La Rosa de Asturias (70 page)

Read La Rosa de Asturias Online

Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
12.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aliviado porque pronto dejaría atrás aquellas sombrías paredes para siempre, Konrad se sumó a los transeúntes que avanzaban en la misma dirección que él. En su mayoría se trataba de esclavos, criados y artesanos; también circulaban algunas mujeres, esclavas ataviadas con ropas sencillas y con los cabellos sueltos, y otras mujeres que se cubrían el rostro con un velo para que ningún extraño pudiera contemplarlas.

Hasta entonces, Konrad había considerado que los musulmanes eran infieles peligrosos a los que había de derrotar en el campo de batalla, pero rodeado de aquella gente, no podía verlos como enemigos.

Sus propias ideas desconcertaron a Konrad, quien se alegró al ver la casa de Eleazar. Al igual que todos los demás edificios, también este carecía de ventanas a la calle, era muy estrecho y tenía las habitaciones agrupadas en torno a un diminuto patio interior.

Llamó a la puerta y abrió Amos, el niño negro, detrás del cual ya lo esperaba Eleazar. El médico contempló a Konrad y la expresión del guerrero franco le reveló que este pretendía emprender la huida ese mismo día, por lo que se alegró de que esa mañana no lo hubieran llamado al lecho de ningún enfermo.

—Hoy has acudido muy temprano a mi casa, franco. ¿Cuál es el motivo: tus dolores o la sed de los hombres de Fadl?

—¡La sed! He de hablar contigo, Eleazar. He…

Konrad no pudo continuar porque el médico lo interrumpió al tiempo que dirigía una breve mirada de reojo al niño.

—Mientras hablamos, Amos se encargará del vino. ¿Cuántos jarros necesitas esta vez?

—Muchos. Por lo visto el mayordomo de Fadl está organizando una fiesta.

—¿Qué clase de fiesta? —preguntó Eleazar sorprendido, dado que ese día no se celebraba ninguna festividad musulmana.

—No lo sé. A lo mejor ha recibido buenas noticias de su amo.

A Konrad le disgustaba mentir, pero estaba absolutamente decidido a que el médico no descubriera que Ermengilda visitaba la casa de Fadl.

Para su gran alivio, Eleazar dejó el tema y empezó a negociar el precio del vino. Konrad le habría entregado de buena gana todo el dinero que le había dado Zarif a cambio del vino que él quisiera, pero el médico no quiso renunciar al placer del regateo. Además, Konrad cayó en la cuenta de que no debía comprar el vino por un precio más elevado que Ermo. Si llevaba demasiado poco vino por el dinero recibido, Zarif creería que se había embolsado el resto. Es verdad que todos los criados de la casa lo hacían, pero en su caso sospecharían inmediatamente que lo necesitaba para darse a la fuga.

Así que tardaron un rato en ponerse de acuerdo, tras lo cual el médico indicó a Amos que fuera en busca del vino e invitó a Konrad a seguirlo a la planta superior.

—Me vi obligado a interrumpirte: Amos no ha de saber lo que planeas —dijo mientras examinaba las cicatrices de Konrad—. Están casi curadas. Te daré una pomada para que te la apliques durante el viaje.

—¡Gracias! Aquí están las piedras preciosas. ¿Crees que serán suficientes para pagarlo todo? —preguntó Konrad al tiempo que le alcanzaba el paquetito que Maite le había proporcionado.

El médico lo abrió, extendió el contenido en la palma de la mano y se quedó boquiabierto al ver las piedras tan finamente talladas.

—¡Voto al Señor de los ejércitos celestiales de Israel! ¿Acaso forzaste el cofre del tesoro de tu amo?

—¡No! Las encontré en el jardín mientras arrancaba malas hierbas.

No se correspondía completamente a la verdad, pero tampoco suponía una mentira.

Eleazar contempló a Konrad con aprobación.

—Has nacido bajo una buena estrella, franco, porque incluso la desgracia te resulta favorable. Espérame aquí mientras llevo las piedras a un amigo para hacerlas tasar.

