Konrad ni siquiera se molestó en darle las gracias: tenía demasiada prisa por alcanzar dicho bosque.
En el bosque apenas quedaban arbustos y matojos, y los árboles que no habían sido talados carecían de ramas puesto que los cocineros del ejército las utilizaban para encender el fuego, así que Konrad no tardó en descubrir a Ermengilda: estaba apoyada contra un tronco, charlando con Philibert.
Cuando este oyó los pasos de Konrad, se volvió y dijo:
—Ya me han dicho que habías vuelto.
Parecía irritado porque Konrad había interrumpido la conversación con la muchacha, pero la expresión de este se volvió todavía más sombría que la de su camarada.
—He de saludar a Ermengilda de parte de su madre. —Era mentira, pero Konrad partía de la idea de que si hubieran hablado de ella, doña Urraca le habría transmitido saludos para su hija.
—¿Has visto a mi madre? ¿Qué te dijo? —Ermengilda se acercó a Konrad y lo cogió de la mano, avivando los celos de Philibert.
—¡No habrá comprendido gran cosa, dado que no domina vuestra lengua!
Konrad lo fulminó con la mirada.
—En las últimas semanas he procurado aprender la lengua de la región y a mantener una conversación.
Ermengilda notó la creciente animadversión entre ambos jóvenes e intervino.
—¡No discutáis! Quiero saber cómo se encuentran mis padres.
—Lamentablemente, el conde Rodrigo no estaba presente y tampoco averigüé dónde se encuentra en la actualidad. Pero tu madre me recibió. Parecía encontrarse bien; se ha vuelto un tanto fornida, pero se nota que sin duda fue una mujer hermosa. El parentesco entre vosotras dos es evidente.
El cumplido solo provocó la sonrisa de Ermengilda: sabía que no se parecía a su madre en absoluto.
—¿También viste a mi hermana?
—Sí —contestó Konrad—. Aún es muy pequeña y seguro que nunca será tan bella como vos.
El joven guerrero estaba tan nervioso que sin darse cuenta pasó del tú al vos, pero Ermengilda no pareció notarlo: quería saber todo lo ocurrido en el castillo de su padre.
Eso lo puso en un apuro: a excepción de los insultos que doña Urraca le había proferido no había nada que contar, así que Konrad habló del paisaje y del estilo arquitectónico del castillo, que le habían resultado curiosos, y acabó diciendo que esperaba luchar muy pronto contra los sarracenos junto a su padre. Dado que durante las últimas semanas Ermengilda había permanecido al margen de los acontecimientos políticos, asintió entusiasmada. Albergaba la esperanza de una convivencia pacífica entre Asturias y Franconia que le permitiera regresar a su tierra natal. Su anhelo de abandonar el campamento era al menos tan intenso como en el caso de Maite, pero a diferencia de la vascona, no pensaba en huir.
Philibert habría preferido volver a llevar la voz cantante en la conversación, pero entonces apareció el hermano Turpín y se detuvo ante Ermengilda. Su rostro expresaba benevolencia, pero también una extraña satisfacción, que fue en aumento en cuanto empezó a hablar.
—Perdona la interrupción, hija, pero el conde Eward, tu esposo, desea reunirse contigo.
—Pero si me expulsó de su tienda… —empezó a decir Ermengilda, aunque enseguida se interrumpió. Aun cuando el rechazo de Eward la avergonzaba, no era un tema apto para los oídos de ambos jóvenes, así que se despidió de Konrad y Philibert presa de la confusión y fue en pos de Turpín a través del campamento como una condenada a muerte.
A su vez, Konrad y Philibert los siguieron a ambos a fin de evitar que soldados borrachos se acercaran demasiado a la joven. Pronto descubrieron a diversos miembros de la guardia real que parecían estar allí por casualidad, pero que en realidad habían recibido órdenes de abrir paso a Ermengilda y su acompañante.
—¿Qué querrá Eward de ella? —preguntó Konrad dirigiéndose a su amigo.
Philibert se encogió de hombros y se mordió el labio.
—Quizás el rey lo regañó y le ordenó que volviera a acoger a Ermengilda en su tienda e hiciera lo que todos los esposos han de hacer con sus mujeres.
El recuerdo de la escena en la que Eward se ofreció a Hildiger como si fuera una mujer se había grabado a fuego en su cerebro y la idea de que ese pervertido tocara a Ermengilda y la montara, mientras que él bebía los vientos por ella, le revolvió las tripas.
—Quieres decir que él la… —Konrad enmudeció.
Al ver el semblante furibundo de Philibert, comprendió que su amigo sentía lo mismo que él. Ambos se consumían de deseo por la inalcanzable y hermosa joven y en adelante debían procurar no hacer nada que dañara a la dama o a ellos mismos.
Philibert le pegó un codazo y señaló un lugar donde habían montado pequeñas tiendas y sencillas chozas de ramas y hojas.
—¿Qué opinas? ¿Vamos con las putas a ver si hay alguna que nos guste? ¡Necesito una mujer, de lo contrario me volveré loco!
