Es alguien que te conoce mejor que tú mismo.
Alguien que te salvó la vida en el pasado.
Alguien que puede volver a salvarla.
Acto seguido, adjuntó una fotografía que confirmó mis sospechas. Al ver aquella veinteañera de coletas azules —a juego con sus ojos— y cara algo demacrada recordé, como en el túnel final de la muerte, todos los líos que me había causado durante mi investigación sobre Einstein.
La hermana —y rival— de Sarah se hallaba al acecho para ocasionar nuevos problemas:
¿Lorelei?
Dime, cielo.
¿Desde cuándo tienes mi número? ¿Qué diablos quieres?
Tras unos segundos en suspenso, volvió a la carga:
Busco la luz. Igual que Marcel. Igual que tú. Igual que todos.
Estoy aburrida en Katmandú, por extraño que suene.
¿Tienes planes para esta noche?
¿Cómo es que conoces a Marcel? ¿Qué diablos haces aquí? ¿Sabe Sarah que vas tras nuestros pasos?
Como toda respuesta, Lorelei envió una foto en la que se acercaba el índice a su nariz respingona. Aquello quería decir chitón, no digas nada. Para aumentar mi estupor, la hermanastra doce años más joven que mi compañera lanzó el mazazo definitivo:
Trabajo directamente para Marcel, no como vosotros.
No digas tonterías, Lore. ¿Qué sabes tú de este asunto? Marcel Bellaiche está muerto.
¿Cómo puedes estar tan seguro? ¿Has visto el cuerpo?
Un escalofrío me atravesó el espinazo. Aunque había leído en Barcelona la noticia de su muerte, la posibilidad de que Sarah y yo hubiéramos sido engañados desde el principio se abrió como un precipicio ante mis pies.
Como si pudiera contemplar de algún modo su triunfo, Lorelei escribió a continuación:
Seguro que ahora quieres salir conmigo esta noche, ¿verdad, cielito? Sé muchas cosas que tú desearías conocer, pero sólo te las contaré si haces méritos para ello. Te espero aquí en una hora: Yak Café, Thamel, Katmandú.
La cita se había fijado en un restaurante de Kwa Bahal, en el extremo sur del céntrico barrio de Thamel. Eran las diez de la noche cuando atravesé una verja verde para entrar en un local oscuro y concurrido.
Busqué a Lorelei entre las mesas llenas de nepalís quemados por el sol, occidentales barbudos y chicas atléticas con aspecto de alpinistas, lo que me hizo pensar que aquél era un punto de encuentro de trekkers y sherpas. Entre el humo que llenaba el Yak Café y la escasa iluminación, tardé un rato en descubrir a «Deep Light» en una mesa bajo un gran retrato del Dalai Lama.
—
Tashi delek
—dijo con una sonrisa pícara—. Es el saludo tibetano, aunque significa «Buena suerte».
Mientras tomaba asiento, me fijé en los cambios que se habían producido en la hermana de Sarah desde la última vez que la había visto, más de un año atrás, en Cadaqués. Seguía llevando las coletas azules tiesas, a lo Pippi, y una camiseta de Joy Division con el lema
Unknown Pleasures
bajo lo que parecía una temblorosa cordillera.
—¿Me estás mirando las tetas?
—Miro la portada de Joy Division —dije sin ceder a su provocación—. Parecen montañas superpuestas.
—Es un pulsar, imbécil. Esta imagen la eligió para el disco el guitarrista de la banda. La sacó de una enciclopedia de astronomía.
—No estoy doctorado en rock alternativo, listilla. Y tampoco he salido de un hotel de cinco estrellas para que un petardo como tú me insulte. ¿Qué diablos quieres? Deberías seguir leyendo a Cortázar y dejarme en paz.
Lorelei exhibió una sonrisa beatífica que dejó a la vista una dentadura perfecta. Bajo aquella imagen de muñeca punk, yo sabía que se ocultaba una psicópata capaz de liquidar a cualquiera que le estorbara. Era el resultado de una familia suiza —el padre de Sarah se había vuelto a casar en Lausana— demasiado mayor y acomodada para querer enterarse de las tropelías de su hija. Preferían mantenerla alejada, procurándole los fondos necesarios, y recibir noticias falsamente tranquilizadoras de vez en cuando.
—¿Qué edad tienes ahora? ¿Veinte? ¿Veintiuno?
—Eso no es asunto tuyo.
Antes de que pudiera pedir nada, un pequeño camarero puso una fuente de
momos
—los raviolis tradicionales tibetanos— y un brebaje que luego supe que era
tongba
, cerveza caliente de mijo.
El sabor no era tan horrible como me esperaba, y encontré aquellas empanaditas fritas ciertamente deliciosas. Tras dar buena cuenta de ellas, empecé mi interrogatorio.
—Así que trabajas para Marcel Bellaiche. ¿Puedo saber dónde y cuándo le conociste?
—No le he visto nunca.
—Ajá, ya sabía yo que tu mensaje era un farol. ¿Cómo puedes decir que está vivo alguien a quien ni siquiera conoces?
