—Sabrás que los sarracenos no hablan de sus mujeres ni de los otros hombres, tal como lo hacen las gentes de nuestras tierras. Sin embargo, entre los acompañantes de Fadl se encontraban un viejo vascón y algunos de sus compañeros de tribu. El viejo tampoco era muy locuaz; en cambio sus compatriotas comentaron que aquel te había abandonado en Córdoba. En su mayoría, temían a Fadl y a su crueldad, y algunos —entre ellos un tal Danel, que supongo que pertenece a tu misma tribu— ya se arrepentían de haberse dejado convencer por los sarracenos de atacar el ejército del conde Roland y ahora temían la venganza del rey Carlos. La ejecución de Solimán
el Árabe
y la destrucción de las murallas de Pamplona les habían demostrado que el franco era capaz de grandes maldades.
En general, Maite siempre había regañado al muchacho cuando al hablar de la ciudad la llamaba Pamplona en vez de Iruñea, como la denominaba su pueblo, pero ese día lo pasó por alto porque se hallaba absorta en otras ideas. Si bien Just no se lamentó por los sufrimientos padecidos, tenía presente el esfuerzo y el miedo que el viaje supuso para él. Pero sus palabras también delataban su voluntad de cumplir con el encargo encomendado por Philibert. De haber logrado escapar de la gente a quienes les robó el pan y el queso porque tenía hambre, tras unas semanas habría alcanzado Córdoba e intentado obtener información sobre Ermengilda.
Maite se alegró de haberse encontrado con él a tiempo, porque en la capital de los sarracenos habría llamado la atención debido a sus preguntas y a no mucho tardar habría sido detenido por espía. El castigo que destinaban a estos los jueces del emir sin duda era tan espantoso como el que el rey Carlos le impuso a Solimán Ibn Jakthan al Arabi el Kelbi.
—Recorriste el camino hasta aquí andando. ¿Cuánto crees que tardaremos en llegar a la frontera? —le preguntó cuando inopinadamente Just cerró el pico durante unos momentos.
El muchacho cerró un ojo y reflexionó.
—¡Ni idea! Tardaremos lo que tardaremos. No te preocupes por el dinero. Yo me encargaré de conseguir víveres y podremos dormir en viejas chozas o en casas de campesinos. Es mucho más barato que en las posadas. Además, así Konrad correrá escaso peligro de encontrarse con otros judíos a quienes les resultaría un poco extraño. Por cierto: ¿se cuida de que nadie lo observe cuando está meando?
—¿Por qué? —exclamó Maite, perpleja.
—Bueno, dicen que a los judíos les cortan un trozo de sus atributos… Sería fatal si alguien descubriera que en ese lugar a Konrad no le falta nada —dijo Just con una sonrisa, porque le divertía alardear de sus conocimientos.
Poco después, cuando el franco ordenó un alto y desmontó para aliviarse al borde del camino, Just le pegó un codazo a Maite.
—¿Quién se lo dirá? ¿Tú o yo?
—Creo que será mejor que se lo digas tú.
Maite se desconcertó al comprobar que desaprovechaba la oportunidad de indicarle su error al franco mediante un comentario mordaz, pero al pensar en aquella parte del cuerpo de la que se trataba, recordó la escena en la que Konrad y Ermengilda habían yacido de manera tan impúdica y volvió a sentirse asqueada.
—¡Eso está hecho! —exclamó Just, ajeno a los sentimientos de Maite, y se apresuró a situarse al lado de Konrad para orinar e informarle acerca de la costumbre judía de circuncidar a los varones de su pueblo.
Konrad pegó un respingo y miró en torno. Ermengilda lo notó y se volvió hacia Maite.
—¿Qué les ocurre a esos dos?
—Just acaba de decirle que tenga cuidado cuando saque su varita, porque a los auténticos judíos les falta algo que él todavía posee.
Sus palabras provocaron la risa de Ermengilda y al mismo tiempo también se deslizó del lomo del mulo y miró en derredor.
—¿Qué te ocurre? —preguntó Maite.
—Yo también he de orinar.
—¿Otra vez? —exclamó Maite, suspirando, puesto que hacía un momento que la astur se había ocultado de las miradas ajenas en un bosquecillo para aliviarse.
Por desgracia, en ese lugar no había arbustos tras los cuales esconderse. No obstante, como la apremiaba la necesidad, no le quedó más remedio que levantarse la falda y acuclillarse a la vera del camino.
—¡Si todo sigue así, tu niño nacerá antes de que veamos los Pirineos a lo lejos! —dijo la vascona, porque le parecía que avanzaban a paso de tortuga. Y encima sus monedas desaparecían como la nieve en primavera y necesitaban ropas de abrigo con urgencia.
Pese a los temores de Maite, en compañía de Just avanzaron más rápidamente que antes, porque el muchacho conocía la región mejor que ellos. De camino volvieron a encontrarse con patrullas sarracenas en dos ocasiones; no obstante, los cabecillas se dejaron impresionar por el pasaporte de pergamino con el sello del emir y los dejaron seguir su camino.
