A sus acompañantes, que tuvieron que pernoctar al aire libre, les dijo que el conde Rodrigo no estaba dispuesto a entregar a los fugitivos. Como sabía que los hombres de Fadl Ibn al Nafzi intentarían vengar a su comandante por su propia cuenta, le prometió a Rodrigo que lo advertiría si descubriera que planeaban atacar su marca, porque ello también era en su propio beneficio, puesto que si un número mayor de los antiguos seguidores de Fadl y de Abdul perdían la vida, ello reforzaba su propia posición.
Rodrigo también estaba muy satisfecho con los acuerdos alcanzados entre él y Yussuf. La actitud vacilante del rey Silo durante la campaña militar franca contra Zaragoza, así como la negativa a prestarle apoyo, fue mal recibida por los nobles que soñaban con reconquistar las comarcas ocupadas por los sarracenos. En Asturias aún reinaba la agitación, avivada con gran entusiasmo por los sarracenos. Estos apoyaban al hijo bastardo del rey Alfonso que buscó refugio entre ellos, pero del cual también se burlaban llamándolo Mauregato: gatito sarraceno.
Todo ello le aconsejaba buscar alianzas que le prestaran ayuda para reafirmarse, y una de las más importantes era la de Yussuf Ibn al Qasi. Rodrigo no lamentaba que su hija hubiese huido del harén del emir. Como viuda podía volver a casarla y conseguir así un yerno que lo apoyara en sus pretensiones. Desde luego, habría preferido que Ermengilda escogiera un novio más influyente que Philibert de Roisel, pero Rodrigo se consoló diciéndose que el primogénito de su hija pertenecería a la estirpe de los reyes francos y que ello le permitiría reclamar un parentesco con el rey Carlos.
Ermengilda insistió en que su boda con Philibert se celebrara cuanto antes y con el menor boato posible, así que poco después de la partida del sarraceno, sus padres, los demás huéspedes y los miembros más nobles del séquito de su padre se reunieron en la sala del castillo. Ante todos esos testigos, Philibert y Ermengilda se prometieron fidelidad y el capellán los bendijo. Después los astures y los escasos huéspedes les dieron la enhorabuena.
Dado su lamentable estado, Philibert no habría soportado una ceremonia más larga. Si bien los remedios de doña Urraca y de Alma habían surtido su efecto, aún se vería obligado a guardar cama durante bastante tiempo. Pero a su novia eso no le importó; parecía tan feliz que incluso el disgusto de Konrad se desvaneció, y el joven guerrero les deseó mucha suerte a ambos de todo corazón. Cuando retrocedió para dejar paso a Maite, Ermengilda los contempló a ambos con una sonrisa.
—¿No creéis que ha llegado el momento de que también vosotros os caséis?
—¿Que me case con Konrad, dices?
Maite quiso soltar un grito de indignación, pero entonces recordó la noche anterior y se ruborizó.
Konrad le tomó la mano.
—Creo que deberíamos hacerlo. Entonces tú volverías a tener un hogar, ¡y yo conseguiría una mujer que me alegrara las noches!
Ermengilda soltó una carcajada. Por lo visto, su amiga había sabido consolar a Konrad. Ambos eran unos cabezotas pero siempre se apoyarían mutuamente y eso era lo más importante.
—¡Bien, de acuerdo! Os casaréis. ¡Señor capellán, os ruego que también bendigáis el matrimonio de mis amigos!
A pesar de su aparente renuencia, Maite asintió con la cabeza, aunque no logró reprimir un leve suspiro. Una vez que ella y Konrad pronunciaron los votos matrimoniales, los presentes los vitorearon. Doña Urraca abrazó a Maite y la besó, y después también a Konrad.
Mientras la dueña de casa lo estrechaba contra su voluminoso pecho hasta casi asfixiarlo, el conde Rodrigo se dirigió a Maite.
