—¡Te he dicho que te pongas a cocinar!
Luego le lanzó una sonrisa ambigua y le palmeó el trasero.
—Eres una potranca fogosa, Maite, a la que algún día me gustaría montar…
Pero ya no pudo seguir hablando, porque la muchacha se volvió y le pegó un enérgico bofetón, antes de desenvainar el puñal para apoyarlo contra su garganta.
—¡Puede que seas el hijo de Eneko de Iruñea, pero como te acerques demasiado a mí, te apuñalaré! —soltó. Lo apartó con la otra mano y salió de la choza con la cabeza erguida.
Eneko la siguió con la mirada y masculló una blasfemia. Luego retó a sus camaradas con la mirada.
—Hemos de bajarle los humos a esa arpía. Esta noche la someteremos y la haremos gemir bajo cada uno de nosotros.
Tarter de Gascuña negó con la cabeza.
—No me parece prudente. Presencié el ataque a la comitiva de Ermengilda y si le damos semejante trato, Maite acabará por cortarnos el gaznate a todos.
—¡Eres un cobarde! —se burló Eneko, pero al mismo tiempo recordó que Maite procedía de una estirpe de jefes tan antigua como la suya y la de su padre. Aun cuando Íker de Askaiz caía lentamente en el olvido, aún se entonaban loas sobre la huida de Maite del castillo de Rodrigo. No podía medir con la misma vara a una muchacha que de niña había recorrido más de cien millas y se había enfrentado a osos y lobos que a las risueñas muchachas que en más de una ocasión le indicaron que no tenían inconveniente en acompañarlo a dar un paseo por el bosque, así que abandonó su plan de mala gana—. Por mí, que se la lleve el diablo. Aquí hay muchas otras mujeres.
Entonces Tarter le apoyó una mano en el hombro.
—¡Procura no elegir la muchacha equivocada! Las de aquí tienen hermanos o parientes que sabrán defender su honor.
Dado que una de las que le habían hecho proposiciones era prima de Tarter, Eneko apretó los dientes para no irritar al otro aún más.
—Deberías haberte quedado con los francos, Eneko —dijo Tarter, sonriendo—. Allí hay numerosas putas dispuestas a abrirse de piernas para ti. Nuestras muchachas vasconas no te servirán de juguete.
—Tarter tiene razón. ¡No tocarás a las muchachas! —exclamó un muchacho que también tenía una pariente en el grupo.
Soltando un gruñido de furia, que también podría ser de resignación, Eneko se volvió y señaló el hogar, donde el fuego casi se había apagado.
—Encargaos de traer a un par de esas mujeres para que empiecen a cocinar, de lo contrario vosotros mismos tendréis que ocuparos de las perolas.
Inmediatamente, un par de muchachos echaron a correr al prado desde donde resonaban voces claras, pero Eneko comprendió que solo obedecían sus órdenes porque tenían hambre, no por temor a él.
Una vez que el grueso del ejército se hubo marchado reinó cierto alivio en Iruñea. Aunque el prefecto Roland aún permanecía en la ciudad con efectivos de combate, los habitantes albergaban la esperanza de que la situación se volviera menos dura para ellos. Pero como sabían que sin una muralla protectora la ciudad sería un objetivo fácil para un ejército saqueador, su entusiasmo se redujo de manera considerable. La mayoría estaba convencida de que los francos pronto se marcharían y se prepararon para volver a levantar las murallas.
Sin embargo, no habían contado con la tenacidad de Roland. Llevaba a cabo aquello que se proponía y cuando se percató de que muchos solo simulaban desmantelar la muralla, apostó guardias cada diez pasos y mandó que guerreros con largos látigos recorrieran las filas para estimular el entusiasmo de los lugareños. Pronto los látigos restallaron por doquier acompañados de gritos de dolor y, cubriéndose la boca con la mano, todos desearon en voz baja que Roland y sus francos se fueran al infierno.
También la cólera del conde Eneko iba en aumento porque Roland lo hizo encerrar vigilado por sus bretones, de modo que solo lograba mantenerse en contacto con los suyos a través de sus fieles criados. Contempló el campamento de los francos con una mirada que rezumaba odio. Tras la partida del ejército principal del rey Carlos el asentamiento parecía casi abandonado, pero los guerreros que permanecieron junto a Roland eran demasiado numerosos para arriesgarse a un ataque directo. Aunque victorioso, sus pérdidas le costarían su posición destacada en Nafarroa.
—¡Orreaga! —Con gran fervor, Eneko pronunció el nombre de la pequeña aldea vascona, detrás de la cual se extendía un gran desfiladero y uno de los pasos principales. El destino de los francos se decidiría en ese profundo desfiladero, que los astures denominaban Roncesvalles.
La impaciencia corroía a Roland. Si permanecía demasiado tiempo en España no lograría reunirse con el rey Carlos antes de que este alcanzara las comarcas sajonas, de ahí que impulsara el desmantelamiento de la muralla con mano dura y ordenara a la mitad de sus guerreros que participaran en la tarea, puesto que la otra mitad era necesaria para vigilar a los habitantes forzados a trabajar.
