El muchacho echó un rápido vistazo alrededor, entornó los ojos y se esforzó por permanecer inexpresivo.
—¡Sí, es verdad, señor! Sobre todo de la que tiene plumas de hierro. ¡Cuidado! No os delatéis: nos observan —añadió rápidamente cuando Konrad se disponía a observar el entorno.
Konrad bajó la cabeza, pero escudriñó los alrededores con el rabillo del ojo.
—¿Qué has visto?
—El brillo de la punta de una lanza y una cabeza bajo un casco envuelto en un paño —contestó el muchacho.
—¡Así que es un sarraceno! Hemos de estar en guardia; aunque quizá solo pretenda no perdernos de vista, puede que no esté solo.
Konrad empezó a sudar y trató de recordar lo que su padre le había dicho sobre las emboscadas, pero de pronto fue como si su cerebro dejara de funcionar. Y eso que Roland había confiado en él proporcionándole ese grupo de guerreros.
—Un peligro reconocido solo es medio peligro —murmuró y únicamente se dio cuenta de que había hablado en voz alta cuando los hombres que montaban detrás de él le preguntaron qué ocurría.
—¡Cuidado, nos observan! —murmuró—. Decid a los demás que no se vuelvan, de lo contrario ese bribón sabrá que lo hemos visto. Y preparaos para entrar en batalla: en cuanto dé la orden, nos lanzamos al ataque.
—Si se trata de sarracenos, nos mantendrán a raya con sus flechas —objetó uno de los hombres.
Entonces el semental de Konrad alzó la cabeza, venteó y soltó un agudo relincho.
—Debe de haber venteado una yegua. ¡Refrenad vuestras cabalgaduras y seguidme en cuanto me lance al galope!
Aunque Konrad se mostró determinado, en realidad estaba muy nervioso. Todos los caballeros que lo acompañaban eran guerreros más experimentados que él. Algunos ya habían participado en escaramuzas con los sarracenos al sur de la Galia y seguramente sabían mejor que él cómo enfrentarse a ese enemigo, pero él era el jefe del grupo y no había tiempo para consultar con los demás.
Konrad espoleó a su corcel y durante unos momentos dejó atrás a los demás. Entonces también vio un resplandor en lo alto de la colina que se alzaba frente a ellos y calculó que se trataba de al menos una docena de lanzas. Imposible esquivarlos, lo cual implicaba que tendrían que luchar. Aferró el escudo y cogió las riendas con la izquierda, al tiempo que enarbolaba la lanza con la derecha.
Los sarracenos habían elegido el lugar ideal para la emboscada y, de no haber contado con un aviso previo, los francos habrían caído en la trampa. Konrad echó un vistazo al camino, que más allá trazaba una curva. Luego observó la ladera en lo alto de la cual acechaban los sarracenos y sonrió: los enemigos no habrían podido alcanzarla a lomos de sus caballos, así que estos debían encontrarse un poco más adelante. Si él y sus acompañantes lograban actuar con rapidez, lograrían impedir el paso a los sarracenos y convertir a los cazadores en presas.
Se volvió y gesticuló con la lanza.
—¡Apretad el paso, maldita sea! Esta noche quiero cenar ante la mesa del conde Rodrigo.
En lo alto, Abdul
el Bereber
hizo una mueca desdeñosa.
—Alá les ha quitado el juicio a esos francos. Cabalgaban como si fueran de excursión a través de los bosques de su tierra natal. ¡Los cazaremos como si fueran faisanes en celo!
Cogió el arco, escogió una flecha y tensó la cuerda. Sus hombres también se prepararon para disparar; uno de ellos calculó la distancia recorrida por los francos durante los últimos instantes y sacudió la cabeza, sorprendido.
—Los
giaur
cabalgan más aprisa y han alzado sus escudos: no podremos darles en el cuerpo.
—¡Pues entonces apuntad a la cabeza! —dijo Abdul, soltando una carcajada.
—Sería mejor que disparásemos a sus monturas —sugirió su subordinado, pero solo cosechó una mirada de desprecio.
—¡Yo mataré al cabecilla! —anunció Abdul, quien tensó el arco y disparó la flecha.
Más que verlo, Konrad percibió el brillo de la saeta bajo el sol y, con un movimiento reflejo, alzó el escudo, notó que la flecha se clavaba en la madera de tilo reforzada con bandas de hierro y vio que aún temblaba debido a la violencia del impacto. En el mismo instante clavó espuelas. Nunca había tratado a su montura con tanta rudeza y el animal se lanzó hacia delante soltando un relincho indignado. Los demás guerreros armados lo siguieron como un muro de hierro y hasta los escuderos, que solo llevaban cotas ligeras, azuzaron a sus caballos.
Aunque los sarracenos dispararon numerosas flechas, solo unos pocos hombres cayeron de las sillas de montar y los demás no tardaron en dejar atrás el sitio peligroso. Un momento después vieron que más allá había unos cuantos caballos enjaezados al estilo sarraceno.
Abdul había dejado seis guardias junto a los animales, pero estos no llegaron a alzar los arcos o desenvainar las espadas, porque los francos se abalanzaron sobre ellos con mucha rapidez.
