Mientras los efluvios del whisky enturbiaban agradablemente mis sentidos, un doble pitido en mi bolsillo anunció la entrada de un mensaje.
Era un WhatsApp —mi smartphone se había conectado a la red del hotel— de un número de teléfono que no tenía en mis contactos. Firmaba como Deep Light y leí varias veces el mensaje sin entender nada:
Apenas él le amalaba el noema,
a ella se le agolpaba el clémiso
y caían en hidromurias, en salvajes
ambonios, en sustalos exasperantes.
Cada vez que él procuraba relamar
las incopelusas, se enredaba en un
grimado quejumbroso y tenía que
envulsionarse de cara al nóvalo…
Pedí un segundo whisky de malta y me dije que el emisor de este mensaje o bien estaba más borracho que yo, o bien era boicoteado por un corrector ortográfico fuera de madre.
Aunque tenía que tratarse de un error, no pude evitar escribir:
¿Quién eres?
Un globito del WhatsApp me indicó que el emisor había leído el mensaje. Sin embargo, no contestó.
Dos fuertes golpes perforaron la niebla de un sueño que había conciliado bien entrada la madrugada. Antes de que volvieran a llamar, vi en el móvil que eran casi las diez de la mañana.
Avergonzado, salté de la cama en calzoncillos y estuve a punto de perder el equilibrio camino de la puerta. Aún no había abierto cuando surgió la voz impaciente de Sarah:
—¿Qué diablos estás haciendo? ¿Tienes una chica en la habitación?
—Estoy solo —dije entreabriendo la puerta.
—Y borracho. Liwei está en la recepción. Hace un cuarto de hora que espera. ¿Estás sordo o qué? Llevo un buen rato llamando.
—Salgo en cinco minutos.
Después de una brevísima ducha de agua fría, me puse un pantalón de hilo y una camisa bastante decente. Luego me calcé y abandoné la habitación con una tormenta de truenos dentro de mi cabeza.
El profesor de la Universidad Americana que había alojado a Bellaiche era un doble casi perfecto de Lang Lang, el pianista de moda en China y en el mundo entero, sólo que más corpulento.
Llevaba el mismo pelo crespado y vestía una fina chaqueta a cuadros sobre camisa negra. Su mirada bajo las cejas pobladas demostraban un carácter decidido.
Mientras le daba la mano y le presentaba mis disculpas por el retraso, observé de reojo la admiración de Sarah. Sin duda, no se esperaba que el experto en
I Ching
fuera tan alto y sofisticado. Tampoco que fuera tan joven. Aparentaba diez años menos que Marcel y que yo mismo; quizás incluso menos.
Una vez en su coche, nos explicó en perfecto inglés que había nacido en Shanghái pero se había doctorado en Cambridge en sinología y algo más que no entendí.
—Soy menos joven de lo que parezco —dijo, como si me hubiera leído el pensamiento, mientras arrancaba un VW Beetle poco cuidado—. Voy para los cuarenta.
Aquella noticia activó un femenino resorte en Sarah que, desde el asiento del copiloto, encontró espacio para cruzar sus piernas interminables y dirigirle una mirada coqueta.
Pese a que nuestro cicerone giraba todo el rato la cabeza para incluirme en la conversación, sentí el aguijón de celos.
—¿Queréis que os dé una vuelta por Beirut antes de ir a casa?
—En realidad, hemos venido para otra cosa —dije antes de que la francesa me cortara.
—Queremos ver la ciudad, por supuesto.
Liwei pisó el acelerador y empezamos a bajar de nuestra exclusiva atalaya hacia los barrios más populosos del centro.
Tras cruzar una plaza donde se levantaban varios edificios antiguos reconstruidos, nuestro chófer dio un volantazo para meterse por callejuelas tomadas por el abandono y la degradación. Por todas partes colgaban fotografías de líderes religiosos con barba.
—Éste es uno de los barrios controlados por Hezbollah —explicó el doble de Lang Lang maniobrando con pericia—. Aunque no se vea, hay una frontera que los separa de los barrios cristianos, donde se consume alcohol sin parar y las chicas no se diferencian en nada de las de Londres o París, aunque son igualmente árabes. Esta noche os enseñaré algunos clubs.
—¿Ibas allí con Marcel? —le pregunté en un viraje hacia el tema que nos había llevado hasta allí.
El dandi chino levantó una ceja, sorprendido, antes de declarar:
—Jamás. No le gustaban esa clase de diversiones. Para sacarlo a cenar había que engañarlo con alguna revelación sobre el estudio que llevaba entre manos.
—¿Y cuál era ese estudio?
Mis esperanzas de sacar algo en claro de aquel viaje de repente habían remontado. Liwei sonrió tenuemente antes de explicar:
—Sólo compartí el apartamento un par de meses con él. Justo cuando le daba vueltas a una teoría estimulante, pero que no le llevó a ningún sitio. Partía de la idea de que la destrucción de la biblioteca de Alejandría no fue completa, ya que su pieza más codiciada, un disco de plomo con las últimas revelaciones de los siete grandes iluminados, fue rescatada durante el incendio… por la misma persona que lo provocó.
