Maite recordó que lo había herido e inclinó la cabeza.
—¡Lo siento! Me refiero a tu herida. Estaba fuera de mí porque Okin, mi tío, me entregó en manos de Fadl Ibn al Nafzi sin preguntarme y en contra de mi voluntad.
—¡La herida cicatriza bien!
Tras esas palabras, Tahir llegó a la conclusión de que la nueva esposa había dejado a un lado su obstinación y ya no le crearía más problemas. Cuando al cabo de unos instantes entró en el patio y le dijo al mayordomo de la casa que mandara llamar a dos portadores, el hombre negó con la cabeza.
—No permitiré que una mujer de esta casa sea llevada por desconocidos. Hay una litera en la propiedad. Dos de nuestros esclavos la trasladarán hasta el palacio.
Resultaba cómico observar con cuánta velocidad desaparecieron de escena los criados y los esclavos de la casa. Ninguno de ellos tenía ganas de recorrer las calurosas calles hasta el palacio del emir cargando con aquella mula tozuda.
—Que la lleven los dos francos —sugirió un esclavo quien, debido a su avanzada edad, no corría peligro de verse obligado a realizar una tarea tan pesada.
Zarif, el mayordomo de Fadl, observó brevemente a Tahir y cuando este hizo un gesto afirmativo, llamó a Konrad y a Ermo. En cuanto aparecieron, indicó una de las alas de la casa que contenía toda clase de aperos.
—Id en busca de la litera y limpiadla.
Como toda vacilación suponía recibir latigazos, Konrad obedeció en el acto; en cambio Ermo se tomó la tarea con tanta parsimonia que el mayordomo se enfadó.
—Date prisa —dijo, y acompañó sus palabras con dos latigazos.
Ermo se encogió gimiendo de dolor.
—Condenado perro —murmuró en su lengua natal—, me las pagarás.
—¡Es el castigo que te mereces, infiel! —dijo Konrad con una sonrisa.
—¡No soy un infiel! Solo finjo serlo mientras ideo el modo de huir —susurró Ermo.
—¡Basta de charlas y poneos manos a la obra! —gritó el mayordomo, haciendo restallar el látigo.
Mientras Konrad y Ermo limpiaban la litera, el eunuco se dirigió apresuradamente a la habitación de Maite y ordenó que la vistieran con ropas adecuadas para una visita al palacio y que hicieran honor a su amo. Le proporcionaron un atuendo nuevo y un manto con capucha para que se cubriera la cabeza, y después le ocultaron el rostro tras un velo, de modo que solo asomaban sus ojos. Como transportarían a Maite en la litera cerrada con cortinas, no habría sido necesario tomar tantas precauciones, pero Tahir no quería que lo acusaran de cumplir sus tareas de un modo negligente.
Konrad y Ermo tuvieron que llevar la litera al pequeño patio anexo al ala de las mujeres y abandonarlo hasta que Maite la ocupara. Durante unos momentos permanecieron uno junto al otro sin ser observados. Konrad apretó los labios y se preguntó si podía confiar en Ermo.
—¿Piensas huir? —acabó por preguntarle.
—¡Desde luego! Y no me digas que tú no.
—No creo que lo logre. Me vigilan demasiado estrechamente —contestó Konrad, precavido, porque creía que Ermo era capaz de traicionarlo si ello podía suponer una ventaja para él, por pequeña que fuera.
—En algún momento dejarán de hacerlo. A la gente de Fadl les agrada la buena vida y pienso aprovechar dicha circunstancia. Sabrás que aunque su Profeta les prohíbe beber vino, es algo que les encanta; se limitan a llamarlo medicina y se lo hacen administrar por Eleazar el judío.
—¡Pero si es médico! —se le escapó a Konrad.
