—La satisfacción de Okin me importa un rábano. ¿Qué pasa con vosotros? Mi tío solo era el cuñado de Íker, y en cambio se presenta aquí como si fuera un señor importante y vosotros lo seguís como una manada de ovejas trasquiladas. ¿No tenéis vergüenza?
Durante un instante, Asier agachó la cabeza, pero después la miró a la cara.
—Ahora Okin es un señor importante. El conde Eneko lo nombró barón de las regiones fronterizas y le concedió el mando de dos docenas de aldeas. Gracias a ello podemos presentar una leva equivalente a la del conde Rodrigo… ¡y en las montañas incluso lo superamos!
Parecía muy orgulloso y Maite comprendió que su antiguo amigo no había acudido al campamento como un sencillo guerrero, sino como jefe de una tropa. Era evidente que Asier había optado por convertirse en seguidor de Okin.
Sin prestar atención a la expresión de desagrado de Maite, Asier dijo:
—¿No reaccederías a casarte conmigo, Maite? Nuestra tribu se alegraría y Okin no se opondría, ya que gozo de su favor.
—Pues antes no era así. —Solo entonces comprendió el sentido de la pregunta y se llevó la mano a la frente—. ¿Que me case contigo? ¿Es que te has vuelto loco?
—¡Yo no, pero creo que tú no andas sobrada de sensatez! Últimamente te has desmandado tanto que ya va siendo hora de que alguien te refrene, y sin duda el más idóneo para ocuparse de ello sería tu marido.
Una oleada de furia la invadió: al parecer, Okin había provocado la ambición del joven y lo había comprado mediante promesas, pero Maite estaba menos dispuesta que nunca a acatar los designios de su tío. Su silencio impacientó a Asier, que repitió la pregunta.
—¿Quieres casarte conmigo, sí o no?
Maite sacudió la cabeza con tanto ímpetu que su cabellera se agitó.
—Ni ahora ni nunca.
El joven no se tomó en serio su respuesta.
—¡Ya verás como al final te lo piensas mejor y acabas suplicándome que me case contigo para que te dé un hogar! Pero he de marcharme: Okin me necesita —dijo, y se alejó pavoneándose con aire de suficiencia. Maite estaba tan enfadada que tuvo que contenerse mucho para no recoger una piedra y arrojársela.
Konrad refrenó su caballo y clavó la vista en el campamento, donde pululaban cientos de personas.
—¡El rey ha llegado! —gritó a los demás, aliviado.
«Por fin seguiremos adelante», pensó, pero de todas formas se sintió un tanto incómodo al recordar que no había podido cumplir la misión que le había encomendado Roland.
Ya no eran los bretones de Roland quienes vigilaban la puerta, sino los guardias del rey, que contemplaron a los más de sesenta hombres y a sus caballos de carga con expresión atónita. El jefe de la guardia se acercó a Konrad.
—¡Te conozco! ¡Eres el que acabó con el jabalí con los pantalones alrededor de los tobillos!
—Soy Konrad de Birkenhof, por si te interesa. Mis hombres y yo acabamos de regresar de la frontera de Asturias y hemos traído algunos víveres. Además, he de presentar un informe ante el conde Roland.
—Podrás informar directamente al rey. —El guardia quiso apartarse y franquearles el paso, pero luego señaló las yeguas y sacudió la cabeza con expresión atónita—. ¡Esos caballos no son de los nuestros!
—Son un regalo de los sarracenos —explicó Konrad con una sonrisa—. Los bribones quisieron tendernos una emboscada, pero nuestro Just se dio cuenta a tiempo y logramos escapar. Nos topamos con las yeguas de los sarracenos y nos las llevamos.
—Eso habrá sido divertido. Me hubiera gustado estar allí. ¿Sufristeis bajas?
—Las flechas derribaron a dos hombres y no pudimos comprobar si estaban muertos o solo heridos.
Konrad suspiró: aunque tratar de ampararlos habría supuesto un suicidio, se sentía culpable de haberlos dejado en la estacada.
—¿Solo habéis perdido dos hombres —dijo el guardia con gesto generoso—, y a cambio habéis conseguido cincuenta buenos caballos? Un golpe excelente. ¿Cuántos sarracenos matasteis?
—Seis: los que vigilaban a los caballos —dijo Konrad.
—Tres de ellos por uno de los nuestros… es una excelente proporción. Ven, anunciaré tu presencia al rey: sentirá un gran interés por tu informe, como también el prefecto Roland.
A Konrad no le quedó más remedio que desmontar, dejar las riendas en manos de un mozo y, aún entumecido tras la larga cabalgata, seguir al guardia que se dirigía a paso rápido a la tienda del rey.
—Hoy en día, una buena noticia vale su peso en oro. El monarca te recompensará —murmuró cuando ambos entraron en la tienda.
Dejar atrás la luz deslumbrante del sol, pasar a la penumbra de la tienda, supuso que Konrad tardara unos instantes en distinguir algo. El rey —que solo llevaba una túnica ligera— estaba sentado en una silla plegable ante una pequeña mesa; en la mano sostenía una pluma con la que acababa de escribir unas letras en un pergamino. A su lado, Roland parecía una amenazadora sombra roja, la mano apoyada en la empuñadura de la espada y el semblante tempestuoso; frente a ellos, Ramiro, el emisario del conde Rodrigo, iba cambiando el peso de un pie a otro con aire de nerviosismo.