—Mi hija me ha dicho que te debe su libertad. Es verdad que tú misma la convertiste en tu prisionera, sin embargo la trataste bien y por fin la entregaste a su esposo franco. Debido a ello no te guardo rencor, aunque nos separa la sangre de tu padre. Íker era un hombre osado y diestro en robarme mis ovejas. Mis hombres y yo jamás logramos atraparlo y por eso sentí alivio cuando tu tío me dijo cuándo y dónde planeaba Íker su siguiente incursión. Admito que en un momento determinado confié en incorporar vuestra tribu a mi condado a fin de extender mis dominios hacia el este. Pero Eneko Aritza se apoderó de la región y yo solo era demasiado débil para enfrentarme a él. Visto cómo se han desarrollado los sucesos, me habría convenido mucho más aliarme con tu padre contra Eneko e impedir su ascenso. Pero, por desgracia, eso lo comprendí demasiado tarde.
Las manos de Rodrigo se crisparon en torno a su cinto, como si pronunciar sus siguientes palabras le costara un gran esfuerzo.
—Estoy dispuesto a pagar por la muerte de tu padre con dinero o con ganado. Ermengilda me dijo que lo aceptarías.
Maite miró a Ermengilda y a Konrad y, cuando ambos asintieron con la cabeza, inspiró profundamente.
—Que sea como tú dices, conde de la marca: pagarás la muerte de mi padre con oro y la venganza ya no se interpondrá entre nosotros.
—¡Que así sea! —exclamó Rodrigo, tendiéndole la mano.
Maite se la estrechó y para sus adentros comparó a ese hombre envejecido, con el rostro marcado por profundas arrugas de preocupación, con aquel orgulloso guerrero que en un lejano pasado irrumpió en su aldea. Con la muerte de su padre había logrado apartar a un vecino fastidioso, pero en última instancia inofensivo, para enfrentarse a un adversario mucho más poderoso: Eneko Aritza. Cuando emprendió la marcha contra los francos junto al hijo de Eneko, Maite había averiguado que el señor de Iruñea planeaba extender su zona de influencia hacia el oeste y con ello ejercer su dominio sobre las tribus vasconas, que ya habían reconocido la soberanía astur. En ese plan, su tribu —afincada entre Nafarroa y Asturias— también desempeñaría un papel. Pero ahora se trataba de un asunto diferente. Dado que no veía la posibilidad de vengarse de Okin y volver a ocupar su puesto en la tribu, el regreso a la tierra de su infancia le estaba vedado. Era una idea dolorosa, pero la superaría. Al fin y al cabo, se había unido a Konrad voluntariamente y su nuevo hogar se encontraría allí donde él la llevara.
Entre tanto, Philibert aprovechó el momento para coger a Konrad del brazo y mirarlo a los ojos.
—Si deseáis atravesar los Pirineos antes del invierno, deberíais poneros en marcha pronto. Os resultará más sencillo viajar a través de Aquitania y podéis permanecer junto al rey hasta la llegada de la primavera. Comunicadle que permanezco aquí, herido, pero que acudiré en cuanto mi estado me lo permita. Sentirá gran interés por los acontecimientos en tierras sarracenas y también por cualquier informe que podáis proporcionarle acerca de ellas.
Konrad intercambió una breve mirada con Maite.
—Philibert quiere que vayamos a ver al rey… me refiero a Carlos, no a Silo de Asturias. ¿Cuándo crees que podremos emprender viaje?
—¡Mañana mismo! Y si alguien se interpone en nuestro camino, nos abriremos paso mediante tu espada y mi honda.
Ermengilda miró a su amiga con aire de preocupación y durante un momento las lágrimas brillaron en sus ojos. Sin embargo, de pronto recordó que tendría a Philibert para ella sola y se alegró. Con este pensamiento, dedicó a la pareja una sonrisa un tanto melancólica pero al mismo tiempo reconfortante.
