Yussuf, que se había deslizado ágilmente de su yegua, esbozó una reverencia ante la joven.
—Has demostrado mucho valor y un gran coraje. ¡Seguro que algún día tus hijos se convertirán en grandes guerreros!
Ermengilda lo contempló con mirada orgullosa.
—¡Mi hijo será un gran guerrero! —declaró, y tensó la tela de su vestido, revelando su vientre hinchado.
—¿Estás embarazada?
Yussuf Ibn al Qasi comprendió que se enfrentaba a más complicaciones y apeló a Rodrigo en demanda de auxilio.
—¡Has de hablar con tu hija! El emir no tolerará que un hijo suyo se críe como cristiano en el extranjero.
Una sonrisa iluminó el rostro de Ermengilda.
—Sí, estoy embarazada, pero el padre es mi esposo fallecido. ¡Cuando nazca mi hijo, no habrán transcurrido ni siete meses desde el día en que me encerraron en el harén del emir!
—Así que es el hijo de un franco —dijo Yussuf, aliviado.
No obstante, decidió hacer vigilar el parto de Ermengilda para comprobar que realmente no daba a luz a un hijo del emir. Abderramán le agradecería dicha información.
—Quiero que mi hijo nazca en libertad y pueda ocupar el lugar que le corresponde por su origen.
La advertencia con respecto al parentesco de Eward con el rey Carlos surtió el efecto deseado.
Yussuf también sabía que el soberano de los francos no permitiría que un niño de su estirpe fuera criado en un país extranjero y en una fe extranjera, y volvió a inclinarse en una reverencia.
—Informaré al emir de ello y él lo comprenderá. Aunque quizá lamente que la Rosa de Asturias ya no florezca en su jardín, allí encontrará muchas flores que le servirán de consuelo. ¡Pero con respecto a Fadl Ibn al Nafzi y sus hombres, a quienes tus acompañantes dieron muerte…
—¿Fadl ha muerto? —preguntó Rodrigo, interrumpiendo al sarraceno.
—… sus guerreros exigen venganza! —dijo Yussuf.
Rodrigo soltó una carcajada.
—Aquí estamos en la marca fronteriza. De vez en cuando los vuestros matan a los nuestros y de vez en cuando ocurre lo contrario. ¿Acaso pronunciamos la palabra «venganza» por ello? No, amigo Yussuf: esas personas están bajo mi protección, porque me han devuelto a mi hija. ¡Y ahora acompáñame! No quiero hablar contigo en el patio, sino en mi sala y con una copa de vino en la mano. Beberás conmigo, ¿verdad? ¿O prefieres que te sirvan agua del abrevadero?
—El señor Philibert requiere urgentemente la atención de un cirujano y mi amiga y yo, un baño —intervino Ermengilda en tono categórico.
Maite asintió en silencio, porque estaba harta del color negro de su piel y su mayor deseo era quitársela mediante jabón, paños y, en el peor de los casos, un cepillo. Philibert también parecía necesitar un buen trago de vino. La noticia de que su adorada esperaba un hijo había sido un tanto repentina, pero como había contado con ello, no pudo por más que sonreírle. Sin embargo, no tuvo tiempo de expresarle sus sentimientos, porque en ese momento dos criados entraron y lo llevaron al edificio principal.
En el pasado, Maite a menudo deseó volver a encontrarse con Alma
el Dragón
y hacerle pagar por la paliza que le había propinado siendo niña, pero cuando se encontró frente a la envejecida mujer que las contemplaba a ella y Ermengilda con mirada empañada, el deseo de castigar a la mayordoma por aquella tunda se desvaneció.
Se dejó desvestir por las criadas con indiferencia y se sumergió en la tina, de la que surgían agradables vaharadas de vapor.
—Necesito jabón, mucho jabón —exigió, sonriendo a Ermengilda—. ¡Lo hemos logrado! Durante el viaje muchas veces llegué a dudar de ello, pero Dios nos condujo hacia un final feliz.
—Para ser una… sarracena, hablas muy bien nuestra lengua —constató Alma, presa de la curiosidad.
—No soy sarracena ni negra, soy vascona. Solo me pinté de negro para engañar a nuestros enemigos —contestó Maite soltando una carcajada, porque ahora que todo había pasado la travesura le hacía gracia.
—Es Maite de Askaiz, Alma. ¡Deberías reconocerla! —exclamó Ermengilda.
—¿Esa malvada que te mantuvo prisionera durante todos esos meses? —exclamó Alma, espantada y al mismo tiempo tan sedienta de venganza que Ermengilda no pudo contener la risa.
—Maite es mi amiga, Alma, y también mi salvadora. Le debo mi vida y mi libertad, y jamás has de olvidarlo. Y no vuelvas a encerrarla en la cabreriza: entre tanto ha aprendido a escapar de cárceles bastante peores.
Maite soltó una risita divertida al ver la cara de sorpresa que puso Alma tras oír dichas palabras.