Por fin también dejaron atrás Zaragoza y desde la cima de una colina Maite y Ermengilda divisaron las montañas de su tierra natal. Pero justo cuando ya creían haber dejado atrás lo peor, oyeron gritos y el entrechocar de armas.
Mientras miraban en la dirección de la que surgía el alboroto, Maite alzó la mano.
—Será mejor que no nos inmiscuyamos. En esta región siempre hay escaramuzas entre jinetes astures y patrullas sarracenas. Hemos de largarnos de aquí cuanto antes. Si nos descubren los astures, podría costarnos la cabeza: aquí el pasaporte del emir carece de valor.
Cuando se disponían a seguir viaje, Konrad desmontó del mulo y los detuvo.
—Al menos deberíamos comprobar quiénes son los que combaten. Si los compatriotas de Ermengilda salieran victoriosos, podríamos unirnos a ellos.
—Pero también podría tratarse de tribus árabes y bereberes enemistadas entre sí. ¡Y será mejor que los esquivemos!
—Para averiguarlo hemos de comprobar en qué dirección cabalgan —dijo Konrad, quien indicó a los demás que se pusieran a cubierto y se acercó sigilosamente hacia el lugar del combate.
Philibert de Roisel emprendió viaje el mismo día en que logró volver a montar a caballo. El médico enviado por el rey Carlos se opuso estrictamente a su propósito, porque según su opinión, el joven guerrero todavía estaba demasiado débil para soportar una cabalgata tan larga y peligrosa. Pero el deseo de Philibert de encontrar a Ermengilda cuanto antes y liberarla era más poderoso que cualquier otra consideración. Aunque el rey había dispuesto que lo acompañaran varios jinetes en el viaje a España, una vez llegado el momento Philibert se negó con gran vehemencia, aduciendo que si iba él solo pasaría más inadvertido.
Sin embargo, el terror por lo ocurrido en Roncesvalles hizo que evitara dicho camino y atravesara las montañas más hacia el este, siguiendo un sendero escondido que solo utilizaban los vascones.
El pastor que lo había acogido lo condujo hasta el río Aragón a lo largo de un camino que pasaba por Ochagavia y Liédana. Una vez llegados allí, señaló la corriente y dijo:
—Si sigues su curso, llegarás a la ruta que parte de Iruñea y conduce al sur. No tiene pérdida. Pero te aconsejo que finjas ser un renegado dispuesto a convertirse al islam.
Philibert asintió: antes de partir el hombre le había dado ese mismo consejo, motivo por el cual se había hecho con uno de esos mantos largos y blancos que acostumbraban a llevar los sarracenos. De momento, formaba un rollo sujeto a la parte posterior de su silla de montar. A pesar de la advertencia del pastor, llevaba una cota de malla franca y la espada que colgaba de su cintura era el arma que le dejó el rey Carlos. El pastor también insistió en que no la llevara y le ofreció cambiársela por una cimitarra sarracena, un botín con el que se había hecho uno de sus parientes.
—Espero que no hayas olvidado lo que te dije acerca de los sarracenos —prosiguió el pastor al no recibir respuesta.
Esa vez Philibert negó con la cabeza.
—¡No, nada de eso! Te agradezco todo lo que has hecho por mí y te recompensaré en cuanto regrese.
El vascón sonrió e hizo un gesto negativo con la mano.
—Para ello necesitarás la ayuda de todos los santos existentes, y de algunos más. Los sarracenos no se andan con remilgos con los extranjeros que no les agradan, así que ten cuidado y procura pasar desapercibido. Esa gente es muy quisquillosa en lo que respecta a su honor, sobre todo en lo que atañe a las mujeres. Un extraño que demuestre excesiva curiosidad no tardará en encontrarse en una mazmorra, aguardando que lo decapiten o lo castren. Tienen especial predilección por esto último. Después encierran al pobre castrado con la mujer que despertó su interés, a la que puede ver desnuda cada vez que lo desea, pero al carecer de ciertas partes que tú y yo aún poseemos, lo único que puede hacer es lamentarse de su destino.
Philibert consideró que se trataba de un discurso inusitadamente largo para el pastor, por lo general muy poco locuaz. Conmovido por la preocupación que demostraba por su persona, le palmeó el hombro y le dirigió una sonrisa casi traviesa.
—He escuchado tus palabras con mucha atención, amigo mío, y sabré cuidarme.
—Por tu bien, espero que sea así. Pero ahora he de decirte adiós. ¡Mis ovejas me aguardan! —dijo el vascón y le tendió la mano. Philibert se la estrechó afectuosamente.
—No te diré adiós sino hasta la vista. Todavía estoy en deuda contigo por la ayuda que me has prestado y no quiero presentarme ante nuestro Salvador sin haberla saldado.
—¡Buena suerte! —se despidió el pastor, antes de volverse para remontar la ladera.