—Sí, en efecto, pero tiene amigos comerciantes. Los judíos no pueden vender vino a los musulmanes sin recibir un severo castigo. Pero ello no se aplica a los remedios. Los bellacos consumen vino en abundancia, pero son demasiado holgazanes para acarrearlo ellos mismos. Ya me han enviado dos veces a por él, y cuando vuelvan a hacerlo, pienso poner tierra de por medio.
—¿No temes que te delate? —preguntó Konrad en tono mordaz.
—¿Y quién iba a creerte? Yo en cambio soy un buen musulmán que los viernes acude a la iglesia…, quiero decir a la mezquita, para orar. Solo he de decir que pretendes calumniarme y el látigo se apresurará a danzar en tu espalda.
«Por desgracia, ese cerdo tiene razón», se dijo Konrad. Al mismo tiempo comprendió que Ermo solo le había contado todo eso por pura maldad, para que la nostalgia lo consumiera y envidiara a Ermo su huida exitosa.
«Pues te has equivocado, Ermo», pensó, tras la cual volvió a reflexionar sobre sus propias posibilidades. Lamentablemente, estas no eran tan halagüeñas como las de su hipócrita compatriota ni por asomo. Antes de que se le ocurriera alguna idea, Tahir les ordenó que se dirigieran al patio interior para hacerse cargo de la litera. El eunuco corría junto a esta, mientras que los criados enviados por el jefe de los eunucos del palacio y los guardias de Fadl se encargaban de que el grupo recorriera las calles sin ser molestado.
Cuando Maite entró en la habitación, Ermengilda corrió a abrazarla.
—¡Cuánto me alegro de verte! —exclamó. Luego contempló a su amiga sacudiendo la cabeza.
—Tienes mal aspecto. ¿Estás enferma?
—No, solo furiosa —dijo Maite, negando con la cabeza.
—¿Por qué?
—Mi tío me entregó a Fadl Ibn al Nafzi como si yo fuera una esclava o un botín de guerra.
No dijo nada más, pero Ermengilda también era consciente de lo que callaba y se estremeció.
—Tras traicionar a tu padre, ahora también te ha traicionado a ti.
—A diferencia de mi padre, yo no he muerto y no olvidaré la palabra «venganza» mientras me quede un soplo de vida —dijo Maite, al tiempo que palmeaba el puñal que llevaba bajo la ropa con una expresión tan sanguinaria que Ermengilda dio un paso atrás.
—¿Así que también quieres vengarte de mi padre?
Durante unos instantes, el estrecho vínculo que se había generado entre ambas durante la última parte del trayecto a Córdoba se desvaneció y las dos se miraron fijamente, como si fueran enemigas.
La primera en recuperar el sentido común fue Maite, quien agachó la cabeza.
—El que me importa es Okin. Tu padre es un guerrero y se limitó a defender sus propiedades.
No le resultó fácil decirlo, pero si quería huir necesitaba la ayuda de Ermengilda, y esta no movería ni un dedo si consideraba que su padre corría peligro.
—Ojalá logres castigar a Okin tal como se merece, pero dime: ¿cómo se encuentra Konrad? ¿Siguen torturándolo con la misma brutalidad?
—De momento Fadl se encuentra lejos y sus criados no parecen ser tan crueles como su amo. Al menos no lo azotan todas las mañanas —respondió Maite.
Ermengilda plegó las manos como durante la oración.
—¡Gracias a Dios! Y dime, ¿sabes si ha descubierto el modo de huir?
—¿Por qué quieres huir? ¿Es que te tratan tan mal?
Maite contempló a su amiga y notó que parecía sana y bien alimentada. Según su opinión, la astur llevaba una vida confortable y, como una de las concubinas de Abderramán, se libraría de todas las tempestades de la vida.
Ermengilda soltó una amarga carcajada.
—¡He de salir de aquí! Hasta ahora me he visto obligada a obedecer a dos hombres a quienes no amaba, pero quiero convertirme en dueña de mi propia vida y solo entregarme a quien yo decida, y por amor.
