El joven de la chilaba blanca hizo un ademán brusco con la mano para que me acercara. Antes de hablarme, me alargó un gorrito de punto blanco para que me cubriera la cabeza.
—¿Por qué vienes a molestar al maestro? —me interpeló en un inglés básico—. Ni siquiera eres musulmán.
—Necesito su consejo —me limité a decir—. Estoy dispuesto a esperar el tiempo que haga falta para que me reciba. No tengo prisa.
Aquella actitud pareció gustar al guardián, ya que se metió en el interior de la casa para salir pocos minutos después. Ignorando la multitud que le rodeaba y le hacía consultas en turco, me indicó que podía entrar tras él.
Le seguí obedientemente hasta una sencilla sala de espera donde había una silla y un estante con ejemplares del Corán en varios idiomas. Tomé uno en inglés y lo abrí por una de las primeras páginas. Al traducir mentalmente aquellos versículos sentí que me embargaba una misteriosa calma.
Allah es la Luz del cielo y de la tierra.
Su luz es como una hornacina
en la que hay una lámpara encendida.
Esta lámpara está en un recipiente de vidrio
que es como una estrella, radiante.
Se enciende de un árbol bendito,
un olivo que no es de Oriente ni de Occidente,
y cuyo aceite casi brillaría por sí mismo,
aunque no lo tocara el fuego.
Luz sobre luz.
Allah guía hacia su luz a quien él quiere.
Y Allah expone alegorías a los hombres porque
Allah es el Conocedor de todas las cosas.
En aquel momento, el secretario me susurró al oído que podía seguirle. El encuentro se produciría de forma inminente.
Devolví el libro sagrado a su estantería y caminé tras él, mientras me sentía usurpador de un lugar reservado a los devotos de su religión. Me acompañó hasta un pequeño salón con vistas al jardín. Allí había un hombre con un turbante verde, el cual parecía muy atento a unas sencillas flores que se descolgaban por un muro.
Al girarse hacia mí supe que su edad era muy avanzada, aunque sus ojos claros tenían la viveza de un niño.
Impresionado por aquel hombre de barbas bíblicas, le besé la mano tal como me había recomendado la panadera. Luego aguardé cohibido. Según el sufismo me encontraba ante el hombre más sabio del mundo, ante la punta de la pirámide del conocimiento. Y desconocía qué protocolo había que seguir.
El Maulana disipó mis dudas hablando con naturalidad:
—Vienes de lejos.
—Del otro extremo del Mediterráneo, maestro —no sabía si aquel tratamiento era adecuado.
—No me refiero a eso. —Sonrió mientras sus ojos casi transparentes se iluminaban—. Vienes de más lejos. Andas perdido. Mira esa flor que crece en el muro… ¿puedes verla?
Conmovido por la sencillez de sus palabras, me asomé a la ventana hasta distinguir una minúscula flor blanca que crecía al margen de sus compañeras, que se arracimaban a varios metros de allí.
El Maulana habló a mi espalda con voz clara:
—El Gran Sheikh me contó una vez sobre una flor de la India que sólo crece en los lugares más inaccesibles y que, además, suele estar rodeada de serpientes. Esa flor desprende una fragancia tan deliciosa que quien tome unas gotas de su esencia será amado para siempre por todos. Yo le dije al Gran Sheikh que fuéramos entonces en busca de esa flor, aunque estuviera en un país tan lejano como la India. ¿Y sabes qué contestó mi maestro?
Negué con la cabeza mientras del perfumado jardín me llegaba el canto de un ave que no había escuchado jamás. El Maulana siguió:
—Dijo que no había necesidad alguna de ir allí. Si buscaba a Allah después de medianoche, él me concedería un atractivo setenta veces más poderoso que el de esa flor. Para que el milagro tuviera lugar bastaba con levantarme de noche, mientras todos duermen, y ni siquiera tenía que rezar.
—Entonces a Dios, Allah —repuse—, le gusta que se dirijan a él de madrugada.
—Todas las horas son buenas, pero el último tercio de la noche es cuando podrás sentirle más cerca. Aunque te encuentres en medio de terribles acontecimientos, si llamas a Dios y permaneces a su lado, aunque sólo sean cinco minutos, gozarás de su amistad y estarás protegido durante toda la jornada.
La llegada del guardián me indicó que la cita había terminado. Me agarré al bastón del Maulana, para obtener su bendición, sin haberme atrevido a preguntarle lo que me había llevado hasta allí. Sin embargo, aún quedaba una oportunidad.
Tras entregar mi humilde obsequio al joven de la chilaba, le pregunté:
—¿Llevas mucho tiempo aquí?
El secretario me interrogó con la mirada mientras me conducía fuera de la casa. No entendía aquella pregunta o le parecía fuera de lugar, así que me apresuré a concretar:
—Un amigo de mi país vino a ver al Maulana hace sólo unos meses. Estoy siguiendo su rastro y me gustaría saber si le recuerdas.