Konrad asestó un lanzazo al primero, soltó la lanza y cogió la espada, pero no la necesitó porque sus hombres ya se habían ocupado de los otros cinco guardias.
—¡Vamos, coged a los caballos! ¡Y después huyamos sin demora antes de que los otros sarracenos bajen de la montaña y puedan disparar sus flechas! —gritó Konrad.
Rado y Just cogieron dos pares de riendas y las sujetaron a sus sillas de montar; ambos sonreían: como cabecilla, los animales correspondían a Konrad como botín. Los demás caballeros armados también sujetaron las riendas de los caballos sarracenos; como eran al menos cincuenta yeguas, necesitaron la ayuda de algunos escuderos. Los demás desmontaron y expoliaron a los sarracenos muertos. Casi con la misma velocidad, volvieron a montar para seguir a sus amigos, que avanzaban con rapidez, y pronto todos dejaron atrás el lugar de la emboscada.
Abdul
el Bereber
echó a correr más rápido que nunca, pero él y sus hombres llegaron demasiado tarde: ya no quedaba ni un caballo en el lugar donde los habían dejado, en cambio allí yacían seis cadáveres a los que les habían quitado las armaduras y parte de la ropa.
Al ver la escena, el segundo de Abdul arrojó el arco al suelo.
—¡Ahora dime a quién le quitó el juicio Alá, pedazo de imbécil! —le gritó a Abdul.
Este se convirtió en el blanco de las miradas acusadoras de los demás. Sus hombres maldecían a los francos, lloraban la muerte de sus amigos y se apiñaban cada vez más en torno al que había criticado a Abdul.
Este último comprendió que solo necesitaban un motivo mínimo para empezar a pedirle cuentas por el fracaso. En todo caso, Abdul no estaba dispuesto a dejarse despedazar por su propia gente. Antes de que alguno de ellos pudiera reaccionar, desenvainó la espada y, de un único golpe, le cortó la cabeza a su subordinado rezongón.
Tras dirigir un rápido vistazo a la cabeza que salió rodando, dedicó una mirada retadora a los demás.
—¡El emir me encargó que no perdiera de vista a los francos! Quien lo olvide, probará la ira de Abderramán. Además, el espía Saíd me mintió. Dijo que treinta francos habían emprendido la expedición, pero nos enfrentamos a más del doble y encima estaban advertidos. ¡Le preguntaré cuánto oro franco recibió a cambio y después lo castigaré!
Más que convencimiento, las palabras de Abdul expresaban apuro, pero no dejaron de tener efecto. Los hombres intercambiaron miradas, apartaron las manos de las armas y lo contemplaron.
—¿Qué haremos ahora?
—Maldecir a los francos y después marchar hacia el sur a fin de conseguir nuevas cabalgaduras. Hemos de darnos prisa y recorrer senderos secretos, porque si los infieles vascones o astures notaran nuestra presencia, no nos quedaría más remedio que luchar, y a pie no lograremos salir airosos. Los habitantes de estas montañas fueron concebidos por cabras, no por hembras humanas, puesto que son capaces de superar quebradas y laderas rocosas que nosotros no podemos escalar.
—Preferiría seguir a los francos y recuperar nuestros caballos —objetó uno de los hombres.
Abdul señaló en la dirección que había emprendido el enemigo.
—¡Entonces vete! No te detendré. ¡Antes de que puedas llamar a Alá, la gente de Rodrigo te habrá enviado a la
dschehenna
!
Tras dichas palabras ya no hubo más réplicas y los sarracenos siguieron a Abdul hacia el sur. Pero en el corazón del bereber ardía el odio por el cabecilla de los francos que lo había engañado de un modo tan humillante y se juró a sí mismo que se haría con el bellaco y lo haría morir mil muertes.
Zaragoza
La dama era tan gorda como desvergonzada. Aunque Konrad supo reconocer los rastros de su antigua belleza, en ese instante parecía una vociferante vendedora de mercado. Sus ojos lanzaban chispas y de su boca las palabras brotaban con tanta rapidez que incluso alguien que comprendiera su lengua apenas habría entendido la mitad. Konrad solo captó unos fragmentos.
—… no… medios… sequía… el rey… impuestos… nada…
Al tiempo que intentaba descifrar el torrente de palabras, Konrad comprobó atónito que Urraca, la esposa del conde Rodrigo, ni siquiera necesitaba tomar aliento al hablar, pero el semblante de la mujer le reveló lo más importante: allí no obtendrían alimentos ni ayuda.
Él y sus caballeros habían alcanzado el castillo del conde el día anterior, pero fueron rechazados ante las puertas de la fortaleza. Solo a la mañana del día siguiente les franquearon el paso a Konrad y a dos de sus guerreros y les permitieron hablar con la condesa. Pese a ello, su grupo se vio obligado a seguir acampando al aire libre y los astures ni siquiera tuvieron la cortesía de enviarles algo de comida. Por suerte habían encontrado provisiones en las alforjas de los caballos de los sarracenos; los alimentos les resultaron extraños al paladar, pero al menos les permitieron llenar el estómago.
