Durante unos momentos no ocurrió nada y, decepcionado, el hombre se disponía a abandonar el bosque cuando de pronto apareció un jinete a su lado.
—¡
Salam aleikum
, Saíd, llegas tarde!
Saíd el comerciante hizo una reverencia.
—¡Perdona, oh Abdul, afilada espada del emir y perdición de los infieles, fuerte y poderoso guerrero, y…
El guerrero, cuya figura esbelta y nervuda se confundía con la de su corcel, lo interrumpió con brusquedad.
—Ahórrate tus halagos para los francos. Quiero saber qué has averiguado, ahora mismo.
—Dicen que el rey Carlos llegará dentro de escasos días. Ha apresurado la marcha porque los vascones y los astures no brindan apoyo a su vanguardia tal como él esperaba.
—Hace tiempo que lo sé. ¿No creerás que eres mi único informante?
Saíd apretó los labios: a veces la grosería de Abdul resultaba insoportable. Sin embargo, el carácter irritable del bereber y su destreza con la cimitarra le aconsejaron seguir mostrándose sumiso.
—¿Quién soy yo para pretender ser el único ojo y los únicos oídos de un guerrero tan grande y tan importante como tú? Pero ¿acaso tus otros espías también saben que el ejército de Carlos transporta grandes cantidades de provisiones con el fin de resistir a una guerra larga?
—Esas provisiones no son tan abundantes. Alcanzan para una o dos semanas; después Carlos y su ejército habrán de vivir de la tierra, y esta da tanta leche como una vieja bruja —replicó Abdul en un rápido siseo—. ¿Qué más has averiguado?
—El franco Roland, a quien Carlos confió su vanguardia, ha enviado a un grupo de jinetes a Asturias para exigir la ayuda prometida.
—Acabo de ver huellas de caballos. Así que se dirigen a Asturias… —Abdul reflexionó un momento y luego disparó la siguiente pregunta—: ¿Sabes cuántos hombres son?
—No, por desgracia. En todo caso, no con precisión. En el campamento hablaban de una expedición de treinta caballeros enviados por el comandante de los infieles.
Una sombra se deslizó por el rostro del guerrero.
—¿Nada más? ¡Esos no volverán a ver su campamento! Gracias, Saíd, te mereces una recompensa por esta noticia. No volverás con los francos, sino que viajarás a Zaragoza, donde no perderás de vista a Yussuf Ibn al Qasi, cuya fidelidad para con el emir no es tan firme como simula, y no quiero que opte por el lado equivocado.
—Pero ¿qué puede hacer un pobre mercader de telas como yo si el insigne Yussuf quiere hacer cosas que contravienen los deseos del poderoso emir Abderramán?
Sin embargo, la mirada que acompañaba dichas palabras expresaba algo distinto. Con gesto casual, extrajo un puñal oculto bajo la túnica y se lo metió en el cinto.
Abdul
el Bereber
asintió con la cabeza.
—Si Yussuf Ibn al Qasi se aparta del camino correcto debe morir. Zaragoza jamás debe abrir sus puertas a los francos, porque la ciudad alberga suficientes provisiones como para alimentar al ejército de Carlos durante un año. Además, sus murallas son demasiado sólidas y no podríamos reconquistar la ciudad.
«Esas son muchas palabras para un hombre como Abdul», pensó Saíd, y comprendió hasta qué punto debían de estar preocupados el emir y todos sus hombres encargados de rechazar al enemigo. No temían las espadas de los francos, porque las suyas no eran menos afiladas. Lo que temían era la llamada del rey conquistador que hasta entonces había derribado a todos sus enemigos.
—No te preocupes, oh espada del emir. Las puertas de Zaragoza permanecerán cerradas para los francos, aunque Yussuf Ibn al Qasi mandara abrirlas. Porque juro que en ese caso emprenderá camino a lo más profundo de la
dchehenna
. —Saíd volvió a hacer una reverencia ante Abdul
el Bereber
, abandonó el bosque y tomó por un camino que lo llevaría a Zaragoza sin correr el peligro de toparse con patrullas francas.
Abdul lo siguió con la mirada hasta que desapareció de la vista, al tiempo que acariciaba la empuñadura de su espada. Luego soltó un breve silbido.
Tras unos instantes, otros jinetes surgieron entre la penumbra. Llevaban sencillos pantalones de lino y camisas blancas por encima de sus cotas de malla, además de unos pañuelos de un blanco resplandeciente que envolvían sus cascos y unos escudos de cuero. Eran bereberes de la tribu de Abdul y los seguidores más fieles de Abderramán, emparentado con ellos a través de la sangre de su madre.
Abdul miró en torno y señaló el oeste.
—De momento nos hemos limitado a observar a los francos, pero ha llegado la hora de desenvainar las espadas. Un grupo de infieles ha emprendido el camino de Asturias. ¡Allí encontrarán su tumba!
