—Tendrás que ayudarme a montar y luego deberíamos reflexionar hacia dónde nos dirigiremos. Ermengilda tiene razón al decir que hemos de buscar un lugar seguro.
—Si conociera semejante lugar os conduciría allí, pero ni siquiera sé si Aquitania sigue siendo un lugar seguro para nosotros.
—Sí que lo es. El rey Carlos les dejó muy claro a los nobles aquitanos que él sigue siendo el soberano y que piensa seguir siéndolo —dijo Philibert.
—Si cruzamos los Pirineos, no creo que Philibert sobreviva al esfuerzo. Propongo que cabalguemos hasta el castillo de mi padre, donde estaremos a salvo —dijo Ermengilda.
—¡Eso si no nos reciben con la misma cordialidad que la última vez! —fue el comentario mordaz de Konrad.
Philibert se mostró de acuerdo con la propuesta de la joven.
—Ermengilda tiene razón. Podríamos refugiarnos en el castillo de su padre. No olvides que estamos a las puertas del invierno y no tengo ganas de cabalgar por las montañas bajo la nieve.
—¡Pues entonces queda decidido! —exclamó Ermengilda, soltando un suspiro de alivio. Sentía nostalgia por los lugares de su niñez, por sus padres y por su hermanita.
Tras una breve reflexión Konrad se encogió de hombros.
—Por mí, podemos cabalgar hasta el castillo de Rodrigo. ¡Solo espero que su esposa me trate con mayor cortesía que la última vez!
Ayudó a Philibert a montar en el semental, que afortunadamente solo había sufrido heridas leves y al que Just ya había atendido. Luego ayudó a Ermengilda a montar en una de las yeguas expoliadas, montó en la de Fadl y, para su gran alegría, comprobó que era la misma que había pertenecido a Abdul, la que había sufrido heridas durante la batalla de Roncesvalles. En el tiempo transcurrido desde entonces, el animal se había recuperado por completo y pareció alegrarse de volver a verlo, pues soltó un relincho travieso cuando Konrad le palmeó el flanco.
Just tuvo que darle un empellón a Maite para que también ella subiera a caballo. Después él también montó y solo entonces notó la presencia del prisionero, cuya cabalgadura se había cobijado a la sombra de la iglesia durante el combate.
—¿Qué haremos con ese? —le preguntó a Konrad.
Este le lanzó una mirada indiferente, pero no lo reconoció y se encogió de hombros.
—No podemos dejarlo aquí. Coge las riendas de su caballo y condúcelo. Más adelante, cuando podamos descansar, nos encargaremos de él.
Tras dichas palabras, azuzó a la yegua y esta empezó a trotar. Cuando los demás animales la siguieron, Ermengilda notó que el rostro de Philibert se crispaba de dolor y se dispuso a protestar por el ritmo emprendido, pero entonces recordó a los sarracenos: con toda seguridad no mostrarían compasión si lograban atraparlos, así que se conformó con dar ánimos al herido.
Maite recordó los dos mulos que les habían servido fielmente, acercó su cabalgadura a Ermengilda y preguntó a su amiga dónde los había escondido.
—¿Qué pretendes hacer con ellos? —preguntó Konrad, como si ya hubiera olvidado los acontecimientos anteriores del viaje.
—Evitar que caigan en manos de los sarracenos, porque no se lo merecen —refunfuñó la vascona, quien se dispuso a conducir su yegua hacia el escondite. Poco después encontró a los animales, desató las cuerdas con que la astur los había sujetado a un tronco seco y los azuzó.
—¡Venga ya, largaos! ¡De lo contrario caeréis en manos de unos malvados!
Fue lo único que pudo hacer por los fieles mulos, pero al volver la cabeza descubrió que ambos trataban de seguirla.