—¡Imposible! Los hombres de Fadl están esperando que les lleve el vino. Quizá tenga que hacer varios viajes, y la próxima vez también necesitaré las otras cosas que me prometiste.

Eleazar alzó la mano.

—No te prometí nada. Solo te dije dónde se encontraba aquello que quizá te resulte útil.

—Tal vez también puedas decirme dónde encontrar algo que pueda mezclar con el vino para que los hombres de Fadl duerman durante más tiempo, ¿verdad? —preguntó Konrad en tono tenso.

—Eso sí que no —dijo el médico con expresión adusta—, porque solo con que uno de ellos advierta que el vino contiene un narcótico, será de mí de quien sospecharán. No, franco, tendrás que confiar en el poder del vino y en tu buena estrella.

La negativa le dolió, pero Konrad comprendió las razones del médico.

—Será como tú dices —convino.

Eleazar asintió con la cabeza y señaló la puerta.

—Una vez que Amos haya traído el vino, me dirigiré con él a casa de un paciente. Dejaré la puerta abierta para que puedas recoger los otros jarros. No temas: no se cierra sola. Rara vez echo la llave al ausentarme, con el fin de que los enfermos puedan entrar y esperarme. Casi lo olvido: quiero darte dos cosas más.

Eleazar se acercó a un arcón, lo abrió y sacó un estrecho talego de cuero que contenía un papiro con un escrito en un idioma desconocido para Konrad, además de un finísimo trozo de cuero.

—Ahí pone que Simeón Ben Jakob, de la aldea Al Manum, debe darte dos mulos. La aldea se encuentra a unas millas río abajo, en la orilla norte del Wadi al Kebir. No tiene pérdida. La mezquita está situada sobre una roca junto al río. Vista desde allí, la casa de Simeón es la tercera de la izquierda. Lo otro es un pasaporte escrito en piel de camello, destinado a un traficante de esclavos judío oriundo de Franconia que murió aquí. No sé qué hacer con ello, pero a ti puede resultarte útil. Está a nombre de Issachar Ben Judá. ¡Pero ahora ve con Dios! Oigo los pasos de Amos.

—¿Y mi dinero? —exclamó Konrad con desesperación.

—Lo encontrarás en la habitación contigua, junto con las ropas.

Y dicho ello, Eleazar lo empujó fuera de la habitación y le indicó que fuera a recoger los primeros jarros de vino.

14

Cuando Konrad atravesó la puerta y entró en el patio interior de la mansión de Fadl Ibn al Nafzi, retrocedió precipitadamente. El lugar estaba ocupado por casi dos docenas de guerreros de la guardia del emir, además de dos eunucos que se afanaban de un lado a otro muy atareados. Al parecer, Ermengilda ya había llegado. El vino jamás alcanzaría para todos esos hombres. Además, debía contar con que los soldados demostraran un mayor rigor respecto de las reglas de su fe que los criados de Fadl. Mientras permanecía allí inmóvil considerando estas cuestiones, el mayordomo Zarif se aproximó a él, presuroso.

—¡Por fin has llegado! ¡Lleva la medicina al sótano y luego ayuda a servir un sorbete a los valientes guerreros del emir!

En ese instante el temor atenazó a Konrad. «No se le ocurrirá enviar a otra persona a por el resto del vino, ¿verdad?», pensó. Porque en ese caso todo estaba perdido.

—¡Pero si todavía no he podido traer toda la medicina! —exclamó.

—Ya irás a por ella más tarde. Nuestros huéspedes desean regresar al palacio, así que date prisa y sírveles sus refrescos.

Konrad se quitó un peso de encima: si los soldados del emir que habían escoltado a Ermengilda hasta allí no tardaban en abandonar la casa, el plan podría tener éxito. Se apresuró a trasladar el vino hasta el fresco sótano y después ayudó a servir en jarras el zumo de frutas que las esclavas habían preparado a toda prisa. Antes de llenar las copas, añadió un poco del hielo procedente de las montañas cercanas que iban a buscar en invierno y conservaban en los sótanos más profundos.