—¡Cabalgad y que Dios os bendiga! Aun cuando adelanten el futuro muchas millas nos separarán, siempre seremos amigos en nuestros corazones.
Con el fin de no cansar a Philibert, dos días después la despedida fue afectuosa pero breve. Maite y Konrad tampoco cabalgaron a solas, porque Just decidió marchar con ellos y Ermo también les suplicó que le permitieran acompañarlos.
—¡Estoy hasta la coronilla de España, Konrad! Quiero volver a ver a mi familia y pisar el suelo de mi tierra natal.
—Estás lesionado y deberías aguardar a que los huesos de tu brazo roto vuelvan a unirse.
Konrad no tenía ganas de soportar la presencia de ese desagradable individuo, por más que fuera oriundo de la aldea vecina. Pero Ermo no aflojó porque temía quedarse solo; Philip de Roisel no daba muestras de tener la menor intención de aceptarlo como compañero de viaje, y además solo poseía un denario de plata: sin dinero jamás lograría regresar a casa. Si no quería quedarse en Asturias como simple criado, debía convencer a Konrad de que lo llevase consigo. Así que no dejó de suplicar hasta que este cedió, aunque de mala gana.
—Bien, de acuerdo. Pero después no me vengas con reproches si tu brazo queda afectado —dijo Konrad, quien acto seguido le dio la espalda y se reunió con la veintena de jinetes que el conde Rodrigo les había proporcionado. A la cabeza de ellos iría Ramiro, que ya peinaba canas: el mismo que antaño había conducido a la pequeña Maite al castillo del conde ahora la acompañaría a la comarca donde encontraría su nuevo hogar.
En el patio, Ermengilda abrazó a su amiga hecha un mar de lágrimas; estaba tan conmovida que no pudo pronunciar una sola palabra. Por fin doña Urraca las separó y acompañó a Ermengilda al ala de las viviendas.
—Has de ocuparte de tu marido —la regañó. Sin embargo, ambas se volvieron en el umbral y saludaron a Maite y Konrad con la mano.
Estos les devolvieron el saludo, intercambiaron unas palabras con Rodrigo y condujeron a las yeguas a través de la puerta del castillo. Montaban las dos mejores y esta vez, se dijo Konrad, solo el diablo impediría que se las llevara a casa y las empleara para la crianza. Sin embargo, primero quería ir a ver al rey Carlos para informarle de lo que había visto, oído y experimentado en España. Si Carlos se lo permitía, después regresaría al hogar y administraría la finca junto con su padre y su hermano. Lamentaba no llevar más botín que las cuatro yeguas que montaban Maite, Just, Ermo y él mismo, además de la espada enjoyada, que prefería conservar para legarla a sus hijos. Aparte de eso, no había obtenido riquezas que pudiese trocar por tierras o ganado.
Por ello albergaba la esperanza de llegar a tiempo para luchar junto al rey Carlos contra los sajones y obtener un botín. Ese pueblo del noroeste, siempre agitado y traidor, debía pagar por los muertos de Roncesvalles. Si los sajones no hubieran roto los contratos con el rey y no se hubiesen sublevado, Calos no se habría visto obligado a abandonar España con prisas casi vergonzosas. En circunstancias normales, el ejército principal y el rey hubieran avanzado sin distanciarse demasiado de la retaguardia, de manera que los vascones nunca se habrían atrevido a atacar la tropa de Roland.
Cuanto más se acercaban a los Pirineos, tanto más adusto se volvía el semblante de Konrad. Ansiaba blandir la espada y partir cráneos sajones, y trató de recordar todo lo que su padre y Rado le habían dicho acerca de esa gente.
Maite también estaba sumida en pensamientos melancólicos. Mientras cabalgaban cerca de su tierra natal, tuvo que hacer acopio de toda su voluntad para no enfadarse consigo misma.
«Ahora Okin habrá triunfado para siempre», pensó, sintiéndose culpable por haber traicionado el legado de su padre y de sus nobles antepasados.