Antes de que pudiera echarme, le mostré en mi móvil el rostro del historiador.
Los ojos del joven se encendieron con sorpresa.
—Estuvo aquí, lo recuerdo. Dejó muchos regalos para el Sheikh Nazim y la comunidad.
—Mi amigo es un hombre generoso —añadí.
—También olvidó un sobre. Lo dejó sobre la silla, en la sala de espera, y no se acordó de recogerlo. Pero yo lo he guardado en un cajón.
Mientras el secretario volvía a la casa, me dije que los regalos de Marcel debían de haber sido muy apreciados para que ahora me tratara con aquella cortesía.
—Buen viaje de regreso —dijo tras entregarme un sobre marrón.
Con aquello daba a entender también que había sido mi primera y última entrevista con el Maulana.
Sorprendido por haber recuperado en aquel rincón de mundo algo que había pertenecido al difunto, abrí el sobre allí mismo. Contenía cinco páginas grapadas y mecanografiadas por el mismo Marcel.
La biblioteca. Dícese de una institución cuya finalidad consiste en la adquisición, conservación, estudio y exposición de libros y documentos. Ese lugar silencioso, repleto de sabiduría con ese olor tan característico. Sin embargo, en Alejandría, la antigua capital del Mediterráneo, el concepto de biblioteca iba más allá de lo que conocemos hoy en día.
El sueño de Alejandro Magno, fundador de la ciudad, era almacenar todo el mundo griego en Egipto, un propósito que el rey Ptolomeo I asumió en su ascenso al poder con la intención de acumular todo el conocimiento y la sabiduría en un solo lugar. Bajo esta premisa construyó el Museo, un lugar para cultivar la investigación en las diferentes ramas de la ciencia. Como es lógico, los estudiosos que pasaron sus días viviendo y estudiando en el Museo precisaban de una biblioteca para consultar lo escrito hasta la fecha. Fue entonces, a principios del siglo III a.C., cuando se construyó la biblioteca más grande del mundo. Tal fue la importancia que adquirió con el paso de los años que Ptolomeo III tuvo que construir un anexo, la llamada biblioteca-hija del Serapeo.
«Uno de los campos de competición del momento era la cultura, y Ptolomeo quería que su ciudad fuese no sólo la capital de un poderoso país, sino un centro de ilustración, conocimiento y aprendizaje», apunta el profesor emérito de civilización clásica de la Universidad de Alejandría Mostafa el-Abbadi.
Además de las grandes cantidades de dinero que se destinaron para hacerse con ejemplares de diferentes culturas, no había barco que llegara al puerto de Alejandría que no fuera inspeccionado en busca de nuevos textos. Cuando encontraban uno lo confiscaban, lo llevaban a la biblioteca y allí se copiaba, antes de devolver el original o bien la copia recién realizada. De esta forma, la Gran Biblioteca llegó a disponer de todos los libros que existían en el mundo antiguo, según se dice. Pero una enorme tragedia estaba a punto de comenzar.
Muchos han sido los intentos de explicar qué sucedió realmente con ese templo de la cultura y el saber antiguo. Sin embargo, es un tema cargado de misterio, contradicciones e incongruencias que hacen más difícil todavía definir cuál de las versiones es la verídica.
Más de mil seiscientos años después siguen sin resolverse diferentes cuestiones respecto a la Gran Biblioteca, como, por ejemplo, cuál era su enclave exacto y la fecha de su construcción, el número de ejemplares que contenía, las salas que albergaba…
Gracias a los escritos que se han recuperado y recopilado a lo largo de los años, podemos saber que en ese templo de la sabiduría había diez grandes salas, un observatorio astronómico, salas de disecciones, jardines botánicos e incluso un zoológico. Grandes mentes de la humanidad como Euclides resolvieron allí numerosos enigmas, llevando a cabo enormes descubrimientos en trigonometría o gramática.
Y lo cierto es que los Ptolomeos apostaron fuerte por la investigación para obtener nuevos conocimientos. Les interesaba, por ejemplo, saber el tamaño de la Tierra o la vida y la muerte de las estrellas. Toda una serie de descubrimientos que no se transmitieron en su momento a causa de la destrucción de la biblioteca más importante del mundo.
¿Cómo hubiera evolucionado el mundo si se hubieran conocido esos avances en su día? Según el divulgador científico Carl Sagan, de los ciento veintitrés dramas escritos por Sófocles sólo sobrevivieron siete. «En Alejandría estaban las semillas del mundo moderno», apuntó. Según el mismo científico y divulgador, se perdieron tres cuartas partes del material depositado entre la Gran Biblioteca y la biblioteca-hija; de no haber sido así, Sagan aseguró que hoy día tendríamos colonias en Marte y estaríamos explorando otros planetas.