La mayordoma crispó el rostro de tal manera que cobró la apariencia de un dragón malhumorado, pero como Ermengilda quería hablar a solas con su amiga, se dirigió a la mujer y dijo:
—¿Serías tan amable de ocuparte de nuestros acompañantes y del señor Philibert? Has de saber que está gravemente herido —añadió con voz temblorosa.
Alma comprendió que el joven no había dejado de impresionar a su ama, motivo más que suficiente para echarle un vistazo.
—Bien, si estas holgazanas te bastan, me ocuparé de ello —dijo la mayordoma, indicando a las dos risueñas criadas que cuchicheaban acerca de la piel oscura de Maite y los cabellos teñidos de Ermengilda.
—Creo que tampoco nos hacen falta. Que ayuden en la sala, ¡al fin y al cabo, hay que atender a los huéspedes!
Las palabras de Ermengilda hicieron enmudecer a las sirvientas, que no tenían ganas de cargar con pesados jarros y llevar la comida de la cocina a la mesa. Habrían preferido con creces permanecer allí y tener noticia de las aventuras que había vivido su ama, pero ante la mirada severa del Dragón no osaron protestar y se marcharon con la cabeza gacha.
—¿Y ahora quién te lavará los cabellos, querida? —preguntó Alma en tono preocupado.
—Maite lo hará, y yo lavaré los suyos —contestó Ermengilda, sin darle importancia.
El rostro de Alma expresó un disgusto aún mayor: ¡su ama pretendía servir a esa salvaje que había preferido vivir en una cabreriza de las montañas en lugar de en un confortable castillo! Pese a ello, se tragó el comentario que tenía en la punta de la lengua y se marchó soltando un bufido.
—Confiemos que tarde en regresar —dijo Ermengilda cuando la puerta se cerró tras la mayordoma—, porque quiero hablar contigo. Es absolutamente necesario que me aconsejes qué debo hacer, porque temo tomar una decisión equivocada.
—¿Se trata de esos dos machos en celo que te persiguen?
Aunque el comentario de Maite era malévolo, Ermengilda soltó una carcajada: la descripción le había hecho gracia.
—Es verdad: se comportan un poco como machos cabríos celosos; casi se podría creer que solo esperan el momento de entrechocar sus cabezas, pero mi súplica iba en serio. ¡He de casarme con uno de los dos, y pronto! De lo contrario, el rey de los francos o mi padre escogerán otro esposo para mí. ¿A cuál he de elegir: a Konrad o a Philibert?
—No contestaré a esa pregunta, porque si las cosas se tuercen, seré yo quien cargue con la culpa. ¡No gracias! —replicó Maite, quien desvió la mirada y volvió a frotarse el cuerpo con el cepillo enjabonado—. Parece que la cosa funciona. El agua se ha vuelto negra —dijo después de un rato.
Ermengilda se volvió y apoyó los antebrazos en la tina.
—Bien, ¿cuál me aconsejarías? Lo peor es que debo rechazar a uno de los dos, y ninguno se lo merece.
—¡Pues cásate con ambos!
—Lo haría, si fuera posible, pero resulta que no puedo. Venga, ¿con cuál me quedo?
—Con ninguno de los dos —contestó Maite torciendo el gesto—. Uno es un charlatán y el otro, un grosero.
—¡Pero ambos han de suponer alguna ventaja! —insistió Ermengilda.
—¡Hasta ahora no me he percatado de ninguna! —contestó Maite, y soltó un chillido cuando su amiga la salpicó con ambas manos y los ojos le ardieron, pues el agua de la tina de Ermengilda también estaba jabonosa—. ¿Te has vuelto loca? ¡Ahora me pasaré al menos tres días con los ojos enrojecidos!
—¡Lo siento! No quería hacerte daño. Aguarda, me ocuparé de tus cabellos; solo has de meterte en mi tina. El agua aún está calentita y no quiero pasar frío.
—¿No tienes miedo de que tiña el agua y tú también te vuelvas negra? —preguntó Maite.
Ermengilda hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Ya empiezas a recuperar tu color original. Creo que con un par de baños quedarás igual que antes, pero ahora ven: también me has de lavar el pelo a mí antes de que el agua se enfríe.
Suspirando, Maite obedeció, y tuvo que admitir que le resultó muy agradable apoyarse en su amiga mientras esta le desenredaba el pelo y se lo lavaba. Pero incluso entonces Ermengilda la siguió fastidiando con sus preguntas, insistiendo en que le dijera cuál de los dos jóvenes le resultaba más agradable.
Como no desistió, Maite decidió responderle.
—Tu corazón anhela a Philibert, ¿verdad? Porque de lo contrario no dudarías entre ambos, después de todo lo que Konrad ha hecho por ti.
Ermengilda asintió, avergonzada.
—Sé que soy una ingrata, pero no puedo doblegar mis sentimientos. Sin embargo, Konrad se dolerá si prefiero a su amigo.
—Sobre todo después de haberte acostado con él —añadió Maite en tono mordaz.
—¡Es que eso lo empeora todavía más! No pretendía engañar a Philibert, pero Konrad tiene derecho a exigir mi agradecimiento.
—¿Y por qué tuviste que demostrárselo de un modo tan íntimo? Seguro que un talego de oro entregado por tu padre también hubiera bastado.