Philibert lo siguió con la mirada y después hizo girar el caballo que le dejó el rey Carlos, al igual que la armadura y las armas, y trotó a lo largo de la orilla del río. Aún se encontraba en la comarca llamada Nafarroa por los vascones, pero pronto llegaría a la tierra de nadie que se extendía entre los pueblos cristianos del norte de España y el reino de los sarracenos, y entonces tendría que demostrar si era lo bastante hombre como para liberar a Ermengilda. Confiaba en encontrar pronto a Just y que este le informara sobre el paradero de la mujer que amaba con cada fibra de su ser.
Philibert tenía claro que Ermengilda no podría resistirse si un sarraceno le exigía que se sometiera a él, y menos aún si era el propio emir quien reclamaba su presencia, pero reprimió la idea, así como el temor de que estuviera embarazada. Porque incluso en ese caso la honraría como su esposa, tanto como si un padre solícito se la hubiese ofrecido aún virgen en el lecho nupcial.
El semental en el que montaba Philibert procedía del establo del rey y era fuerte y resistente. Carlos sabía que pretendía adentrarse en territorio sarraceno y contaba con que le proporcionara un informe preciso acerca de ese viaje. Philibert estaba dispuesto a echar un buen vistazo, pero para él lo principal era liberar a Ermengilda.
Al principio avanzó a buen ritmo y solo de vez en cuando se topó con asentamientos formados por pequeñas edificaciones construidas con piedra seca que disponían de techos especialmente concebidos para resistir las copiosas nevadas invernales. Unos muros de piedras o unas sólidas empalizadas de madera proporcionaban protección a las aldeas frente a ataques inesperados. Philibert había oído que los sarracenos no dejaban de emprender incursiones con el propósito de intimidar a la población y esclavizar a los habitantes. Pero los aldeanos consideraban que un jinete solitario como él no suponía un peligro y por la noche, cuando detenía su cabalgadura ante la empalizada de una aldea y solicitaba albergue, se lo concedían sin más. Los habitantes de esas comarcas adjudicaban un gran valor a la hospitalidad y, si sabían de cualquier peligro que lo aguardara más adelante en el camino, siempre le advertían al respecto.
En el sur, donde las tierras eran más llanas, vivían pocos vascones y, en su mayoría, los habitantes de las aldeas eran hispanos huidos de los sarracenos que se habían asentado en las comarcas fronterizas. Eran más desconfiados que sus vecinos vascones y cuando Philibert les pedía albergue, se lo negaban, por lo que a menudo se vio obligado a pernoctar al raso. Por suerte los habitantes al menos le vendían víveres que le permitían reaprovisionarse. Si pretendía atravesar la tierra de nadie entre el norte cristiano y el reino sarraceno, solo podía contar con lo que contenían sus alforjas.
Tras unos días en los cuales únicamente se encontró con hispanos poco hospitalarios, alcanzó la zona fronteriza situada entre las comarcas de las tribus cristianas y los sarracenos donde, tras más de un día de cabalgata, constató que había sido arrasada. No había aldeas o granjas habitadas, solo casas reducidas a cenizas, y campos y jardines invadidos por la maleza. Philibert ya había recorrido esa zona desolada con el ejército de Carlos, pero en aquel entonces no se fijó en ello tanto como durante esa solitaria expedición. Para su gran alivio, hasta ese momento no se había topado con una patrulla sarracena y confiaba en alcanzar y cruzar el río Ebro al día siguiente. Entonces oyó el relincho de un caballo en la lejanía.
Inmediatamente condujo al semental detrás de una iglesia en ruinas situada a la vera del camino, desmontó y le cubrió los ollares con la mano para evitar que respondiera con otro relincho.
Cuando el grupo se aproximó, Philibert contó siete jinetes; seis eran guerreros sarracenos que llevaban cotas de malla, cascos puntiagudos y amplias capas blancas, pero cuál no fue su asombro al observar que el cabecilla montaba un corcel que le resultó conocido. Tardó un momento en comprender que una de las yeguas era la que Konrad había obtenido como parte del botín cobrado en las montañas y ello le recordó a su compañero y su prematura muerte en el desfiladero de Roncesvalles. Echó mano a la empuñadura de la espada, pero luego la retiró.
—Algún día te vengaré, amigo mío, pero has de comprender que Ermengilda es ahora lo más importante —susurró, mientras observaba a los sarracenos. Entonces comprobó que el último jinete era un prisionero: llevaba una capa hecha jirones, el rostro manchado de sangre y cubierto de magulladuras, y al parecer se había roto el brazo izquierdo y nadie lo había vendado ni entablillado.
Mientras Philibert aún observaba al prisionero, su semental empezó a dar muestras de inquietud. Una de las yeguas sarracenas debía de estar en celo y resultó inútil que le clavara los dedos en los ollares. El animal alzó la cabeza, estiró el cuello y soltó un relincho.
Los sarracenos refrenaron sus corceles y, obedeciendo a una señal del cabecilla, dos jinetes cabalgaron hacia la iglesia en ruinas.