Al día siguiente, los heraldos del rey cabalgaron hasta el campamento de Roland en Pamplona para anunciar la llegada de Carlos y por la noche apareció la vanguardia del ejército principal. Roland sabía que su señor no podía estar satisfecho con el desarrollo de la campaña militar y se enfrentaba al encuentro más tenso que de costumbre.
A Eward e Hildiger les complacía que el prefecto tuviera problemas porque, dada la situación, Carlos no dispondría de tiempo para ocuparse de ellos o de la mujer que había impuesto a Eward. Al día siguiente, ambos se pusieron sus mejores galas con el fin de causar buena impresión al rey. Por su parte Roland llevaba una sobrevesta roja bastante desgastada por encima de la cota de malla y metía prisa a sus hombres para que todo estuviera dispuesto ante la llegada del ejército principal.
Cerca de mediodía, la cabeza del ejército alcanzó el campamento y los mozos se apresuraron a montar la tienda de Carlos, dividida en dos partes: una destinada a albergar su lecho y la otra, más amplia, a reunirse con sus hombres de confianza.
Después se produjo otra espera. Entre tanto, el sol había alcanzado el cénit e iniciado el trayecto hacia el horizonte occidental, no soplaba la menor brisa y hacía calor. Roland se compadeció de los hombres obligados a marchar bajo el calor abrasador y se enfadó porque no disponía de vino suficiente para todos ni del sabroso jamón típico de esa región.
«Al menos alcanza para la mesa del rey», se dijo cuando un toque de corneta anunció la llegada de Carlos.
Roland salió al encuentro del rey e hincó la rodilla sin alzar la vista.
—Perdonadme, señor, os he defraudado.
A sus espaldas, Eward e Hildiger intercambiaron codazos con expresión sonriente. Aunque Carlos contemplaba a Roland, el gesto de los dos amigos no se le escapó, así que apretó los labios, se apeó de la silla y arrojó las riendas a un mozo de cuadra.
—Almoházalo bien, abrévalo y dale cebada. ¡Y tú, ponte de pie y mírame a la cara! —exigió, dirigiéndose a Roland, quien se puso pesadamente de pie con expresión furibunda.
—Señor, yo…
—Más tarde —lo interrumpió el rey—. Primero quiero echar un vistazo por aquí —añadió, pero en vez de examinar el campamento se dirigió hacia Pamplona.
Roland y Eginhard, el mayordomo del rey, lo siguieron de inmediato, pero Eward e Hildiger vacilaron: al parecer, habrían preferido permanecer tras la empalizada protectora del campamento.
Tras lanzarles un breve vistazo, Carlos sacudió la cabeza con aire irritado.
—Le prometí a su madre que lo convertiría en un hombre, ¡y por san Dionisio que lo haré!
—En ese caso, deberíais enviar a Hildiger a su casa —dijo Roland.
—Lo haré, si resulta necesario —dijo el rey—. Al principio albergué la esperanza de que un buen amigo sirviera de ejemplo a Eward, ¡pero esa amistad ha superado el límite!
Carlos soltó una amarga carcajada; más de una vez quiso intervenir con puño de hierro, pero también en esta ocasión el recuerdo del afecto que su padre profesaba por Eward le impedía tratar a su hermanastro con dureza mayor. Además, de momento había cosas más importantes que hacer.
Le rodeó el hombro con el brazo a Roland y lo miró.
—A juzgar por tus mensajes, Eneko se negó a abrir las puertas de la ciudad.
Roland asintió.
—Me hizo saber que os había jurado a vos, mi rey, que os entregaría la ciudad en cuanto lo nombrarais conde de esta, pero que dicho nombramiento aún no había tenido lugar, así que no había motivo para franquearnos la entrada a la ciudad a mis hombres y a mí.
—Bien, entonces veré si logro convencerlo de que nos preste un apoyo más entusiasta. No quisiera tener que conquistar la ciudad que he previsto como el primer punto de apoyo en España. Además, necesitamos las provisiones que Eneko nos prometió. ¡Ven conmigo! Quiero hablar con él.
—Pero ¿y si se niega a prestaros ayuda?
Carlos contempló a Roland con expresión azorada.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Durante nuestras conversaciones, que él mantuvo desde las almenas y yo montado en mi semental, no me pareció que fuera precisamente muy partidario de los francos.
—Pues tendrá que cambiar de actitud a este respecto si quiere vivir y gobernar aquí. Si no lo hace, acabará lamentándolo. Pero ¿qué pasa con los astures? Según tus informes, el apoyo de Silo también se hace esperar.
—No ha enviado ni un grano de cereal ni un hombre, a excepción de un mensajero del conde Rodrigo, que solo trajo un arcón con ropas para su hija.
—¿Han encontrado a Ermengilda?
—Sí, pero no fueron los vascones quienes la trajeron al campamento, sino Konrad de Birkenhof. Tuvo que matar a algunos de esos bellacos de las montañas, porque se negaron a entregarle la muchacha, aparte de que intentaron acabar con la vida de Konrad y sus acompañantes.
—También hablaré de ello con Eneko. ¿Qué pasa con el muchacho? ¿Se desenvuelve bien?