—A Konrad, sin ir más lejos —dijo Maite en tono malicioso.
—Es un hombre fiel y me trataría bien.
Ermengilda suspiró profundamente, puesto que temía que a Konrad le desagradara descubrir que estaba embarazada. Sin embargo, aun suponiendo que ello fuera así, sin duda la respetaría como a una viuda y le prestaría un último favor llevando a su hijo a Franconia, su tierra natal.
Maite no supo qué contestar. Ya le parecía bastante complicado encontrar una oportunidad para escapar a solas, pero las mujeres no viajaban a través de las tierras de los sarracenos sin un acompañante masculino, así que sin Konrad era muy improbable que lograra llegar hasta las comarcas cristianas. De pronto alzó la cabeza y sonrió. Para cazar moscas había que tener cola, y era posible que Ermengilda fuera dicha cola, a la que Konrad se quedaría tan pegado que el muy tozudo se vería obligado a prestar oído a sus palabras.
—Intentaré hablar con Konrad cuando vuelva a trabajar cerca de mi ventana. Solo hemos de esperar y rezar para que Fadl Ibn al Nafzi permanezca ausente el tiempo necesario.
Ermengilda le lanzó una mirada de desesperación.
—¡Lo malo es que disponemos de muy poco tiempo! Estoy embarazada, y el padre de la criatura es mi esposo muerto. Si los demás lo descubren, ignoro cuál será la reacción del emir. Tal vez me mate. Además, he de escapar de aquí mientras aún pueda soportar el esfuerzo que supone la huida.
Para Maite fue como si Ermengilda hubiera vertido un cubo de agua helada sobre su cabeza.
—¿Estás embarazada? ¡Santo Cielo! ¿Y entonces qué podemos hacer?
—¡Escapar! —insistió Ermengilda—. Konrad tiene que encontrar el modo de hacerlo.
—Veo que le adjudicas la capacidad de obrar milagros —dijo Maite, a quien la esperanza que la astur depositaba en el guerrero franco le resultaba absurda. Sin embargo, era consciente de que necesitarían un auténtico milagro para alcanzar la libertad—. Aprovechemos esta hora para reflexionar —le dijo a Ermengilda, aunque enseguida se apresuró a guardar silencio al ver que llegaba una esclava para servirles refrescos y tentempiés, acompañada de un eunuco, que quería comprobar si las damas necesitaban algo más.
Con gran presencia de ánimo, Ermengilda habló maravillas del emir a su amiga afirmando que su poder la había hechizado. Aunque empleó la lengua astur, el eunuco abandonó la habitación sonriendo con satisfacción. En cuanto ambas mujeres volvieron a encontrarse a solas, su conversación giró en torno a la huida.
Konrad y Ermo aguardaban en el patio para recoger a Maite y volver a llevarla a la casa de Fadl. El eunuco Tahir se había reunido con un amigo suyo del harén del emir y los criados también habían desaparecido. Según los fragmentos de palabras que Konrad captó, querían ir en busca de un cristiano con la esperanza de que les proporcionara vino. Ermo, quien se moría por una copa de buen licor, les lanzó maldiciones por dejarlo allí bajo el sol, pero Konrad se quedó mirando fijamente el palacio como si quisiera atravesar las piedras con la mirada para ver a Ermengilda. De pronto alguien lo cogió del hombro interrumpiendo sus pensamientos.
—¡Qué alegría veros, maese Eleazar!
Konrad lo dijo de corazón. Su antipatía por el judío había desaparecido y también el miedo que le causaban las personas de piel oscura.
El médico lo examinó.
—Al parecer te encuentras mejor. Me alegro. Cuando me dijeron que Fadl Ibn al Nafzi había abandonado la ciudad, temí que te hubiese llevado con él para seguir maltratándote.
—De momento me he librado de él —contestó Konrad con un suspiro de alivio.