Para su gran alivio, los hombres del emir no tardaron en dar cuenta del refrigerio y se apresuraron a seguir a su comandante, que ya mostraba señales de impaciencia.

—Cuando la dama desee regresar al palacio, enviad un mensajero —le gritó el comandante a Zarif, tras lo cual los soldados se esfumaron como la bruma bajo el sol.

Los únicos que permanecieron allí fueron los dos eunucos del palacio, puesto que Tahir les había anunciado que ese día disfrutarían de un placer muy especial. En efecto: el eunuco ordenó a Konrad que fuera al sótano a por la primera jarra de vino. Luego los tres castrados se unieron a Zarif y a los criados, y Konrad tuvo que servirles a todos.

—Es una suerte que la señora Ermengilda quiera pasar la noche aquí, porque así dispondremos del tiempo suficiente para disfrutar de esta excelente bebida —comentó uno de los eunucos, bebiendo con fruición.

Zarif lo imitó y tendió la copa vacía a Konrad.

—No pierdas el tiempo, esclavo, y sírveme más vino.

El cautivo obedeció, pero después le tendió el jarro a Ermo.

—¡Sigue sirviéndoles tú! He de ir a por el resto, porque Eleazar quiere visitar a un enfermo.

—¡Pues entonces haz el favor de marcharte! —exigió el mayordomo al tiempo que vaciaba la segunda copa.

Konrad echó a correr en dirección a la casa de Eleazar y entró. Para no ser sorprendido por un enfermo que quisiera ver al médico, echó el pestillo y subió las escaleras hasta la planta superior. Abrió la puerta de la habitación anexa y vio que todo estaba perfectamente ordenado, tanto era así que por un momento creyó que el judío lo había engañado, pero entonces advirtió que la tapa del arcón estaba entreabierta. Cuando lo abrió descubrió varias prendas dobladas y, al sacarlas, un pequeño bolso de tela se deslizó al suelo tintineando. Konrad dio un respingo, pero enseguida recuperó el control, recogió el bolso y se lo guardó bajo la camisa. Ignoraba cuánto dinero contenía, pero en ese instante habría emprendido la huida incluso con tres dirhams en la mano.

Las prendas eran muy similares al atuendo que llevaban los musulmanes sencillos. Para él había una larga camisa y un manto igualmente largo, al que se añadían un abrigo para las noches frías, sandalias y un gorro de fieltro envuelto en un paño: era el atuendo de un hombre acostumbrado a viajar. Konrad también encontró otras prendas masculinas, pero las dejó a un lado y cogió otras similares a las ropas de mujer que el médico había dispuesto para él. Solo le quedaba introducirlas a hurtadillas en la casa de Fadl Ibn al Nafzi. Lo guardó todo en una cesta vacía y encima colocó las jarras de vino. Cuando se disponía a abandonar la casa, recordó el líquido que servía para dar un tono oscuro a la piel y tardó un momento en recordar dónde debía estar. Enseguida lo encontró en el estante y salió de la casa, controlando a duras penas el nerviosismo. De regreso, lamentó no haber podido despedirse de Eleazar, pero comprendió que el médico quería evitar cualquier sospecha de haberle prestado ayuda.

15

Entre tanto, en casa de Fadl todos bebían una copa tras otra. Los hombres saludaron ruidosamente a Konrad y le indicaron que sirviera más vino. Ermo se hallaba sentado junto a los criados como si hiciera años que perteneciera al personal de la casa. Entonces se puso de pie y cuando Konrad quiso llevar el resto de los jarros al sótano, lo empujó contra la pared.

—¿Cuánto dinero has logrado embolsarte? —preguntó, tanteando el cinto de Konrad.

Este le apartó la mano con decisión.

—¡Le entregué todo el dinero a cambio de vino! Mañana podrás preguntárselo.