—No lo comprendes, porque tu corazón es frío como vuestras montañas en invierno. Perdóname, no quería ofenderte —dijo Ermengilda, quien dejó de lavarle el pelo a Maite y se aferró a su amiga, sollozando.
La vascona notó su desesperación y de pronto se arrepintió de haberse burlado de la pena de su amiga pero, ¿qué debía aconsejarle? Porque una boda era algo que exigía reflexionar con frialdad. La única ventaja que suponían ambos hombres era que tratarían bien a Ermengilda, al menos al principio.
—Tal vez te conviene elegir el que vaya a ser un padre mejor para tu hijo —dijo en tono reflexivo.
Su amiga asintió de inmediato.
—Aún no había pensado en ello.
Ermengilda meditó el asunto y volvió a recordar la expresión de los rostros de ambos hombres cuando descubrieron que estaba embarazada: Philibert había sonreído, mientras que Konrad reveló cierta decepción. Eso resultó decisivo.
—Escogeré a Philibert, por mucho que lo sienta por Konrad. Prométeme que te ocuparás de él cuando se entere de mi decisión. Has de tranquilizarlo y consolarlo. No quiero que me considere una mujer frívola e infiel.
Al principio, aquel ruego indignó a la vascona, quien se dispuso a soltar cuatro verdades a su amiga, pero al final no supo resistirse a su mirada suplicante.
—De acuerdo. Hablaré con Konrad —contestó, soltando un bufido casi tan sonoro como el de Alma
el Dragón
, tras lo cual ordenó a Ermengilda que le diera la espalda para poder lavarle y peinarle el cabello.
Konrad no estaba seguro de que doña Urraca lo hubiese reconocido como el comandante franco al que había despachado ante la puerta con palabras ofensivas. En todo caso, ese día parecía otra y se ocupaba de Philibert como una madre. Había hecho preparar un baño para los recién llegados y dispuesto ropas para ellos de las que no se habría avergonzado ni siquiera un noble. Konrad nunca había llevado prendas tan elegantes y, divertido, comprobó que Just apenas osaba moverse por temor a ensuciar o estropear su atuendo.
Philibert aún estaba tendido en la cama, cubierto tan solo por un paño por mor de la modestia, y observaba a la dueña de la casa mientras esta le quitaba los vendajes con la ayuda de su mayordoma. Al ver las heridas hinchadas y enrojecidas, doña Urraca soltó un suspiro de preocupación.
—Tendréis que pasar varias semanas en la enfermería, señor Philibert de Roisel, si es que volvéis a levantaros del lecho. La herida en el hombro me inquieta menos que la del muslo. Si se infectara, os costaría la vida. Si hubierais sufrido una herida más abajo, en la pantorrilla por ejemplo, podrían cortaros la pierna. Pero así es imposible.
Durante un momento, Konrad deseó que Philibert sucumbiera a sus heridas, pero un instante después se avergonzó y suplicó a Jesucristo que su amigo recuperara la salud. Quería a Ermengilda, pero no a costa de la vida de su amigo.
Nadie se percató de sus remordimientos, porque todos mantenían la vista clavada en doña Urraca, que cogió un cuchillo afilado y abrió las heridas para extraer las astas de las flechas y, en la medida de lo posible, también las puntas.
Aunque Philibert gimió de dolor a pesar de la decocción de semillas de amapola que le administraron, se dio cuenta de quién había heredado Ermengilda el tacto suave. Doña Urraca no tardó en quitarle los fragmentos de las flechas y lavarle las heridas. Luego ordenó a Alma que se encargara de aplicarle remedios y vendas, porque en la sala la aguardaban otras tareas. Le daba mucha importancia a que Yussuf Ibn al Qasi conservara el buen humor, puesto que como amigo y aliado secreto era muy valioso.
Alma no trató al paciente con la misma delicadeza, pero mostró una consideración que habría sorprendido a los demás habitantes del castillo de Rodrigo. No obstante, Philibert soltó un suspiro de alivio cuando por fin hubo terminado y se despidió amablemente de él. Tras recuperar fuerzas mediante otro trago de vino, el herido detuvo a Konrad, que se disponía a abandonar la estancia.
—¿Recuerdas cuántas veces envidiamos a Eward porque poseía aquello que nosotros anhelábamos desde el fondo del corazón?
Konrad asintió en silencio, se sirvió una copa de vino y lo escuchó.
—Ahora los sueños se cumplirán para uno de nosotros, pero no quiero que ello suponga el fin de nuestra amistad. Júrame que seguiremos siendo amigos, escoja Ermengilda a quien escoja.
El primer impulso de Konrad fue decirle que si la joven no lo elegía a él, no quería volver a verlos en la vida; mas luego se preguntó si debía confesar a su amigo que ya habían compartido el lecho. Consideró que para Philibert, ello contaría tan poco como el hecho de que se viera obligada a acostarse con el emir de los sarracenos, mientras que para él, aquella noche de amor en el bosquecillo a orillas del Guadalquivir suponía una ventaja que podría resultar decisiva para Ermengilda. Por eso accedió.