —La idea agradó a Roland, quien dirigió una mirada irónica a Eneko. En opinión del primo del rey, el vascón debía pagar por muchas cosas, empezando por el hecho de no haber entregado las provisiones y por las dificultades que su gente había ocasionado para conseguir agua, sin olvidar la circunstancia de que durante la marcha a Zaragoza, más que útiles, los guerreros vascones habían supuesto un impedimento.
—Sí, estoy pensando en Pamplona —dijo Carlos.
—Si lo deseas, permaneceré aquí con una guarnición y conservaré la ciudad para ti, primo —dijo Roland, solícito.
—¿Y entonces quién ha de dirigir mi retaguardia? ¿Acaso Eward o Hildiger? —Carlos soltó una carcajada y le lanzó una mirada desdeñosa a su hermanastro, que por primera vez volvía a estar sentado a la mesa real. Tarde o temprano, casi todos los guerreros sufrían una herida como la de Eward, pero este no la había soportado con hombría: se había retorcido de dolor y lloriqueado como un niño pequeño. Además, según informaron al rey, su pariente no había dejado de preguntar cuándo regresaría Hildiger.
No era la primera vez que Carlos se descubría deseando que Silo de Asturias le hubiera separado la cabeza del tronco al compañero de armas de Eward. El fracaso de la campaña española había agotado su paciencia hasta tal punto que, en sus afectos, Eward ya no era el hijo más joven de su padre, cuyo bienestar este le había confiado, sino un jovenzuelo inútil al que debería haber tratado con mayor dureza.
Roland se percató del enfado de Carlos respecto de Eward y su amigo con cierta satisfacción, porque conocía el afán de Hildiger por obtener la mayor influencia posible a costa de otros. Durante un momento, sopesó la idea de sugerir al rey que nombrara a Eward gobernador de Pamplona y lo dejara allí junto con su amante, pero después consideró que él no confiaría ni un solo guerrero franco a ninguno de los dos.
Mientras tanto, el rey volvía a ocuparse de asuntos más próximos.
—En Pamplona una guarnición franca no lograría ofrecer resistencia a los sarracenos durante mucho tiempo, al menos sin asegurar las comarcas circundantes y contar con tropas de refuerzo regulares, pero ignoro cuándo podría enviarlas aquí. Así que dejaremos la ciudad en manos del conde Eneko.
Los escasos vascones considerados dignos de comer en la misma estancia que el rey sonrieron y se pegaron codazos. En cuanto el último guerrero abandonara la ciudad, cerrarían las puertas tras él y nunca más volverían a franquearles la entrada. Pero Eneko Aritza clavó la vista en Carlos con aire inquieto, puesto que cierto matiz en el tono de su voz le había llamado la atención.
—¿Cómo pretendes impedir que Eneko nos haga la misma jugarreta y deje que nos pudramos ante las murallas de la ciudad cuando regresemos? —exclamó Roland en tono indignado, porque le parecía casi imposible que Carlos estuviera dispuesto a sacrificar la última ventaja que le quedaba en España.
—No lo hará —contestó Carlos con una sonrisa suave—, porque ya no dispondrá con qué hacerlo. Arrasaremos las murallas y las torres de Pamplona. A partir de mañana, todos los hombres, mujeres y niños de esta ciudad se pondrán manos a la obra. Los bienes de quien se niegue a hacerlo irán a parar a manos del ejército y él y su familia serán vendidos como esclavos.
—¡No podéis hacer eso! —gritó Eneko, y se puso de pie presa del espanto.
Carlos lo fulminó con la mirada.
—Hago lo que considero correcto. Pese a jurarme lealtad, cerraste tu ciudad ante el comandante de mi vanguardia y solo me apoyaste por obligación y tras numerosas evasivas. Puesto que no puedo contar con tu lealtad, he de procurar que no puedas volver a atacarme a traición, así que mañana tú también ayudarás a desmantelar las murallas y darás ejemplo a tu gente. Tendréis que daros prisa, porque no dispongo de mucho tiempo. Si os demoráis en exceso, haré saquear Pamplona y la convertiré en cenizas.
Eneko resolló ante semejante amenaza, pero los francos aporrearon la mesa con entusiasmo: habían llegado a esas tierras convencidos de ser recibidos como amigos y en lugar de eso los habían tratado como invasores; ahora querían hacérselo pagar a los vascones.
También Roland estaba complacido y decidió que él mismo vigilaría a los habitantes que debían desmantelar las murallas y que castigaría cualquier negligencia de un modo implacable. Tal como el rey acababa de decir, debían regresar a la patria lo antes posible y atacar a los sajones. Una vez que sometieran a ese pueblo díscolo, Roland se juró a sí mismo que regresaría a España y castigaría a todos aquellos que tanto habían prometido sin cumplir nada.