Lo único que quería era invitar a la primera barragana que encontraran a acompañarlo y después emborracharse hasta perder el sentido, porque creía que de lo contrario la vida se volvería intolerable.
Turpín empujó a Ermengilda al interior de la tienda de su esposo. La idea de que Hildiger estuviera presente la horrorizaba, pero para su gran alivio, solo se encontró con Eward.
Él estaba de pie junto a una cama que parecía demasiado lujosa para una campaña militar, con la vista clavada en el vacío. La manta con la que solía cubrirse había sido reemplazada por una sábana blanca de hilo y Ermengilda sintió una punzada en el estómago cuando comprendió su significado: al parecer, el rey había ordenado a su pariente que consumara el matrimonio con ella. Y eso era precisamente lo último que ella deseaba.
Miró en torno con desesperación buscando una salida, pero estaba atrapada. Entonces le llamó la atención la jarra de vino de la que por lo visto Eward ya había dado buena cuenta, puesto que se tambaleaba y le costaba mantenerse en pie. Indicó la cama con gesto violento y dijo:
—¡Quítate la ropa y túmbate ahí!
Aunque Ermengilda habría preferido echar a correr gritando, soltó los lazos de su vestido hasta que este se deslizó de sus hombros y se encontró frente a Eward solo envuelta en su camisa. Cuando Eward le indicó que se desnudara del todo, se quitó la camisa por la cabeza y se cubrió el pubis y los pechos con las manos.
Él ni siquiera la miró, se limitó a olisquear.
—Te apesta la entrepierna. ¡Allí hay agua, haz el favor de lavarte!
Ermengilda hubiera querido gritarle a la cara que seguramente su orificio femenino apestaba menos que el que él le había ofrecido a Hildiger, pero su educación la obligaba a obedecer a su esposo y someterse a su voluntad sin protestar, así que se dirigió con aire abatido a la jofaina que descansaba sobre una mesilla plegable y empezó a lavarse de espaldas a Eward. Al mirar por encima del hombro, comprobó que él le contemplaba el trasero con interés y durante un instante temió que la agarrara y le hiciera lo mismo que Hildiger le había hecho a él. Se volvió con rapidez y le presentó los pechos y el triángulo rubio y rizado de su entrepierna.
Casi resultaba ridículo ver cómo apartaba la cara, asqueado. Su deseo —si es que lo había experimentado— se esfumó y cogió la copa de vino para beber un trago. Ermengilda consideró que un poco de vino también la ayudaría a ella a soportar los momentos siguientes y buscó una copa, pero la única que quedaba todavía contenía un resto de vino y sospechó que Hildiger había bebido de ella.
Como no quería pedirle su copa a Eward, se llevó el pico de la jarra a la boca, que por suerte solo estaba llena hasta la mitad, así que pudo sostenerla con ambas manos. Mientras bebía, rogó en silencio a la Virgen María que la ayudara y la protegiera ante lo que le esperaba.
Un poco de vino se le derramó por el cuello y se deslizó hasta su pecho derecho. Tal vez otro hombre le habría besado el pecho, pero Eward le tendió un paño.
—Límpiate y túmbate para que podamos poner fin a este asunto de una vez por todas.
«¡Menuda noche de bodas!», pensó Ermengilda. Iba acorde con la espantosa ceremonia nupcial celebrada hacía ya varios días. ¿Por qué el destino la trataba tan mal? Se veía obligada a entregarse a un hombre que la asqueaba porque ese matrimonio suponía el bienestar de su familia y de toda Asturias.
Se tendió en la cama suspirando y se acurrucó como una niña pequeña.
—¡Así no puedo! ¡Has de tenderte de espaldas y abrir las piernas!
Eward bebió otra copa más, se desnudó y se acercó al lecho.
Ermengilda constató que era un hombre apuesto, bien desarrollado, de abundantes rizos rubios y rasgos agradables, pero que ahora expresaban casi la misma desesperación que la suya. Durante un momento incluso se compadeció de él, pero después se le ocurrió que la que daba pena era ella y los ojos se le llenaron de lágrimas. Entonces pensó en Philibert, que la consideraba una mujer deseable y que de haberse hallado en esa situación, seguro que no se habría limitado a montarla solo por cumplir con un deber. Y Konrad tampoco lo habría hecho, sino que la habría amado y respetado, tal como le correspondía a una mujer de sus orígenes. Para no sumirse en su dolor, cerró los ojos y se aferró a la imagen de ambos jóvenes, cada uno de los cuales la amaba a su manera.
Por eso no notó que Eward permanecía de pie junto a la cama hecho una lástima. Sabía que el rey quería ver consumado el matrimonio ese mismo día y, desesperado, tironeó de la cosita dormida que le colgaba entre las piernas y procuró pensar en su amado, desnudo tal como Dios lo trajo al mundo. Pero como siempre adoptaba un papel pasivo, le costó tomar la iniciativa.