También les habían negado agua para beber, así que tuvieron que exigirla desenvainando las espadas. Por ese motivo, doña Urraca se quejaba de la conducta de los francos, y ello a pesar de que ninguno de los suyos había sufrido ni un rasguño. Debido a ello, Konrad se preguntó amargamente qué valor tendría la alianza forjada entre el rey Carlos y el rey de Asturias.
—¡Abandonaréis nuestras tierras lo antes posible y dejaréis de fastidiarnos!
Por una vez, Urraca habló tan lentamente que Konrad comprendió lo que decía. Se sintió satisfecho de haber empezado a dominar la lengua de la España cristiana. Ninguno de sus caballeros la comprendía, por eso había dejado a Just con ellos y ahora solamente podía contar con sus propios y escasos conocimientos.
Cuando Urraca se inclinó hacia atrás respirando entrecortadamente, Konrad volvió a dirigirse a la dama y se esforzó por hablar con la mayor claridad posible.
—Rolando, mi señor, me ordenó que no regresara a Pamplona sin provisiones. Si vos os negáis a proporcionármelas, habré de seguir cabalgando hasta encontrar a vuestro rey.
—Mi hermano se encuentra en Galicia para sofocar un levantamiento del rebelde Mauregato y no tiene tiempo de ocuparse de un muchacho.
Konrad se ruborizó por la ofensa. Solo la idea de hallarse frente a la madre de Ermengilda impidió que le pagara con la misma moneda y sintió alivio al constatar que la hija mayor de Urraca no se parecía a su madre. En cambio, la niña pequeña que se asomaba a la puerta con expresión curiosa y que iba vestida como una dama tenía los cabellos de idéntico color que la dueña del castillo y sus mismos ojos oscuros.
Sin embargo, Konrad no había acudido allí para contemplar mujeres y niños, sino para cumplir con un encargo. Dado que doña Urraca no estaba dispuesta a proporcionarle nada, se vería obligado a marchar con las manos vacías. Las provisiones de la aldea habían sido transportadas al castillo y para atacarlo habría necesitado un gran ejército.
—¿Qué está diciendo? —preguntó uno de los hombres que lo acompañaban—. ¿Obtendremos provisiones?
—Habla de una sequía, de que ellos mismos no tienen bastante comida y de que el rey se encuentra en el otro confín del reino luchando contra unos rebeldes.
—¡Eso de las provisiones es mentira! —exclamó el hombre, indignado—. Antes, cuando cruzamos el patio del castillo, eché un vistazo a los graneros: estaban llenos de cereal y también vi numerosos jamones colgados a secar. Opino que deberíamos dejarnos de tantas monsergas y apoderarnos de todo ello.
—Quiénes, ¿nosotros tres? —contestó Konrad en tono de amarga ironía—. Olvidas que nuestros hombres están acampados en el exterior del castillo y que no pueden ayudarnos a luchar contra la gente de la condesa.
—¡Maldición! ¿Y entonces qué haremos? —preguntó el otro.
—De momento nos despediremos de esta horrible mujer y emprenderemos el regreso.
Konrad estaba enfadado: la verborrea de Urraca le había impedido hablar de Ermengilda, así que esbozó una reverencia e indicó la puerta.
—Ahora tendréis que disculparnos. Nos espera un largo camino —dijo, antes de volverse para abandonar la sala con paso firme.
Sus dos acompañantes lo siguieron con la mano apoyada en la empuñadura de la espada. Urraca los siguió con la mirada y se preguntó si habría actuado correctamente. En efecto, antes de partir su esposo le ordenó que rechazara a los francos en nombre del rey, pero en ese momento tanto Rodrigo como el hermanastro de Urraca estaban lejos. Si a los francos se les ocurría someter a una parte de la España cristiana antes de emprender la campaña militar contra los sarracenos, sus tierras y su castillo serían las primeras víctimas.
Konrad abandonó el castillo de Rodrigo y se dirigió al prado donde sus hombres habían montado el campamento. La expresión de su rostro era de una dureza inhabitual y mostraba una determinación absoluta. Llamó a los guerreros y les dijo que ensillaran los caballos.
—Regresamos junto a Roland.
—¿Sin provisiones? —exclamó uno—. Eso no le agradará en absoluto.
Konrad lo agarró del brazo y lo obligó a volverse para que viera los guerreros apostados en las murallas.
—¡Si tienes un plan para atacar el castillo, escúpelo!
—Pero no podemos atacar a los astures. El rey lo prohibió, y también Roland —contestó el otro, desconcertado.
—Me alegro de que lo comprendas. Y ahora ensilla tu caballo —dijo Konrad, quien se alejó y ayudó a Rado a ensillar sus propias cabalgaduras, así como las dos yeguas sarracenas. Aunque hervía de ira, reflexionó sobre los pasos que daría. Era un franco, y no permitiría que lo echaran como a un perro. Si bien era cierto que no había obtenido nada en el castillo, entre tanto había descubierto el alcance del poder de Rodrigo, así que se aprovisionaría de camino, en cualquiera de las aldeas.