Ermo lo contempló como si dudara de su sensatez y lo soltó con un gesto desdeñoso.

—¡Supongo que no has comprendido que esta es nuestra mejor oportunidad! Esos infieles beben tanto que no despertarán hasta mañana, pero para entonces ya nos habremos largado. Ve y encárgate de que no les falte vino a esos bellacos, y no te olvides de las mujeres: no tengo ganas de que las esclavas den la alarma cuando descubran que hemos huido.

—Les llevaré una jarra a las mujeres —le prometió Konrad.

Ermo esbozó un gesto de satisfacción.

—Hazlo. ¡Y encárgate de que todos beban!

Ermo no pudo continuar porque Zarif volvió a exigir más vino. Konrad cogió un jarro y le llenó la copa, mientras Ermo volvía a sentarse junto a los criados y simulaba beber: Konrad vio que derramaba el vino disimuladamente en un ángulo del diván en el que estaba sentado. Cuando el líquido acabó por gotear y formar un charco en el suelo, todos soltaron sonoras carcajadas.

Solo Zarif le lanzó una mirada irritada.

—Está visto que no sabes beber, franco, puesto que eres incapaz de contenerte, así que después limpiarás el diván y también el resto. ¡Y ahora lárgate y vete a mear a otra parte!

Al principio Ermo quiso protestar airadamente, pero un instante después se dio cuenta de que la orden del mayordomo evitaba que tuviera que seguir bebiendo y se marchó con fingido aire de estar abochornado.

Konrad también se alejó de los borrachines, pero se llevó otra jarra de vino para las esclavas. De camino atravesó las habitaciones ocupadas por Fadl Ibn al Nafzi cuando estaba en Córdoba y por fin llamó a la austera puerta del harén.

Tras unos instantes de espera, oyó que alguien descorría el pestillo. Una esclava entreabrió la puerta y se asomó. Al ver a Konrad, adoptó una expresión de rechazo.

—¡Aquí no se te ha perdido nada!

—Perdona, pero me envía Zafir. Él y sus amigos celebran una fiesta y no quiere que vosotras paséis sed.

—¿Qué contiene esa jarra? —preguntó la mujer, aún desconfiada.

—El zumo de las frutas del paraíso. Bebedlo para aligerar vuestros corazones y olvidar las penas.

Como solo dominaba unas pocas palabras de la lengua sarracena, le habló en la de los cristianos españoles. Por suerte la esclava lo entendió, cogió la jarra y se despidió en un tono mucho más amable.

Konrad oyó que corría el pestillo y confió en que después no tuviera que derribar la puerta. La hoja era tan sólida que el ruido habría despertado incluso a un muerto. Cuando regresó al recinto donde los hombres bebían, los primeros ya estaban tumbados en el suelo, roncando. Tahir, el eunuco gordo, se tambaleaba pese a estar sentado en un cojín, sin embargo intentó llevarse la copa a la boca. También Zarif ya estaba muy borracho y al beber derramaba más de la mitad de lo que pretendía ingerir.

—¡El muy cabrón no tardará en caer redondo! —dijo Ermo, que de pronto apareció junto a Konrad. Había aprovechado el tiempo para hacerse con unas ropas mejores a fin de no ser reconocido como esclavo. Llevaba una cimitarra colgada junto a la cadera izquierda y un puñal en el cinto, pero al parecer solo había encontrado ropa y armas, porque se aproximó a los durmientes y registró sus cintos y sus fajas, de donde cogió algunas monedas que se guardó en el acto. Por fin se acercó a Tahir, que balbuceaba medio inconsciente. Ermo también le quitó el dinero y se dirigió hacia el mayordomo. Zarif era el único que llevaba un talego con monedas colgado del cinturón. Ermo lo cortó con el puñal y lo sopesó.

Other books

Slow Burn by Ednah Walters
Parque Jurásico by Michael Crichton
The Irda by Baker, Linda P.
Rogue by Mark Walden