Tras grandes esfuerzos, logró que su miembro se endureciera un poco, pero temiendo que este no tardaría en volver a ablandarse, se subió a la cama, se tendió encima de la joven hundiéndola en el colchón y, tanteando, buscó el sitio donde debía introducirlo para acometer con violencia.
Al ser desflorada de un modo tan brusco Ermengilda soltó un grito y le suplicó a la Virgen que hiciera que todo pasara lo antes posible.
Entre tanto, Eward se percató de que su miembro se endurecía más y más y que sentía un hálito del placer que experimentaba con Hildiger, así que soltó un suspiro de alivio cuando tras un leve tirón en las entrañas, eyaculó entre las piernas de Ermengilda.
No permaneció tendido encima de ella ni un solo instante más del estrictamente necesario y luego, presa del asco, bajó la mirada: la sangre que brotaba de la vagina de Ermengilda le manchaba el pene y el vello púbico.
—¡Cúbrete! —gruñó, dándole la espalda. Cogió la jarra de vino con manos temblorosas, llenó su copa y bebió como si se muriera de sed.
Mientras tanto Ermengilda cogió uno de los paños dispuestos para tal fin y lo presionó contra su regazo. El cuerpo le ardía y las lágrimas le bañaban la cara. Entonces comprendió cómo debió de sentirse Ebla cuando la llevaron con el rey Silo como si fuera una yegua y se avergonzó de haberle preguntado los detalles de lo ocurrido. Jamás podría decirle a nadie lo que Eward le había hecho ni lo que ella había sentido.
Entonces comprobó aliviada que poco a poco dejaba de sangrar. Se puso la camisa y el vestido, sin sujetar los lazos, y se dispuso a abandonar la tienda.
Entonces Eward dio media vuelta.
—¿Qué haces?
—Deseo regresar a mi tienda.
—¡Ni hablar! —exclamó él, soltando una amarga carcajada—. Te quedarás aquí, en mi tienda. El rey así lo quiere. Dispondrás de tu propia cama y haré que cuelguen una cortina para dividir la tienda en dos partes. Además, has de escoger una criada que te sirva.
—¡Entonces quiero que sea Maite! —Pero en cuanto lo hubo dicho, pegó un respingo. ¿Qué diría la vascona si de repente le imponía deberes de criada? ¿Acaso no creería que se trataba de una venganza? En realidad, si había pronunciado el nombre de Maite era solo porque se trataba de la única mujer del campamento en quien creía poder confiar.
—Haré que vayan a buscarla. Pero que no se interponga en mi camino… —«Y tú tampoco», añadió Eward para sus adentros. Luego echó un vistazo a la cama y descubrió la gran mancha roja en la sábana. Aunque se estremeció al verla, no dejó de soltar un suspiro de alivio.
—Espero que el rey se conforme con esta señal visible de que hemos cumplido con nuestro deber.
Pero en realidad sus pensamientos giraban en torno a Hildiger, a quien había engañado acostándose con Ermengilda, y al pensar en la ira de su amado se echó a temblar.
Al menos de momento, la preocupación de Eward resultaba completamente innecesaria, porque en aquel preciso instante dos de los bretones de Roland se acercaban a Hildiger.
—¡El prefecto desea verte!
El joven frunció el ceño.
—Mi señor es el conde Eward y solo él tiene derecho a mandarme llamar.
—En esta campaña Eward no es nada más que un subordinado del prefecto Roland, así que obedecerás sus órdenes como si procedieran de tu… conde —contestó el bretón, tragándose otro término.
Al ver que Hildiger no parecía dispuesto a seguirlos, ambos lo agarraron de los brazos y se lo llevaron.
—¿Qué significa esto? —protestó el amante de Eward, tratando de zafarse, pero solo consiguió que lo sujetaran con más fuerza.
Aún peor que la humillación fueron las carcajadas de los guerreros que lo acompañaban; ni siquiera algunos de los hombres de Eward lograron disimular la risa. Estos ya habían soportado cantidad de comentarios irónicos, y nunca habían osado decir ni una palabra en contra de Eward o Hildiger; en cambio ahora comprobaron que para el compañero de armas de su jefe habían cambiado las tornas.
Quien también lo comprendió fue Hildiger, que maldijo la llegada del rey en silencio, puesto que tras esta el temor ante el futuro no había dejado de martirizarlo, dado que Eward era un mandilón que jamás lograría imponerse frente a su pariente real. Seguro que se dejó convencer de montar a la vaca astur y si Carlos insistía, también se separaría de él.
Entre todos los hombres que rodeaban a Eward, Hildiger fue el único que se dio cuenta de su preferencia por los hombres y decidió aprovecharla. Para alcanzar lo que se proponía no tuvo inconveniente en soportar las burlas de quienes se mofaban de su íntima relación con el hermanastro del rey. El origen de Eward lo predestinaba a ocupar un puesto elevado en el reino, pero el inmaduro muchacho era incapaz de cargar con las responsabilidades y de cumplir con los deberes correspondientes a un puesto relevante, así que Hildiger planeó ejercer el poder en lugar de Eward.