Konrad formaba parte de los guardias y le habían encargado la vigilancia de un tramo de la muralla. Se sentía agradecido a Roland por haberle asignado dicha tarea, porque lo distraía de su enfado por la negativa de Ermengilda de huir con él.
Su amigo Philibert se encontraba peor; la herida había vuelto a infectarse y su debilidad aumentaba día tras día. A ello se sumaba el dolor por el rechazo de Ermengilda. Después de su encuentro la había eludido, pero no podía dejar de pensar en ella. Había estado dispuesto a traicionar a su patria y quebrantar su fidelidad al rey por esa mujer, y ahora lo agobiaba la sensación de no haber sido lo bastante bueno para ella.
También a Konrad, afectado por sentimientos similares, le resultaba casi insoportable ver a Ermengilda aunque fuera de lejos. Amaba a sus padres y a su hermano y sentía nostalgia de su aldea; sin embargo, había estado dispuesto a renunciar a todo para ayudar a la Rosa de Asturias. Ahora ansiaba ver rostros conocidos y lamentaba haber dejado de pertenecer a la leva del prefecto Hasso, que ya marchaba en dirección a su tierra natal. En cambio debía pelear con vascones renuentes y encima tenía que cargar con Ermo, a quien el rey había incorporado a la retaguardia como siervo. Aunque el hombre realizaba las tareas que le encomendaban, su mirada delataba que culpaba a Konrad por su destino.
Rado notó el odio que embargaba a Ermo y trató de advertir a Konrad.
—Te aconsejo que no te acerques demasiado al borde de la muralla mientras Ermo esté cerca de ti.
—No lo haré, y tampoco le daré la espalda. Bien es verdad que no lleva un arma, pero una pica o una palanca también sirven para partirle el cráneo a cualquiera.
—¡Pues pártele el suyo! Solo es un esclavo condenado y nadie te lo reprocharía.
La sugerencia de Rado resultaba tentadora, y a Konrad le hubiese venido bien una víctima en la cual descargar su desilusión y su ira por Ermengilda. Pero cuando empuñó la espada, le vino a la memoria el rostro de su padre: parecía mesurado y también un tanto reprobador, y a Konrad incluso le pareció oír la voz de Arnulf: «Aun cuando Ermo es un miserable, no actúes con precipitación. Tiene parientes que responden por él y que lo vengarían. Ese hombre no se merece que te arriesgues por él.»
—Tienes razón, padre —murmuró Konrad.
Rado le lanzó una mirada desconcertada.
—¿Qué has dicho?
—¡Nada! Solo que ese bribón no merece que una buena espada le dé muerte —contestó Konrad y se alejó.
Algunos de los habitantes obligados a realizar trabajos forzados lo hacían con excesiva lentitud y al verlo Konrad soltó un grito.
—¡Daos prisa, bellacos! De lo contrario no acabaremos hasta el día del Juicio. ¡Y no olvidéis que entre tanto también debéis alimentarnos!
Los hombres pegaron un respingo y clavaron la mirada en su espada. Como Konrad aferraba la empuñadura, creyeron que la desenvainaría de inmediato para matarlos, así que se afanaron en trabajar. Su ironía mordaz afirmando que los habitantes de Pamplona tendrían que alimentar a las huestes de Roland hasta que hubieran quitado la última piedra circuló con rapidez. Todos los habitantes de la ciudad deseaban que los aborrecidos ocupantes se fueran al infierno, pero como no estaba en su mano enviarlos allí, querían quitárselos de encima lo antes posible.
Un poco después, Just se reunió con Konrad.
—¿Hemos de quedarnos aquí mucho tiempo más?
Konrad se detuvo y lo miró.
—Hablas como si echaras de menos tu hogar.
—No, no es eso. Ni siquiera sé dónde está mi hogar, pero me aburro. Antes estaba Maite, pero desde que se marchó ya no hay nadie con quien pueda hablar.
—¡Pero si estás hablando conmigo!
El muchacho esbozó una mueca.
—Sí, es verdad, pero no es lo mismo que hablar con Maite.
—Aún eres demasiado joven para esas cosas —lo reprendió Konrad.
Al principio, Just no comprendió a qué se refería, pero después soltó una carcajada.
—¡Dios mío, eso ni siquiera se me ha pasado por la cabeza! Y aun menos con Maite. Con ella podía charlar de todo aquello que me interesa; incluso me enseñó a hablar en árabe. ¿Queréis que os diga unas palabras, señor? —Sin esperar la respuesta de Konrad, pronunció varias frases en el idioma de los sarracenos.
—¿Y se supone que eso es una lengua? ¿Qué significa lo que has dicho?
—Es el principio de las sagradas escrituras del islam y significa lo siguiente: «¡En el nombre de Alá, el misericordioso! ¡Loado sea Alá, el Señor de todos los habitantes del mundo, el misericordioso y benévolo que reinará el día del Juicio Final! Solo a Ti queremos servir y solo a Ti suplicamos ayuda.»