—Hay muchas maneras de estar vivo.
Dijo eso con media sonrisa enigmática, antes dar un buen trago a su vaso de
tongba
. Luego se limpió los labios con la servilleta de tela y prosiguió:
—El mundo virtual ha complicado tanto las cosas que uno ya no puede ni morirse, porque sigue existiendo en la red. A no ser que contrates una empresa para que borre tu rastro, tu fantasma te sobrevivirá en Facebook o en la red social de moda el día que te mueras.
—¿Me estás diciendo entonces que éste es tu trabajo? —pregunté asombrado—. No sabía que Marcel tuviera un Facebook. ¿Quién te ha pedido que…?
De repente se encendió en mi cabeza la estantería virtual que había aparecido, de un día para otro, en la página web creada por Bellaiche. Tuve la certeza de que la loca del pelo azul era la autora de «El misterio de los lamas tibetanos».
—¿Has visto levitar a algún lama? —le pregunté socarrón.
—Todavía no, pero no dudo de que eso sea posible —dijo ofendida—. Pienso viajar al Tíbet después de hacer el trekking del campo base del Everest. Diez largos días de marcha entre precipicios. Salgo mañana con un grupo de austríacos, así que sólo tenemos esta noche para acostarnos. Mi hotel está en esta misma calle, aunque no me importaría que rompiéramos tu cama del Hyatt Regency.
Tuve que contener un ataque de risa, a la vez que me proponía sacarle toda la información posible a aquella chiflada. El exceso de tiempo y dinero, junto con la rivalidad con su hermana, la habían llevado a enterarse de aquel fúnebre proyecto.
—Ya hablaremos de eso. Antes quiero saber cómo has conseguido las claves para meterte en la página web de un tipo que murió a miles de kilómetros de aquí. También me dirás cómo has sabido de nuestra llegada a Katmandú.
—Simón me tiene informada de todo.
Aquel nombre cayó sobre la mesa del Yak Café como un mal fatuo. Lorelei notó que estaba ansioso y añadió:
—Casualmente estaba en casa de mi hermana, en París, el día que ese abogado llamó para liarla contigo a perder el tiempo. El número quedó grabado en el móvil de Sarah, así que sólo tuve que llamar para ofrecerme como «agente libre» o algo así. Le dije que en vuestra anterior desventura os había salvado la vida a ambos y podía haceros de guardaespaldas.
—Vas a sernos muy útil desde el Everest. —Reí—. Me siento protegido sólo con saber que estarás en el campo base.
—Cállate, imbécil. Me pidió que os dejara hacer vuestro trabajo y que le informara de todo lo que fuera sucediendo. A cambio, yo podría estar al corriente de vuestros desplazamientos y estancias siguiendo el rastro de la tarjeta de crédito que él entrego a Sarah. Ése es un mapa de ruta que nunca falla.
Tragué con dificultad el poso de cerveza de mijo y pedí otra, mientras una fuente de
momos
, ahora con vegetales, aterrizaba sobre nuestra mesa.
—Me parece estúpido por su parte que te haya permitido ser nuestra sombra. ¿Y qué aportas tú a esta misión suicida?
—Simón me ha puesto al cargo de la página web. Es un trabajo no remunerado, eso sí. Incluso pago de mi bolsillo los viajes y hoteles. También esta taberna, así que ya me puedes dar las gracias:
To chi chié
en tibetano.
—Vamos a ver… —traté de aclararme—, Marcel Bellaiche creó esta página web con los siete faros espirituales, un juego de niños donde hay que escribir cada nombre para recibir su mensaje. Tú has añadido un artículo de motu proprio, sin que nadie te lo haya pedido, ¿verdad?
—Correcto, tengo alma de guionista, igual que tú. Esta página web me parecía demasiado sosa, necesitaba un poco de magia. Simón no se ha quejado en ningún momento —dijo orgullosa.
—Dudo que entre nunca. Y puesto que no te ha encargado que redactes nuevos contenidos, sigo sin saber por qué te ha pasado las claves.
Lorelei se metió la camiseta de Joy Division dentro de los tejanos para que dibujara mejor sus pechos, libres de cualquier sujetador. Luego se retocó el carmín de los labios y dijo:
—La página web de la luz de Alejandría no está cerrada. Los siete faros son sólo la presentación de lo que va a ser el verdadero mensaje. Algo gordo. Mi misión como webmaster es instalar esa novedad cuando llegue la hora. Entonces se liará parda.
Respiré hondo ante las nuevas complicaciones que se perfilaban en el horizonte.
—¿Y tienes fecha para lanzar ese mensaje? ¿Sabes ya cuál es? Supongo que es algo que dejó escrito el muerto antes de terminar sus conclusiones sobre los iluminados.
Los ojos azules de Lorelei brillaron en la penumbra de la taberna antes de decir:
—No tengo aún esa revelación. Te corresponde a ti entregármela.