—¡Regresará, pero no esperes que olvide el odio que te profesa!
Las palabras de Eleazar suponían una aciaga profecía, pero no amedrentaron a Konrad. Estaba absolutamente decidido a abandonar Córdoba antes de que Fadl volviera a la ciudad.
—Acompáñame a casa —dijo Eleazar, invitándolo con un gesto—. Quiero examinarte de nuevo las heridas y darte un ungüento. Entre tanto, tu amigo podrá beber una copa de vino.
—¡Para eso necesito dinero! —exclamó Ermo. Aunque se había convertido al islamismo, al igual que los criados de Fadl, él tampoco respetaba la prohibición de ingerir bebidas intoxicantes.
—O a alguien que te escancie un jarro de vino sin exigirte dinero a cambio —contestó el médico, que ignoraba las circunstancias y consideraba que Ermo y Konrad eran compañeros de desgracia.
Como recorrieron las calles en compañía de un médico conocido nadie detuvo a los dos francos, así que podrían haber aprovechado la ocasión para huir, aunque sabían que vestidos con sus túnicas de esclavos y sin dinero no llegarían muy lejos. Acompañaron a Eleazar hasta una callejuela lateral próxima al palacio; el médico abrió una modesta puerta y los invitó a pasar.
—¡Espero que de verdad tengas vino en casa, de lo contrario me enfadaré! —Con dichas palabras, Ermo demostró su auténtico carácter, pero Eleazar se limitó a sonreír con amabilidad, como siempre.
—¡Hay bastante! Siéntate ahí, en ese rincón; enseguida te traeré una copa. Mientras tanto tu camarada habrá de subir las escaleras y entrar en la primera estancia: allí le examinaré las heridas. A juzgar por su aspecto, no me parece que esté en condiciones de trabajar. Ha sido un milagro que haya logrado cargar con la litera de la dama.
—De todos modos, yo tuve que soportar la mayor parte del peso —afirmó Ermo, fulminando a su compatriota con la mirada.
Aunque Konrad discrepaba, se tragó sus objeciones y subió la escalera. Al entrar en la habitación aún alcanzó a oír que Eleazar ordenaba al niño negro que sirviera vino para Ermo y que le comprara algo de comer en uno de los tenderetes de la calle.
Después siguió a Konrad a la planta superior y cerró la puerta a sus espaldas con sumo cuidado.
—Tu acompañante no parece ser tu amigo —dijo, mientras examinaba los verdugones y las cicatrices en la espalda de Konrad y les aplicaba un ungüento refrescante.
—Ermo no es amigo mío. Lo hice tomar preso porque expolió contraviniendo una orden y quiso ocultar su botín de los demás. En el fondo le salvé la vida, porque si hubiera llevado un arma en la mano los vascones lo habrían matado. Pero lo encontraron prisionero y lo liberaron.
—¡Para convertirlo en esclavo! En general, semejante vida no merece ser vivida, como tú mismo has comprobado. ¡Pero hablemos de ti! Un hombre que pretende escapar de la esclavitud ha de estar muy desesperado o ser muy audaz. Ambas cosas se aplican a ti; sin embargo, te recomiendo que refrenes tus ansias de escapar. Los jinetes del emir son veloces y el olfato de sus perros es agudo. Quien quiera eludirlos, ha de saber qué debe hacer.
Konrad estaba perplejo, puesto que no creía haber mencionado ni una sola palabra que revelara su intención de huir.
—¿Por qué supones que quiero escapar? —preguntó en tono cauteloso.
—Tus numerosas preguntas solo permitían llegar a esa conclusión, aun cuando procuraste disimular tus intenciones.
Konrad vacilaba entre la desconfianza y la esperanza.
—¿Y qué habría de hacer un esclavo que quisiera escapar?
Eleazar no le tomó a mal su actitud desconfiada. Si el joven franco pretendía escapar de Córdoba, habría de ser tan osado como precavido.