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Authors: Álex Rovira,Francesc Miralles

Tags: #Intriga, #Histórico

La luz de Alejandría (12 page)

BOOK: La luz de Alejandría
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La era de los iluminados

Seguimos la noche en la calle Gemmayzeh, colapsada por hordas de cristianos árabes que entraban y salían de los bares y clubes. Las chicas llevaban modelitos de infarto y melenas sueltas hasta la cintura, en contraste con el estricto código de vestimenta de los colindantes barrios chiitas controlados por Hezbollah.

Tras escuchar en directo un par de canciones de una banda de punk libanesa, Liwei nos llevó a su local favorito, el Torino Express. Era un bar diminuto donde se congregaba el «ambiente» de Beirut con los más modernos de la colonia foránea.

La hora de las bebidas suaves había pasado, así que pedimos tres Jameson con hielo, la única manera de tragar un whisky
blend
para el gran público.

A mi lado, un afroamericano dejó sobre la barra la guía Lonely Planet de Siria y Líbano. Antes de preguntarle qué quería, el amanerado camarero tapó con un posavasos la palabra «Siria» de la portada.

Ante la sorpresa del estadounidense, el barman le explicó en un correcto inglés:

—Estamos hartos de que el país vecino se meta en nuestros asuntos. El ejército sirio estuvo muchos años en Líbano, como si fuera su casa, hasta que el asesinato de Hariri les puso en evidencia y tuvieron que largarse.

Devolví la atención a nuestro anfitrión, al cual Sarah prodigaba constantes mimos. Tal como ella había remarcado, Liwei respondía con educada distancia. Se dejaba hacer sin más entusiasmo, lo cual no demostraba que tuviera una relación íntima con Marcel Bellaiche.

Sin embargo, siguiendo el plan de mi compañera, había tragado suficiente alcohol para interrogarle sin demasiados miramientos.

Tampoco yo andaba muy fino, así que me limité a retomar torpemente la primera conversación que habíamos tenido en el coche aquella mañana. Parecía que hubiera pasado una eternidad.

—Entonces nunca ha existido ese disco de plomo que recoge la esencia de los siete grandes maestros de la Antigüedad.

—Marcel llegó a considerar que fuera cierto, pero yo creo que es un bulo. No existe tal cosa. Entre otros motivos porque entre el primer y el último maestro hay al menos tres mil años de distancia, aunque tuvieran mucho en común.

—¿Quién inventó entonces lo del disco de plomo y los Hijos de la Luz que lo ocultan? —preguntó Sarah anclando su mirada azul a la del chino.

Liwei se quedó un rato pensativo, mientras el minúsculo bar parecía no tener límite a la hora de llenarse. Un grupo de chicas con vestidos ajustados y espectaculares melenas se abrieron paso a empujones hasta la barra. Finalmente el chino se decidió a hablar:

—Hay discos de plomo con versiones al árabe de la Biblia algo diferentes de la cristiana, eso es cierto. Los codicólogos se dedican a trabajar con esos soportes. Sin embargo, no es eso lo que estudiaba Bellaiche.

—Buscaba algo común a los siete maestros —intervine—, eso comentaste. Una misma mentira que afecta a todos ellos.

—Eso mismo. Poco más puedo decir.

Demasiado borracha para mantener la compostura, Sarah Brunet besó el cuello de nuestro cicerone antes de preguntarle:

—¿Puedes decirnos al menos quiénes son esos maestros?

—Tenemos constancia de dos —la ayudé—. Hermes Trimegisto y el autor o los autores del
I Ching
. Supongo que podríamos añadir a los tres fundadores de las religiones chinas: Buda, Lao Tsé para el taoísmo y Confucio. Ya tenemos a cinco.

—Hay algo muy especial que une a esos tres —apuntó Liwei mientras encendía un cigarrillo para que se lo fumara todo el local—. Y no sólo a ellos, también habría que añadir algún filósofo griego de la misma época, ya que sucedió todo al mismo tiempo.

—¿Qué quieres decir? —pregunté mientras trataba de esquivar la expulsión de humo de tabaco.

Liwei se pidió un segundo whisky irlandés con hielo y encendió otro cigarrillo. A continuación prosiguió:

—Ya veo que no os habéis preparado para lo que venís a buscar.

Crucé con Sarah una mirada de estupor. Era la primera vez que Liwei abandonaba su oriental humildad para ponernos en evidencia. Más orgullosa —y con más recursos— que yo, la francesa acudió al rescate:

—¿Cómo sabes tú lo que venimos a buscar?

—Sólo sé qué vais más perdidos que un cristiano en Beirut oeste —dijo el chino tras aspirar su cigarrillo con ansiedad.