—Desde luego, es una hipótesis atractiva —intervino Sarah mientras el Beetle desembocaba en el mítico paseo marítimo: la Corniche—. Sigue, por favor.
—Esta pieza con la esencia de la sabiduría humana constituiría un «faro espiritual» que permanece oculto en un centro de poder del planeta. Según fuentes esotéricas, está custodiado en un lugar recóndito por el último superviviente de una civilización desaparecida milenios atrás en la Edad de Oro: los Hijos de la Luz.
—Suena de fábula —dije—. Demasiado bien, incluso.
—Una estupidez de las revistas y las páginas web new age —sentenció Liwei—. Tras rascar un poco en los datos históricos, Marcel enseguida se dio cuenta de que nunca existió algo así en la biblioteca de Alejandría. Es ideal para una película de Indiana Jones, pero ese disco de plomo estaba por crearse. Y de algún modo se puso a ello.
—¿Qué quieres decir? —pregunté, excitado, mientras el chino aparcaba ante un blanco bloque de apartamentos.
—El mito del disco le convenció de la necesidad de unificar la filosofía de los siete grandes maestros de la Antigüedad, lo que al parecer implicaba desentrañar una mentira que ha caído sobre todos ellos.
—Esto es más que interesante —repuso Sarah mientras salía del coche con su ceñida minifalda—. ¿De qué mentira se trata?
—Marcel nunca me lo dijo. Bueno, de hecho, desapareció de un día para otro. Por cierto, ¿dónde está ahora?
Sarah y yo cruzamos una mirada de complicidad. Nos bastó un segundo para acordar que era mejor que el anfitrión de Bellaiche no supiera nada sobre su final. En una hora de paseo en coche había soltado mucho más de lo que esperábamos descubrir en Beirut.
El ático de Liwei resultó ser un remanso de calma y buen gusto en medio del caos de la ciudad. Diseñado como un loft, en las paredes blancas había cuadros de artistas figurativos nada convencionales. A lo largo de aquel espacio diáfano había sillones de cuero, una gran mesa de trabajo y una cama doble separada del conjunto por un biombo.
Mientras Sarah y el anfitrión se dirigían a la terraza, me pregunté dónde habría dormido Bellaiche en aquel piso con una sola cama.
Al apoyarme sobre la baranda, no me pasó desapercibido el detalle de que Sarah había tomado la mano de Liwei, que en aquel momento dijo:
—La Corniche… El paseo marítimo de Beirut es el único lugar que reúne a musulmanes y cristianos. Cada noche terminan todos aquí. Unos beben alcohol ilegalmente en las terrazas mientras los cachorros de Hezbollah pasean con motos y disparan sus pistolas al aire.
—¿De verdad? —preguntó una Sarah cada vez más atraída por nuestro anfitrión.
—Aquí eso no tiene nada de raro. Lo único extraño es este mar inmenso que nos une a todos.
Pasamos un rato contemplando el mar y las destartaladas terrazas de la costa, animadas aquel mediodía por familias y grupos de amigos.
—Cada noche hay un follón insoportable —explicó el chino—. Además del ambiente de los bares, a los libaneses les gusta montarse la fiesta en el coche. Aparcan en plena Corniche y abren las puertas para que todo el mundo escuche su música. Canciones disco árabes. Algunos incluso ponen sillas en plena acera para apalancarse con los suyos. Por cierto, ¿os apetece una cerveza?
La mano de Sarah se despegó de Liwei al entrar en el loft, que quedó aislado del barullo exterior por un doble cristal.
Con un minúsculo mando a distancia, el anfitrión puso una pieza ligera a piano y bajo. Antes de que pudiera preguntarle de qué se trataba, sonrió serenamente y dijo:
—Es una melodía popular sueca,
Estrellas claras
, versionada por Jan Johansson. Era un pianista de jazz que curiosamente compuso la canción de Pippi Langstrump. Murió en 1968.
—No sólo te pareces a Lang Lang —me atreví a decir—, sino que también entiendes de música.
Sin perder el hilo de lo que le estaba diciendo, el profesor de la Universidad Americana fue a buscar tres cervezas Almaza. Las dejó sobre una mesa de cristal de forma caprichosamente irregular. Nos sentamos a su alrededor en pufs elevados.
—Entiendo sólo de aquello que me gusta. —Sonrió—. Aparte del
I Ching
, claro.
El tercer faro en la página web de Bellaiche volvió a iluminarse en mi mente. No dudé en disparar un par de preguntas que me vendrían bien para el informe, junto a lo que pudiera contar sobre Liwei.
—¿Quién fue el autor del libro de las mutaciones? ¿Es cierto eso de que es el libro más antiguo de la humanidad?