Los eruditos que acumulaban saber en la Gran Biblioteca comían juntos para seguir discutiendo sus teorías entre ellos. Durante el Imperio romano, se introdujeron una serie de mejoras como, por ejemplo, sistemas de calefacción para mantener secos los libros ubicados en el subterráneo, llegando a acumular cerca de un millón de ejemplares entre la Gran Biblioteca y el anexo.
Sin embargo, el ser humano no tiene límites, al igual que la estupidez.
La primera gran destrucción de la biblioteca de Alejandría se atribuye al año 47 o 48 a. C., cuando Julio César participó en la guerra civil de la capital del Mediterráneo a favor de Cleopatra VII para que ocupara el trono de Egipto en contraposición a su hermano, Ptolomeo XIII. Puesto que Julio César no podía luchar contra la preparada flota de Ptolomeo, prendió fuego a los barcos enemigos apostados en el mar y en el puerto.
Aparecen aquí las primeras contradicciones. Mientras algunos autores aseguran que la Gran Biblioteca apenas sufrió daños tras el incendio provocado, otros tantos afirman que las llamas se propagaron hasta los depósitos de libros de la Gran Biblioteca, ubicada cerca del puerto.
Una muestra más de la existencia de la biblioteca son los testimonios de Paolo Orosio, quien en el siglo V redactó lo siguiente: «Al invadir las llamas parte de la ciudad, consumieron cuarenta mil libros depositados por casualidad en los edificios (…) Hay templos hoy día que nosotros hemos visto, cuyos estantes para libros han sido vaciados por nuestros hombres. Y ésta es una cuestión que no admite ninguna duda», así como el de Dión Casio, quien aseguró que los almacenes quemados del puerto contenían rollos.
Por su parte, Julio César apuntó que la ciudad apenas se vio afectada por el fuego, mientras que Tito Livio resumió que cerca de cuarenta mil libros fueron quemados en los depósitos del puerto, pendientes de catalogación, y Plutarco escribió que el incendio provocó la quema de toda la biblioteca de Alejandría de manera accidental.
¿Qué sucedió en realidad?
Tito Livio añadió que la biblioteca de Alejandría era uno de los lugares más bellos que había visto, con salas repletas de estanterías cargadas de libros y otras habitaciones en las que, para no ser molestados, sólo estaban los copistas, que cobraban por cada línea copiada. El geógrafo Estrabón, que supuestamente visitó la ciudad a finales del siglo I a.C., describió el Museo como una obra circular al descubierto, con asientos adheridos a la parte interior de la curva, así como una gran sala en la que comían los sabios y una gran biblioteca.
Muchas informaciones apuntan a que, tras la muerte de Julio César y el ascenso de Augusto, Cleopatra recibió doscientos mil ejemplares procedentes de la biblioteca de Pérgamo que se incluyeron en la de Alejandría, lo que significa que la biblioteca todavía debía de existir. Pero a lo largo de los siglos III y IV d.C. una serie de guerras, rebeliones, revueltas, saqueos y terremotos acabaron definitivamente con la Gran Biblioteca y el anexo.
Los más escépticos se empeñan en defender que el paraíso del conocimiento que estamos intentando describir era un mito, jamás existió, puesto que no se han encontrado ruinas del Museo donde se situaba el templo del saber más antiguo del mundo, capaz de albergar a catorce mil estudiantes.
Aun así, en el siglo XIX se hallaron miles de papiros —alguno incluso hablaba de la biblioteca— en la zona de Alejandría, y el equipo de Franck Goddio del Instituto Europeo de Arqueología Submarina halló restos de objetos y pedazos de columnas en el fondo del puerto que demuestran que parte de la ciudad, aproximadamente un veinte por ciento del total, se hundió en el agua como consecuencia de las invasiones y los terremotos, incluyendo el lugar donde se supone que estaba situada la biblioteca.
Como última prueba, una inscripción dedicada a Tiberio Claudio Balbilo descubierta a principios del siglo XX confirma la existencia de tal institución. Dice así: «Supra Museum et ab Alexandrina bibliotheca», puesto que Balbilo fue director del Museo y de la biblioteca.
Otras versiones apuntan a que los fanatismos religiosos fueron los causantes de la desaparición de la biblioteca-hija del Serapeo. Fue en el siglo IV cuando una horda de cristianos mandados por el obispo de Alejandría, Teófilo, destruyó casi por accidente los volúmenes allí guardados tras atacar el Serapeo, el templo pagano, lo cual tuvo como consecuencia la desaparición de la biblioteca anexa tal y como explicó Orosio: «Los estantes para libros habían sido vaciados».
Tampoco parece descartable la hipótesis de que fueron los árabes los que saquearon los ejemplares que habían sobrevivido hasta el momento. El cronista árabe Ibn al-Kifti relató que Omar I mandó destruir los libros guardados ya que «si contenían la misma doctrina del Corán, no servían para nada porque se repetían, y si no, no tenía caso conservarlos». El historiador William MacDonald asegura que «la destrucción real llegó cuando el gran ejército musulmán saqueó la ciudad».