Entendí que aquella parte a la que se refería era la musulmana y que el Beirut este era donde nos encontrábamos en aquel momento.

—Pues oriéntanos entonces —le rogué—. ¿Qué es lo que une a Buda, Lao Tsé y Confucio, además de esos filósofos griegos que dices?

—La era axial.

Nuestro cicerone hizo una pausa, un truco de profesor que quiere imprimir dramatismo a su ponencia, antes de explicar:

—Después del
I Ching
y del
Kybalion
, tras miles de años de oscuridad, aparecieron en cuatro lugares distintos del mundo una serie de maestros que cambiarían la conciencia de la humanidad. ¿No es asombroso que surgieran casi al mismo tiempo? De hecho, todavía hoy vivimos de lo que sucedió en ese momento iluminado de la historia.

—Vamos, ilústranos —le instó Sarah con algo de sorna.

—En un período muy limitado de tiempo brotaron el confucianismo y el taoísmo en China, el budismo y el hinduismo en la India. En Oriente Medio surgió el monoteísmo, y en Grecia, los grandes filósofos: primero Sócrates, al que siguieron Platón y Aristóteles. Todo eso fue la era axial: un momento sublime de la evolución humana.

Madrugada y ocaso

Tras aquella breve clase magistral, de repente Liwei tuvo urgencia de abandonar el Torino Express. Su expresión plácida había mutado en una preocupación que tensionaba todos los músculos de su cara.

—Ha entrado alguien que no forma parte de este bar —se disculpó al salir a la calle Gemmayzeh—. Cuando uno vive en Beirut, aprende a oler el peligro.

—¿Te refieres a alguien de Beirut oeste? —pregunté mientras esquivábamos una legión de borrachos, camino del coche—. ¿Se producen atentados en antros de pecado como éste?

Liwei no contestó.

Veinte minutos después, tras otra conducción suicida, nos descargó precipitadamente frente a la entrada del Intercontinental Fenicia. Parecía que la borrachera se le hubiera pasado de golpe.

—Pero ¿qué sucede? —pregunté alarmado—. ¿A quién has visto ahí dentro?

—Nadie. Ha sido sólo una sensación. Hace días que el
I Ching
me advierte, pero no he sabido verlo. Yo de vosotros saldría de la ciudad mañana mismo, amigos. Id a divertiros a otro lugar.

Ya en la décima planta, aquel abrupto final de la noche —aunque eran las dos de la madrugada— parecía haber quitado el sueño a la misma Sarah, que para mi sorpresa propuso:

—¿Me haces un poco de compañía? Me ha entrado muy mal rollo con todo esto de Liwei.

—Se le veía muy afectado —añadí mientras la seguía al interior de la habitación—, aunque no sé por qué. Supongo que cuando vives en una ciudad tan problemática como ésta, te acabas volviendo paranoico y ves terroristas a punto de inmolarse por todas partes.

—¿Crees que se trataba de eso?

La habitación de Sarah era aún más grande que la mía. Junto a la cama de matrimonio había una chaise-longue y una lámpara de pie de estilo neocolonial. Al fondo, un balconcito se asomaba sobre la rutilante noche beirutí, una fiesta de tintes apocalípticos que sólo finiquitaría la llegada del sol.

Aprovechando que la francesa se había encerrado en el baño —todo un clásico—, me dejé caer sobre aquel cómodo asiento sin idea alguna de cómo podía terminar la noche.

«Vamos a sacar conclusiones», pronostiqué, «Sarah querrá que le demos vueltas a todo eso de la era axial para ver adónde nos lleva en relación con la muerte de Marcel».

Como no tenía yo la cabeza para hablar de maestros que coinciden en el tiempo, alargué el brazo para abrir el minibar. Casi sin mirar, saqué un botellín de Chivas Regal. Otro
blend
que atacaba mis principios como bebedor, pero no tuve inconveniente en desenroscar aquella miniatura para dar un traguito que me alejara de mí mismo.

Flotando en esta nube de pensamientos inútiles, volví a recordar el asunto del pozo que había salido en el
I Ching
. Si ya me encontraba dentro de uno, en ese momento no era consciente, puesto que aquella madrugada en Beirut las cosas marchaban bastante bien. Una idea que se vio reforzada cuando, al abrirse la puerta del baño, apareció Sarah cubierta sólo por un fino kimono de seda. Las puntas prominentes de sus pechos revelaban que no llevaba nada debajo.

Como si el año largo que habíamos estado sin vernos no hubiera existido, se sentó al borde de la chaise-longue y me miró con malicia.

—No te veo muy animado con el plan.

—¿Con el plan? —repetí—. ¿Qué plan?