—Eso creemos los chinos, aunque puede haber libros anteriores que no hayan sobrevivido al paso del tiempo. Por cada obra que nos llega de esa época remota, cientos de joyas se han perdido para siempre —dijo con la pasión de un joven docente—. Si el
I Ching
ha sobrevivido es porque, de generación en generación, lo han consultado un montón de personajes prominentes.
—El mismo Mao Tse-Tung, tengo entendido —añadió Sarah.
—Entre muchísimos otros. Ha servido de guía incluso a John Cage para crear música aleatoria, o al coreógrafo Cunningham. Allí por donde lo abras, este libro siempre dice aquello que necesitas saber.
Liwei dio un buen tiento a su cerveza directamente de la botella. Parecía satisfecho de poder hablar de un tema que dominaba al dedillo.
—Por lo que respecta a la datación —siguió—, fuentes populares dicen que fue escrito por el «emperador amarillo», Fu Hsi, casi tres mil años antes de Cristo. Algunos estudiosos se remontan más atrás y afirman que el libro deriva de un ancestral método de adivinación del 5000 antes de Cristo, nada menos. ¿Queréis probar?
Nuestro anfitrión se llevó la mano al bolsillo y sacó seis monedas con un cuadrado perforado en el centro. Se las entregó a Sarah, que las vertió una tras otra sobre la mesa.
—Según sale un lado u otro de la moneda dibujamos cada vez una línea continúa o cortada —explicó Liwei garabateando sobre un papel que apoyaba en un grueso libro de tapas negras—. Empezamos por la línea de abajo y vamos subiendo hasta el sexto nivel. El resultado final es lo que llamamos hexagrama. Ya lo tenemos… el oráculo no se equivoca.
Mientras sus dedos de pianista buscaban en el libro la combinación de líneas seguidas y partidas en dos, prosiguió con tono didáctico:
—Los textos del
I Ching
son lo suficientemente abiertos para que cualquier consultante, también hoy en día, extraiga provecho. Sin embargo, el libro se fue completando con comentarios posteriores sobre estos oráculos. Hay dos autores del siglo IX e incluso algunos apuntes de Confucio, que dijo lo siguiente al final de su vida…
Antes de recitar de memoria, Liwei nos dirigió una sonrisa enigmática. Apuré mi cerveza de un trago y la dejé caer sobre la mesa. El agotamiento del viaje empezaba a pasarme factura.
El chino suspendió la mano en el aire con dramatismo mientras repetía las palabras de Confucio:
—«Si el cielo me pudiera dar otros cincuenta años de vida, los dedicaría al estudio del
I Ching
y quizás entonces aprendería a mantenerme alejado de los problemas».
Mientras Sarah contenía de manera torpe un bostezo, lamenté todo el tiempo que había pasado sin leer ese libro. Tal vez de haberlo hecho, como decía el sabio, habría evitado meterme en líos como el que nos había llevado a Oriente Medio.
—Aquí está el hexagrama. Podéis leerlo por vosotros mismos.
Me pasó el libro, editado por Richard Wilhelm, que para mi sorpresa estaba escrito en castellano.
—Lo tengo en media docena de idiomas. La edición de Wilhelm está considerada la mejor y más completa para el gran público. ¿No quieres leer el destino?
Hundí la mirada en aquella combinación de palitos y en el oráculo.
I Ching / El pozo de agua
Dictamen:
El pozo.
Puede cambiarse de ciudad,
más no puede cambiarse de pozo.
Éste no disminuye y no aumenta.
Ellos vienen y van y recogen del pozo.
Cuando casi se ha alcanzado el agua del pozo
pero todavía no se llegó abajo con la cuerda
o se rompe el cántaro, eso trae desventura.
Estuve un rato barajando interpretaciones para el dictamen que habían elegido azarosamente las monedas.
El pozo podía hacer referencia a la madre de todos los embrollos en los que me había metido: el faro junto al que había muerto Bellaiche. A fin de cuentas, había agua debajo. «El pozo».
La enseñanza de los siguientes dos versos estaba clara: «Puede cambiarse de ciudad, mas no puede cambiarse de pozo». Que me hubiera alejado del lugar del crimen —y de mi piso desvalijado— no significaba que el peligro hubiera dejado de existir. Si seguía tras los pasos de Marcel, antes o después toparía con el ejecutor.
«Éste no disminuye y no aumenta. Ellos vienen y van y recogen del pozo». El peligro era constante. «Ellos» seguían buscando lo que había descubierto el difunto. ¿Sería alguna clave contenida en el cuaderno de Alejandría? Parecía claro que Marcel había extraído algo del pozo, es decir, había sacado algo a la luz.
Entretenido por este juego de significados en el que las piezas parecían encajar, ataqué la parte final del dictamen: «Cuando casi se ha alcanzado el agua del pozo pero todavía no se llegó abajo con la cuerda o se rompe el cántaro, eso trae desventura».