El único a quien los recuerdos no le amargaban la vida era Just, pero como sus únicos interlocutores eran Ermo y los guerreros astures, se aburría. No obstante, solo cerró el pico cuando cabalgaron a través del desfiladero de Roncesvalles, y cuando alcanzaron el lugar donde había caído su amigo Rado rezó todas las plegarias que sabía.
También Konrad buscó refugio de aquellos horrendos recuerdos elevando sus preces por las almas de todos los amigos y camaradas caídos allí, e incluso Ermo —que se estremeció al recordar la carnicería que tuvo que presenciar maniatado e indefenso— nunca se mostró tan piadoso como durante esas horas. No quedaba ni rastro de la batalla. Los vascones que habitaban esa comarca se habían apropiado de todo aquello que no resultó útil a los vencedores; según relataron los astures, los vascones se habían visto obligados a enterrar a los muertos en fosas comunes con el fin de poder volver a utilizar el camino comercial, que también tenía su importancia para ellos. Un poco más allá se elevaba una pequeña capilla de madera recién construida, por encima de cuya puerta colgaba una tabla con una inscripción grabada a fuego.
Konrad se acercó a la puerta y procuró descifrar lo que ponía, pero Maite tuvo que ayudarle.
—«Aquí descansan Roland, prefecto de Cenomania, y junto a él muchos centenares de valientes guerreros francos que perdieron la vida debido a la perfidia de los sarracenos. ¡Nuestras espadas vengarán su muerte!» —leyó Maite.
—¡Así será! —dijo Konrad y azuzó a su corcel. Quería abandonar ese lugar horrendo cuanto antes.
El resto del viaje a través de las montañas transcurrió sin incidentes. Tampoco allende los Pirineos hubo ataques ni escaramuzas. Los condes nombrados por el rey Carlos y también los otros dignatarios aquitanos dieron la bienvenida a los viajeros.
El recibimiento cortés y el buen alojamiento que les proporcionaron sus anfitriones ayudaron a Maite y a Konrad a avanzar a buen ritmo, de forma que llegado el momento enviaron mensajeros con la orden de anunciar su llegada al rey Carlos.
Durante las interminables millas que recorrieron a través de Aquitania y Borgoña, ambos tuvieron que luchar con sus propios temores. A Maite la familia de Konrad le inspiraba más temor que el propio rey. ¿Qué opinarían sus padres de ella siendo una extranjera y, lo que es más, perteneciendo a un pueblo que traicionó a los francos y aniquiló a uno de sus ejércitos? Konrad intentó tranquilizarla al respecto, aunque él mismo se veía torturado por las dudas acerca del recibimiento que le dispensaría el rey. Al fin y al cabo, muchos de sus fieles habían caído en Roncesvalles y las malas lenguas podían presentar su supervivencia como una cobardía.
En Ponthion recibieron la noticia de que el monarca los aguardaba en Paderborn. Ya había llegado el invierno, pero como de costumbre, la orden del rey no lo tomó en cuenta. Los mensajeros que debían conducir a Konrad hasta Carlos se encargaron de proporcionarles pieles y ropa de abrigo tanto a él como a sus acompañantes, para que el grupo pudiera seguir viaje sin interrupción.
Hacía tiempo que la Navidad había quedado atrás cuando, tras atravesar el lodo y la nieve, sus caballos alcanzaron la fortaleza franca en Sajonia. Al ver el asentamiento rodeado por una empalizada, Konrad no tuvo más remedio que recordar que la aventura española había tenido su inicio hacía un par de años allí, en Paderborn. En aquel entonces, Solimán
el Árabe
había aparecido para solicitar la ayuda del rey Carlos contra el emir de Córdoba. El soberano había prestado oídos a su petición y optado por la guerra, y posiblemente también Roland de Cenomania, Anselm von Worringen, Eginhard von Metz, el valiente hermano Turpín y muchos otros alzaron alegremente sus copas.