Por detrás de ellos, Konrad distinguió a varios nobles y eclesiásticos, entre ellos a Anselm, el conde palatino; a Eginhard, el mayordomo del rey; a Solimán
el Árabe
y al monje Turpín, todos con la misma expresión tempestuosa en el rostro.
Carlos parecía muy aliviado de ver a Konrad. Sus facciones tensas se relajaron y enseguida le indicó que se acercara. Konrad inclinó la cabeza e hincó la rodilla ante el rey, pero Carlos lo cogió de los hombros, lo obligó a ponerse de pie y a mirarlo a la cara.
—Bien, Konrad, ¿cómo se portan los jabalíes españoles? ¿Al menos son lo bastante amables para darte tiempo a levantarte los pantalones antes de atacar? —Carlos prorrumpió en una sonora carcajada y, para no enfadarlo, los demás lo imitaron.
A Konrad le disgustaba ser el blanco de las burlas, pero al contemplar al rey y ver hasta qué punto estaba preocupado, olvidó su enfado.
—Esta vez logré que no se me cayeran, mi señor. Aunque es verdad que el jabalí se convirtió en un oso.
Esa respuesta rápida y descarada agradó al rey, que rio aún más sonoramente y le palmeó el hombro con tanta fuerza que Konrad volvió a caer de rodillas.
—Ya me lo han contado: acabaste con aquella bestia para salvar a doña Ermengilda. Fue un acto osado, tal como cabía esperar de ti.
Konrad se ruborizó ante el elogio, pero era lo bastante honesto como para no reclamar toda la gloria para sí.
—No me enfrenté al oso a solas, mi señor. Philibert de Roisel luchó a mi lado con valentía.
Si no se equivocaba, el rostro del rey expresaba satisfacción, pero no podía afirmarlo con seguridad porque Carlos ordenó a uno de los presentes que escanciara una copa de vino. En cuanto la sostuvo en la mano, se la tendió a Konrad.
—Bebe, mi joven amigo, y luego infórmame de los acontecimientos. He oído que te has hecho con unas yeguas sarracenas.
El rey parecía genuinamente interesado por los detalles, pero Konrad se sentía inseguro. ¿De qué podía informar a Carlos que no le desagradara? Decidió atenerse a la verdad y en pocas palabras describió la expedición, la emboscada de los sarracenos —que al final resultaron los engañados— y la conversación con la esposa del conde Rodrigo.
Carlos lo escuchó en silencio, pero no dejó de lanzar elocuentes miradas a Ramiro, que parecía querer encontrarse en el otro extremo del mundo.
Konrad también le informó que, de regreso, requisaron los víveres de la aldea vascona.
—Sé que nos prohibisteis el saqueo, pero estaba furioso con la mujer del conde y quería demostrarle que a los francos, no se nos puede dispensar semejante trato —dijo y agachó la cabeza. Debido a ello no se percató de la mirada relampagueante del rey ni de su puño amenazador dirigido hacia el oeste. Su primo Roland aprovechó dicho gesto como pretexto para volver a mencionar su propuesta, presentada antes de la llegada de Konrad.
—Antes de atacar a los sarracenos deberíamos someter a Asturias y a los vascones, y establecer plazas fuertes desde las cuales atacar el resto de España. No podemos permitirnos el lujo de dar la espalda a Silo y Eneko: esos dos nos han contado más mentiras que otros mil hombres antes que ellos.
Ramiro no pensaba aceptar sus palabras así, sin más.
—Mi señor está dispuesto a establecer lazos de amistad con los francos. Pero hoy en día la rebelión reina en nuestras tierras y necesitamos todas las espadas para volver a imponer la paz en Galicia. Debido a dichas rebeliones tampoco nos fue posible recoger toda la cosecha. Antes de poder enviaros provisiones, el rey ha de comprobar que los graneros están llenos.
—Y yo digo que hemos de conquistar Asturias y convertirla en un margraviato —dijo Roland en tono férreo.
—¡Si lo intentáis, estaremos más dispuestos a cerrar una alianza con los sarracenos que a someternos a vosotros! —exclamó Ramiro.
Antes de que la pelea volviera a encenderse, el rey pegó tal puñetazo sobre la mesa que partió el tablero en dos. Konrad apenas atinó a coger el tintero y el pergamino.
Entre tanto, Carlos se acercó a los dos gallitos y les rodeó el hombro con el brazo.
—¡Que haya paz! Y también tú, Roland, sosiégate. No hemos venido a España para incorporar Asturias a nuestro reino, sino para apoyar a nuestro aliado Solimán
el Árabe
en contra del emir de Córdoba. Ocuparemos las ciudades que él nombre con un fuerte contingente de tropas; así, Abderramán ya no podrá quitárnoslas.