—Sigues siendo lento de reflejos —rió mientras sus dedos acariciaban mi pelo—. Es obvio: una chica te ha invitado a su habitación en el hotel más lujoso de Beirut. Mientras desvalijas su minibar, se ha metido en el baño y ha dejado su ropa dentro. Ahora sólo lleva este kimono de seda que no dejas de mirar. ¿Necesitas más señales?

Ante la posibilidad de que se tratara de otro de sus juegos, me limité a capturar su mano y me la llevé a los labios. Tras depositar un suave beso en ella, continué jugando a la defensiva.

—Yo también me he vuelto paranoico en Beirut. No sé cuáles son tus intenciones. Quizás sólo quieres encenderme para luego pararme los pies y burlarte de mí. Como estoy muy cómodo en este sofá, no pienso moverme ni un milímetro. Eso es lo que haré.

—Como quieras, Javier —dijo mientras se inclinaba lentamente sobre mí—. Puesto que te has metido en mi habitación, puedo hacer contigo lo que quiera.

Antes de que pudiera tragar saliva, sus labios atraparon los míos con un leve y vibrante roce. Como si yo fuera una damisela romántica, cerré los ojos ante aquel paraíso que se abría para mí
after hours
y contra todo pronóstico.

El beso primero insinuado se volvió más vigoroso y profundo. Una descarga de excitación azotó mi cuerpo de pies a cabeza. Cuando abrí los ojos para entender qué estaba pasando, vi que el kimono de Sarah se había abierto, dejando a la vista aquellos pechos que, a sus treinta y tres años, aún desafiaban la ley de la gravedad.

Sin desvestirme todavía, la estreché entre mis brazos mientras hundía mi nariz en su melena oscura. Su aroma jazminado hizo que me mareara de pura felicidad y deseo.

—¿Seguimos charlando en la cama? —me susurró mientras se desprendía el kimono—. Ya es madrugada en Beirut.

—Me encanta charlar contigo, ya lo sabes.

Mientras me desvestía rápidamente, la francesa dejó caer su cuerpo sobre la cama y adoptó la postura de Marylin en uno de sus desnudos más célebres.

Dispuesto a saciar mi deseo en aquella mullida balsa, me disponía a subir a la cama cuando un golpe seco en la puerta me detuvo.

—¿Qué ha sido eso? —dije inquieto.

—Será algún borracho que se equivoca de habitación. ¡Salta, tigre!

Antes de que pudiera hacerlo, un golpe más suave, aunque claramente audible, sonó al otro lado de la puerta.

—Voy a mandar a paseo a quien sea. No te muevas de ahí.

Sarah emitió un suspiro como respuesta.

Tras cubrirme escasamente con el kimono de Sarah, fui hasta la puerta y la abrí de golpe para hacerme valer.

Para mi asombro, al otro lado me esperaba Liwei con la frente perlada de sudor.

—Pero… —farfullé—. ¿Cómo es que…?

Me interrumpí de nuevo al ver que el chino se cubría la boca del estómago con la mano. Luego la apartó lentamente, como movido por un secreto control remoto, mostrando la palma bañada en sangre.

Su voz sonó ahogada al decir:

—Han disparado sobre mí.

—Voy a llamar una ambulancia —repuse muy asustado, pero con la otra mano Liwei me sujetó para que no pudiera ir hasta el teléfono.

—Demasiado tarde.

Sarah se incorporó en la cama, olvidando incluso que estaba desnuda. Justo entonces el profesor se plegó hacia delante hasta caer sobre la moqueta, casi sin hacer ruido.

Antes de exhalar su último suspiro, dijo con un hilo de voz:

—Los Hijos de la Luz.

EL TERCER FARO

BUDA

LAS CUATRO NOBLES VERDADES

I

El sufrimiento es inherente a la vida.

II

El origen del sufrimiento está en los deseos, que provienen del ego.

III

El sufrimiento puede ser aplacado.

IV

Para extinguir el sufrimiento, debemos seguir el sendero óctuple:

1
) Conocer y comprender las cuatro nobles verdades.

2
) No ceder a los deseos o al odio.

3
) Controlar las pasiones, alejar el odio y otros venenos.

4
) No hablar en exceso ni mentir.

5
) Evitar acciones incorrectas como matar, robar o herir.

6
) Ganarse la vida dignamente sin perjudicar a otros.

7
) Reprimir los malos instintos y alimentar los buenos.

8
) Meditar con aplicación.

LA MENTE ES LA CLAVE

Todos los estados encuentran su origen en la mente.

La mente es su fundamento y son creaciones de la mente.

Si uno habla o actúa con un pensamiento impuro,

entonces el sufrimiento le sigue de la misma manera

que la rueda sigue la pezuña del buey.

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