Just contempló a Konrad con expresión orgullosa, como si esperara un elogio, pero el joven guerrero hizo un gesto de rechazo.
—¿Así que Maite te enseñó esas tonterías paganas? Menos mal que el rey Carlos se la llevó a ella y a los demás rehenes.
Just parecía perplejo.
—¡Pero si no los llevó consigo! Maite se marchó dos días antes de la partida del rey.
—Entonces se la llevó la vanguardia, junto con los otros rehenes.
—No, no fue así —dijo Just, negando con la cabeza—. Vi cómo se marchaba la vanguardia y los rehenes no iban con ellos. Desaparecieron junto con Maite.
—Debes de estar equivocado. Si el rey Carlos los hubiera puesto en libertad, yo lo sabría.
—A lo mejor huyeron —apuntó Just.
—¿Huir? —Konrad rio—. ¡Sueñas, muchacho! A fin de cuentas, el conde Eneko está en nuestro poder. El cabecilla de los rehenes era su hijo y no arriesgaría la vida de su padre.
—Si vos lo creéis así, señor… —Just estaba decepcionado. Por una parte, Konrad lo había reprendido por sus conocimientos del árabe y encima consideraba que sus ideas eran una tontería, así que igualmente podría dedicarse a almohazar a los caballos: esos al menos lo escuchaban.
Pero Konrad no se tomó las palabras de Just completamente a la ligera. Poco después, cuando vio que Roland, cubierto por su armadura, se acercaba a la ciudad, salió a su encuentro.
—He de deciros algo, señor Roland.
El prefecto de Cenomania se detuvo.
—¿Hay problemas con los habitantes?
—¡No, señor! —contestó Konrad—. Últimamente trabajan con afán asombroso. Se trata de los rehenes que debía presentar el conde Eneko: se han marchado.
—Lo sé. El rey se los llevó.
—Just, mi escudero más joven, dice que no es así. Según él, los rehenes abandonaron la ciudad antes de la partida del rey.
Entonces Roland le dedicó toda su atención.
—¿Dices que los rehenes no marcharon con el rey?
—Al menos eso es lo que afirma Just, y es un muchacho inteligente.
—Es ese que aprende lenguas extranjeras con rapidez, ¿verdad? No deberías quitarle el ojo de encima y enviarlo a un convento a tiempo: allí podrá convertirse en un hombre sabio. Creo que no tiene las mismas aptitudes para llevar armas: es demasiado enclenque y nunca se convertirá en un gran guerrero —dijo Roland, riendo, porque para él un guerrero tenía más valor que todo un convento lleno de monjes capaces de leer y escribir.
A Konrad le resultó gracioso imaginarse a Just como un guerrero con armadura. Aun cuando el muchacho distinguía entre la hoja y el mango de un cuchillo, era más ducho manejando la pluma y el pergamino. Pero como le preocupaba la desaparición de los rehenes, volvió a mencionar el problema.
Roland acabó por hacer un gesto negativo con la mano.
—Quizás huyeron para volver a sus hogares. Perseguirlos sería inútil: en las montañas pueden esconderse en todas partes. Mientras tengamos al conde Eneko en nuestro poder, el asunto no me inquieta.
Con esas palabras, puso fin al tema. Hacía mucho que había dejado de pensar en España: solo le preocupaban los sajones.
—Encárgate de que la muralla sea desmantelada con mayor rapidez. Hemos de seguir a Carlos lo antes posible, porque mi espada ansía partir cráneos sajones.
Roland le palmeó el hombro para animarlo y se marchó.
Konrad regresó a su tramo de la muralla con aire pensativo y comprobó que durante su ausencia los hombres no habían holgazaneado, pero las miradas que le lanzaron no podrían haber sido más ponzoñosas. No obstante, no era aquello lo que le preocupaba, sino la desaparición de los rehenes. Le fastidiaba que Maite se hubiera unido a los demás rehenes, porque consideraba que debía estarle agradecida por salvarle la vida. Pero luego se encogió de hombros: ¿qué le importaba esa vascona malhumorada? Bastante tenía con ocuparse de sus propios problemas.
—¡Adelante! ¿Acaso queréis seguir trabajando aquí durante un año? —Sus palabras resonaron por encima de los restos de la muralla y un guerrero franco que sostenía el látigo en la mano se dispuso a azotar a los lugareños.
—¡Eh, tú, deja eso! La gente ya trabaja lo más rápido que puede —lo reprendió Konrad, y trató de calcular cuánto tiempo más deberían permanecer en Pamplona. Dada la impaciencia de Roland, solo podía tratarse de unos pocos días, pero como el prefecto no partiría antes de que las murallas de la ciudad hubieran sido completamente desmanteladas, ni sus hombres ni los habitantes debían perder el tiempo.
En el preciso instante en que dicha idea se le pasó por la cabeza, Konrad notó que Ermo, que también formaba parte de la cuadrilla a su cargo, quería largarse, y se apresuró a llamar al del látigo.
—Dale un par de azotes a ese bellaco. ¡Creo que los necesita!