La cabalgata suponía una dura prueba, pero todos sabían que no tenían elección. Ermengilda se sorprendió pensando que prefería perder a su hijo aún no nacido a volver a caer en la esclavitud y verse obligada a presenciar cómo torturaban a Philibert y a Konrad hasta la muerte. A estas alturas, ya no sabía por cuál de los dos inclinarse. Amaba a Philibert, pero Konrad había hecho más para merecer su mano. Y no solo por ella, sino que incluso había atacado a un enemigo más poderoso para salvar a Philibert.
Entre tanto, Maite se sumía en pensamientos mucho más tristes. Una y otra vez clavaba la mirada en sus manos, deseando poder lavárselas para eliminar los rastros de la sangre de Fadl Ibn al Nafzi. Aunque no lo había matado para vengarse, sino para salvar a Konrad, contemplar sus manos manchadas de sangre le producía náuseas.
Cuando Ermengilda se volvió hacia su amiga y advirtió su expresión demudada, recordó que su propio padre había matado al de Maite y refrenó su yegua hasta ponerse a la par de la vascona. Esta le lanzó una mirada inquisidora.
—¿Qué pasa? ¿Te encuentras mal?
Ermengilda negó con la cabeza.
—No, lo aguantaré, pero estoy preocupada. Sé cuánto detestas a mi padre, pero yo lo estimo y no quiero que trates de matarlo.
—¡No quiero matar a Rodrigo! —contestó la vascona en tono agudo, pues durante muchos años no había pensado en otra cosa.
Al oír sus palabras, Ermengilda suspiró aliviada.
—Si mi padre te ofreciera una compensación por la muerte del tuyo, estarías dispuesta a aceptarla, ¿verdad? Pues me encargaré de que lo haga. ¡Ojalá estuviera en mi mano cambiar el pasado! ¡No sabes cuánto lamento todo lo ocurrido, querida! —exclamó, tendiéndole la mano izquierda a Maite, que tras una breve vacilación se la tomó. Ermengilda notó que la mano de la vascona estaba helada y temblorosa y se percató de que su amiga, que siempre le había parecido tan firme e inquebrantable, necesitaba alguien en quien confiar; entonces le lanzó una sonrisa para animarla.
—Si continuamos cabalgando a este ritmo, alcanzaremos el castillo de mi padre dentro de tres días. Allí podremos hablar de todo lo que te angustia.
—¡Gracias! —fue lo único que dijo Maite, algo consolada por las palabras de la astur.
Pese a ello no logró desprenderse de cierta amargura, porque comprendió que ya no podría vengarse de Okin. Sin embargo, dado que no quería seguir viviendo cerca de él y verse obligada a contemplar el provecho que sacaba de su traición, no podía regresar a su aldea natal. Además, consideraba una burla del destino el hecho de que ella, que de niña había huido del castillo de Rodrigo, ahora tuviera que buscar refugio allí. Por otra parte, no podía quedarse en el castillo, y entre los francos tampoco encontraría un nuevo hogar. Allí solo había bueyes tozudos como Konrad o necios como Philibert, y ambos bebían los vientos por Ermengilda y solo tenían ojos para ella.
Ermengilda ya divisaba las montañas de su tierra natal cuando Just les llamó la atención sobre una nube de polvo que los seguía desde el sur.
—¡Eh, mirad! —exclamó.
Al oír su exclamación Konrad se volvió. Lo que vio no le agradó en absoluto.
—¡Los sarracenos! Y a juzgar por la polvareda, se trata de un grupo muy numeroso. Además, cabalgan a gran velocidad.
—Pues entonces hemos de ir todavía más rápido —dijo Ermengilda, y espoleó su yegua.
La astur partió a tal velocidad que los demás a duras penas lograron seguirla. Ella se había criado en esa comarca y conocía todos los caminos y senderos; sin embargo, el resultado de la carrera pendía de un hilo. Los sarracenos no tardaron en darse cuenta de que los perseguidos intentaban escapar y azotaron a sus cabalgaduras. El golpe atronador de los cascos ya resonaba en los oídos de Maite y de sus amigos cuando ante ellos se abrió un estrecho sendero que desembocaba en un valle. En la ladera opuesta del mismo se elevaba la roca sobre la cual se alzaba el imponente castillo del conde de la marca.