Konrad se preguntó por qué Carlos había cruzado los Pirineos con un ejército tan numeroso si no era para conquistar tierras, pero al ver su sonrisa disimulada comprendió que en España, el rey quería convertirse en el soberano tanto de los sarracenos como de los cristianos. Carlos ayudaría a Solimán y sus aliados a quitarse de encima al emir de Córdoba, pero después los trataría como a prefectos y príncipes sometidos a él, les exigiría que le rindieran homenaje y cobraría impuestos a sus ciudades y comarcas. Sin embargo, para asegurar su gobierno a largo plazo, Carlos tendría que dejar un ejército numeroso en España.
Entre tanto, el rey había tomado una decisión.
—Pasado mañana emprenderemos marcha en dirección a Zaragoza y allí nos uniremos a las tropas de Austrasia. Entonces seremos lo bastante numerosos para ocupar el norte de España.
Carlos parecía tan confiado como si hasta ese momento todo se hubiera desarrollado según sus planes. Pero Konrad pensó en Eward, que según los planes del monarca debía convertirse en prefecto de los territorios españoles conquistados, y se preguntó qué opinarían Solimán y sus aliados sarracenos respecto del proceder del soberano franco.
Cuando Konrad regresó junto a sus camaradas, estos estaban escogiendo las yeguas que correspondían al rey como botín. En todo caso, cada uno de los caballeros armados de alto rango tenía derecho a escoger un animal, mientras que a Konrad le correspondían dos. El resto de los hombres, entre ellos Rado y los demás escuderos, recibirían una parte de la plata cobrada como botín o algunas armas sarracenas. Puesto que quien advirtió a los hombres había sido Just, él también fue tenido en cuenta. Además de un par de monedas de plata, recibió un bonito puñal sarraceno tan afilado como para partir en dos un cabello.
Fascinado, Rado contemplaba sus monedas y los extraños símbolos que aparecían en ellas.
—Creo que no las gastaré, prefiero conservarlas como recuerdo —le dijo a Konrad, mientras se disponía a llevarse las dos yeguas elegidas por el joven.
Entonces Hildiger le cerró el paso.
—¡Alto, exijo esas dos yeguas como botín para Eward y para mí!
Al oír sus palabras Konrad se quedó mudo, pero al ver que Hildiger pretendía arrebatarle las riendas a Rado, llegó apresuradamente junto él y le pegó un empellón.
—No toques esos animales. Son míos.
—Quizás hayas olvidado, campesino, que el señor Eward es tu comandante. Y yo, su lugarteniente —dijo Hildiger al tiempo que recuperaba las riendas.
Konrad desenvainó la espada.
—¡Deja en paz a mis caballos si no quieres que te parta el cráneo!
Hildiger lo contempló atónito y comprendió que la amenaza iba en serio. Algunos de los caballeros que habían acompañado a Konrad en la expedición a Asturias formaron un círculo en torno a ambos jóvenes.
—Venga, Konrad, enséñale a ese marica lo que es un hombre de verdad. ¡El rey te lo agradecerá! —gritó uno, y los demás lo imitaron.
«Lo peor es que ese hombre está en lo cierto», pensó Hildiger. El rey no derramaría ni una lágrima por su muerte y Eward, ese pelele, se sometería a sus designios sin protestar y ni se le ocurriría vengarlo de aquel miserable campesino. Clavó la mirada en Konrad, que se alzaba ante él con el rostro pálido de ira, y recordó que el muy bellaco no solo había abatido a un jabalí, sino que también había matado a un oso, a diversos vascones y, hacía poco, también a unos cuantos sarracenos. Y entonces fue presa del miedo.
Sin embargo, su orgullo le impidió retroceder.
—Has desenvainado el arma contra tu comandante. Eso te costará la vida. ¡Vamos, hombres, apresadlo!
La orden de Hildiger estaba dirigida a los caballeros del séquito de Eward, que se habían acercado con curiosidad. Los hombres desenvainaron las armas y se dispusieron a abalanzarse sobre Konrad.
Pero entonces los guerreros que habían cabalgado en compañía del joven franco también desenvainaron las suyas y se interpusieron en su camino.
—¡Acercaos, bribones! Veamos si servís para algo en la lucha, porque de momento ni vosotros ni vuestros jefes habéis mirado a un enemigo a la cara.
Hacía semanas que la arrogancia y la petulancia de Eward y su séquito irritaban a los hombres de la leva de Roland, así que esos guerreros estaban deseando hacérselo pagar.
Konrad comprendió que la situación se le estaba yendo de las manos. Una lucha sangrienta en el seno del ejército suscitaría la cólera del rey y pondría en peligro la unión, así que volvió a envainar la espada y alzó la mano.
—¡Alto, deponed las armas! ¿Acaso queréis ofrecerle al rey un espectáculo tan bochornoso?
—¿Entonces qué? ¿Me das ambos caballos? —preguntó Hildiger en tono burlón.
Konrad negó con la cabeza.
—No, ambos no, porque siendo jefe del ataque, me corresponde uno como botín. Que la otra yegua sea para Eward, puesto que el rey decidió que fuera mi comandante. ¡Y ya que le haces de mozo, llévale tú mismo el animal!