Continuamos la noche en su habitación ya que, terminada la cena, Lorelei se negaba a hablar en otro lugar. Tras subir las estrechísimas escaleras de un Youth Hostel del Thamel, la chica de las coletas azules abrió la única puerta del ático de la finca.
—Me encantan los hoteles baratos por toda la basura humana que atesoran en forma de recuerdos.
—No es una manera muy poética de decirlo —comenté mientras miraba inquieto una cama estrecha, tras la cual había un pequeño escritorio con un portátil desplegado y una silla arrimada a la ventana.
La noche de Katmandú llegaba con olor a incienso, junto con los cantos de pequeños templos que adquirían por la noche su máxima actividad. Oriente se colaba por la ventana para envolvernos en un halo de ritual y mística humanidad.
Decidido a no mandar ningún signo equívoco, ocupé la silla mientras Lorelei se arrancaba los pantalones sin ningún pudor. Acto seguido, ocupó el centro de la cama con una estudiada posición de loto.
Ahora que estábamos solos, su tono era más dulce que insolente, como si estuviera libre de la amenaza exterior que la impulsaba a marcar territorio.
—¿Ya has adivinado qué maestro se oculta detrás de cada faro? Vamos, es un juego de niños, tú mismo lo has dicho.
—Puedo imaginar quiénes son, pero ése es ahora mismo el menor de mis problemas. Ya he leído la síntesis del
Kybalion
, el
I Ching
y las cuatro nobles verdades. El resto puede esperar. Tenemos que seguir buscando en China. ¿Te veré por allí?
—Ya te he dicho que no. Quiero hacer el trekking al campo base. Me comunicaré con vosotros desde el Everest con ese ordenador y la conexión wifi de mi móvil. Vamos, te voy a decir quién hay en el cuarto faro. Corresponde al maestro Kong.
—No lo conozco —reconocí avergonzado—. ¿Es ése uno de los siete iluminados del mundo antiguo?
—Es el que menos me gusta, ya que me cargan los moralistas, pero en China es un maestro de primer rango. ¿Cómo puede ser que no lo conozcas? Acércate y te cuento sobre su vida.
Me trasladé junto a su cama con la silla.
En medio de aquel edredón raído, Lorelei parecía una Nina Hagen juvenil, una adolescente psicodélica que se resiste a madurar. Sus piernas desnudas en tijera, blancas y delgadas, no parecían capaces de soportar una marcha de diez días por el Everest, pero en cualquier caso era una buena noticia que no nos pisara los talones en China, me dije. Siguiendo unas notas incomprensibles, allí debíamos encontrar la revelación de Bellaiche, algo «gordo» que Lorelei publicaría en la página del muerto y que supondría un cataclismo.
Así era, al menos, como lo había presentado la hermanastra de Sarah, que empezó a hablar:
—El futuro maestro nació en el siglo VI antes de Cristo. Era hijo de un militar que le dejó huérfano a los tres años, aunque dicen que ello no afectó a su educación. Kong era adicto a ser abandonado, ya que a los diecinueve años se casó y su mujer le dejó tras darle un hijo. Inmune al desánimo, nuestro hombre empezó a ocupar cargos de responsabilidad hasta ser nombrado ministro de Justicia. Sin embargo, dimitió por diferencias de opinión con el príncipe regente en la provincia de Lu, de donde se acabó yendo.
—Como las galletas —intervine achispado por la cerveza tibetana—. Esta historia me suena.
—A los cincuenta años, Kong empezó a viajar a lo largo de China para instruir a los que quisieran oírle. Al principio eran pocos, pero pronto empezó a ganar fama de sabio y le reclamaban de todas partes. Era un gran defensor de las ideas y costumbres tradicionales que aún hoy perviven en la China más rural.
Mientras asistía a aquella inesperada clase introductoria, finalmente caí en la cuenta de quién era el maestro Kong.
—¿Estamos hablando de Confucio?
—Bingo, eres un poco lento de reflejos.
Kung-fu-tzu
significa «maestro Kong», y en Occidente derivó en Confucio.
Me fastidiaba que utilizara exactamente la misma expresión que su hermana para humillarme. No obstante, mientras repasáramos la vida del sabio chino, sin duda el cuarto faro, estaría a salvo de sus imprevisibles juegos.
—¿Quieres oír algo cachondo? —dijo Lorelei mientras se tensaba las coletas—. No sé si Confucio tuvo más hijos que el que te he dicho, pero hace poco se ha hecho un árbol genealógico para contabilizar a sus descendientes después de setenta y siete generaciones. ¡Dos millones de chinos proceden del padre Kong! ¿Qué te parece? Es como si toda la población de Barcelona procediera de un mismo tío, ¿no es gracioso?
—Debe de haber sido un trabajo descomunal realizar ese árbol —comenté sorprendido.
—Un trabajo de chinos, puesto que han averiguado el nombre y la fecha de nacimiento y defunción de cada uno de los dos millones de descendientes. El registro ha ocupado cuarenta y tres mil páginas repartidas en ochenta volúmenes.
—¿Y todo eso para qué?