—¡Lo lograremos! —gritó Ermengilda para animar a sus compañeros. Pero más bien parecía una llamada de socorro, porque solo Konrad y ella misma podían mantener el ritmo que imponían los sarracenos: Philibert colgaba medio inconsciente de la silla, mientras que Just se desmadejaba sobre la yegua cada vez que esta se lanzaba al galope, y encima tenía que arrastrar la cabalgadura de Ermo. También Maite tenía problemas; si bien ya había montado con anterioridad y se consideraba una amazona aceptable, era incapaz de seguir el ritmo de Ermengilda.
—Suelta las riendas del otro caballo —gritó la joven vascona a Just al ver que este se rezagaba. Como el chiquillo no obedecía, refrenó su yegua, aguardó a que se pusiera a la par y cogió las riendas del caballo de Ermo.
—¡Y ahora daos prisa, de lo contrario los sarracenos nos atraparán antes de que alcancemos el castillo! —gritó. Taconeó a la yegua y soltó un gemido cuando su escocido trasero golpeó contra la silla de montar.
Las primeras flechas sarracenas ya pasaban por encima de la cabeza de Maite cuando Ermengilda soltó un grito agudo y agitó la mano ante la muralla del castillo.
Entonces sonó un cuerno, luego otro, e inmediatamente después se abrieron las puertas del castillo, ante las cuales apareció un caballero que llevaba una resplandeciente cota de malla y una gran espada colgando del cinto, que le conferían una presencia impresionante. Lo seguían algunos guerreros a caballo y un grupo aún mayor a pie.
Ermengilda se quitó el manto para que el conde Rodrigo pudiera reconocerla. Cuando su padre no reaccionó, primero se desconcertó, pero no tardó en recordar que se había teñido los cabellos de negro.
—¡Soy yo, Ermengilda! No te fijes en mis cabellos y presta atención a mi voz. ¡Adelante visigodo, salva a tu hija!
Rodrigo alzó la cabeza y desenvainó su espada, y en el mismo instante, sus caballeros y sus escuderos se apostaron a derecha e izquierda del conde lanza en ristre y con las espadas desenvainadas para abrir paso a Ermengilda y sus acompañantes.
El cabecilla de los sarracenos vio que Rodrigo y sus hombres se preparaban para entrar en combate y alzó la mano. Sus guerreros refrenaron los caballos y, soltando maldiciones, bajaron los arcos. El cabecilla avanzó un trecho al trote y después él también contuvo la marcha de su corcel.
—¡Guerreros de Asturias! No hemos venido para luchar con vosotros. Perseguimos a esas personas. Entregádnoslas y nos iremos en paz —gritó, dirigiéndose a Rodrigo.
Entre tanto, el conde de la marca había alcanzado a los fugitivos y observó a su hija, pero aunque al principio el color de sus cabellos lo confundió, no tardó en reconocer su rostro.
—¡Ermengilda! ¿Qué te ha sucedido, por Dios?
—Será mejor que te lo cuente en el castillo tomando una copa de vino. ¿Prometes asilo a mis acompañantes?
Era su hija, pero hablaba en un tono más seguro y desafiante que en el pasado. De pronto Rodrigo se avergonzó de no haber intentado evitar que cayera en manos del emir. Volver a entregarla a los sarracenos sería imperdonable.
—¡Tú y tus acompañantes estáis bajo mi protección! —declaró, e indicó a sus guerreros que se detuvieran. Luego avanzó unos pasos—. Pides lo imposible, Yussuf Ibn al Qasi. Esta es mi hija y quien la persigue como a un animal salvaje por fuerza ha de ser mi enemigo.