—Sí, solo que no creo que sea feliz entre los caballeros de Eward… —Roland quiso seguir hablando, pero el rey lo interrumpió.
—¡Qué pena! Esperé que Eward lo tomara como ejemplo a él en vez de a Hildiger. A fin de cuentas, ambos tienen la misma edad.
—Hildiger convenció a Eward de que un campesino no era digno de la amistad del hijo de un príncipe.
Carlos soltó un bufido desdeñoso.
—Cuando se lo proporcioné a Eward como compañero, Hildiger tampoco era más que un campesino. Todo lo que ha alcanzado se lo debe al favor de mi hermanastro.
—Hildiger es consciente de ello, por eso hace todo lo posible por conservar la amistad de Eward, mi señor. Y eso también supone impedir que otros gocen de su favor.
—Por ahora no cambiaré nada. Si despido a Hildiger, Eward lo seguirá en secreto y con ello sería culpable de negarse a cumplir con la leva, lo cual conlleva la cárcel o incluso la muerte. Pero si le perdonara, otros se creerían con derecho a actuar del mismo modo. Prefiero permitir que Hildiger permanezca junto a Eward en vez de causar la perdición del muchacho. Dios será misericordioso y le abrirá los ojos a Eward; a lo mejor ya lo hace con la ayuda de la joven española. ¿Qué aspecto tiene?
El rostro de Carlos revelaba curiosidad: aunque en general guardaba fidelidad a Hildegarda, su esposa, le agradaba estar rodeado de bellas muchachas.
Roland se encogió de hombros.
—Es muy hermosa, pero si hubierais enviado una vieja bruja a Eward, no la habría tratado peor que a la Rosa de Asturias.
—Pues eso no puede seguir así —declaró Carlos en tono firme. Entonces, como las murallas de Pamplona se elevaban ante él, borró a Eward y también a Ermengilda de su mente y dirigió la atención sobre aquello que lo esperaba en la ciudad.
Los guardias de los adarves, que no estaban acostumbrados a ver señores importantes acercándose a pie, clavaron la vista en ambos hombres, acompañados por medio ejército de guerreros armados. En vista de la impresionante figura del rey y del aro de oro que le coronaba los rubios cabellos, el comandante que se aproximó a toda prisa no precisó preguntar quiénes eran, puesto que solo había un soberano cristiano cuya enseña fuera un estandarte rojo donde aparecían llamas doradas.
—Deseo hablar con el conde Eneko, el señor de esta ciudad —exclamó Carlos con firmeza.
Entonces los guardias echaron a correr de un lado a otro cual gallinas asustadas. La mayoría ni siquiera cayó en la cuenta de que un único flechazo hubiera bastado para deshacerse del rey de los francos para siempre, y quien sintió la tentación de disparar se imaginó las consecuencias que semejante acto tendría para Iruñea y toda Nafarroa, y abandonó la idea.
Eneko comprendió que se encontraba ante un dilema insoluble. Había podido hablar con Roland, el comandante de la vanguardia, desde lo alto de las murallas, pero si daba el mismo trato a Carlos, el rey más poderoso de la cristiandad, supondría una ofensa solo expiable con sangre. Y si no quería suscitar las iras del monarca, no podía dejarlo esperando ante la puerta como a un vulgar peticionario.
Brevemente, sopesó la idea de hacer llevar una mesa y sillas ante las murallas, para negociar con Carlos de esa guisa, pero tras echar una mirada a su inoportuno huésped descartó la idea. Ese hombre solo se conformaría con la entrega de la ciudad: negarse a ello era tanto como admitir que era el enemigo de Carlos.
Pese a todas las amenazas de Yussuf Ibn al Qasi, una guerra con los francos —que al principio de la campaña militar no habían perdido ni un ápice de su pujanza— era lo último que Eneko podía permitirse, puesto que ello equivaldría a atarse una soga al cuello y venderse a sí mismo a los sarracenos como esclavo. Así pues, considerando todos los aspectos de la situación, no le quedó más remedio que hacer de tripas corazón y someterse al franco.
Eneko dio la orden de abrir la puerta y, presa de una furia infernal, observó cómo los guerreros francos penetraban en la ciudad incluso antes que el rey y apartaban a sus hombres a empellones. Cuando el soberano entró finalmente, ya había un número suficiente de francos en la ciudad como para apoderarse de ella con violencia en caso de que fuera necesario. Decidido a superar incluso ese revés, Eneko salió al paso de Carlos e hincó la rodilla,
El paisaje era muy distinto de las colinas boscosas de la tierra natal de Konrad, mucho más que la región de los Pirineos. Es verdad que allí también había bosques, pero las amplias y frondosas copas de los robles y los pinos —junto con las montañas altas y escarpadas— otorgaban un carácter muy distinto al panorama.
—Por aquí debe de haber mucha caza —dijo Konrad dirigiéndose a Just, que cabalgaba a su lado con el propósito de practicar con su amo la pronunciación correcta de la lengua astur.