Había identificado al cabecilla de los sarracenos y se alegró de que fuera Yussuf, su viejo conocido, y no uno de los otros comandantes sarracenos. Si Fadl Ibn al Nafzi los hubiera encabezado, no cabía duda de que habrían entrado en combate. Pero en este caso, confiaba en poder negociar con su amigo.
Yussuf Ibn al Qasi contempló la larga hilera de astures. Superaban a sus hombres en número y, bajo las murallas de su propio castillo, lucharían con especial ferocidad, así que se dirigió a sus soldados con gesto resignado.
—Desenvainar la espada en este lugar nos supondría pérdidas innecesarias. Negociaré con el conde de la marca.
—¡Exigimos venganza por Fadl Ibn al Nafzi! —gritó uno de los hombres del bereber en tono airado.
—Si quieres luchar, hazlo. ¡Pero yo y mis guerreros no participaremos en la contienda!
La voz de Yussuf Ibn al Qasi era dura. No sentía aprecio por los bereberes que entraban en las tierras gobernadas por su familia desde hacía muchos años y planteaban exigencias que él estaba menos dispuesto que nunca a satisfacer. En el fondo del corazón, incluso estaba agradecido a las personas que había perseguido por haberlo librado de Fadl Ibn al Nafzi, cuyos planes también podrían haber supuesto un peligro para él.
Con gesto imperturbable observó que los seguidores de Fadl avanzaban, mientras que sus hombres se reunían en torno a él. Cuando los bereberes comprendieron que se enfrentaban a los astures a solas, ellos también refrenaron sus caballos. Las miradas que dirigieron a Yussuf delataban su desprecio y su ira apenas contenida.
Haciendo caso omiso de ello, Yussuf cabalgó hacia Rodrigo y alzó la mano para saludarlo.
—Hablemos como hombres sensatos, Rodrigo. ¡Si entramos en combate, ello solo serviría para dar una alegría a otros!
«En tu caso, sería a Eneko de Pamplona, que aún confía en dominar a los vascones, y en el mío, serían al emir y sus bereberes, para quienes los
banu qasim
suponemos un incordio», prosiguió mentalmente y, complacido, notó que Rodrigo asentía con la cabeza.
—Hablaremos, Yussuf. ¡Pero no me pidas que te entregue a mi hija!
—Escucharé tus argumentos y luego tomaré mi decisión —dijo Yussuf, tras lo cual azuzó su yegua y avanzó hacia Rodrigo.
Este le tendió la mano sin desmontar.
—Sé bienvenido, siempre que tus hombres se mantengan tranquilos. Si se les ocurre expoliar, tendrán que hablar las espadas.
—Mis hombres no lo harán, y en cuanto a los bereberes, no impediré que los trates como a ladrones si no obedecen. ¡No alzaré un dedo para defenderlos!
Rodrigo se dio cuenta de que su huésped estaría encantado si acabaran con los bereberes, pero como esos guerreros estaban al servicio del emir, ordenó a sus hombres que solo desenvainaran las armas en caso que fuera necesario. En esos días resultaba demasiado peligroso granjearse la enemistad de Abderramán, porque en ese caso se encontraría entre la espada y la pared. Estaba convencido de que los francos regresarían. Si bien la aniquilación del resto del ejército al mando de Roland de Cenomania les había supuesto un duro golpe, era indudable que también había despertado su sed de venganza. Su regreso era precisamente lo que deseaba el emir. Abderramán quería enfrentar a los gobernadores del norte de España con los francos, con el fin de sacar el mayor provecho posible para sí mismo. Así que se trataba de tomar la decisión correcta para no ser alcanzado por la tormenta que amenazaba en el horizonte.
—¡Seguidme! —dijo, dirigiéndose tanto a su hija y sus acompañantes como a Yussuf. Mientras sus hombres permanecían ante el castillo dispuestos a entrar en combate, como una advertencia para los otros sarracenos, Rodrigo cabalgó a través de la puerta, desmontó pesadamente en el patio y tendió los brazos a Ermengilda para ayudarla a desmontar.