Bajo esta anécdota costumbrista había una maraña de fechas, navíos y muertos. Marcel Bellaiche había apuntado todos los naufragios ante la Costa da Morte, empezando por el hundimiento de veinte bajeles de la Armada española en 1596 a causa de un temporal.
En un recuadro trazado a mano había anotado el teléfono del hotel O Semáforo, un albergue de cinco habitaciones situado junto al faro.
Tras apurar el whisky, me pregunté por qué interesarían tanto los faros a un experto en escrituras antiguas, y qué diablos hacía un hombre solo —si ése era el caso— en un hotelito en el fin del mundo para parejas enamoradas.
Mientras el sueño se iba apoderando de mí, consideré la posibilidad de que hubiera muerto a manos de su enamorado, dado el desinterés que había mostrado por las chicas en su juventud. Una hipótesis era que hubiese huido a Galicia tras pelearse con su pareja y que el amante despechado le hubiera dado muerte en la costa con el nombre perfecto.
Sin embargo, dado que no sabía nada de la vida de aquel tipo, las posibilidades que se me ocurrieran serían sólo luces en la bruma mientras navegaba por un mar desconocido.
Los extraños sucesos de aquel lunes convocaron fantasmas del pasado reciente, ya que pasé la noche soñando con Sarah Brunet. Un año antes había sido mi compañera de investigación y algo más que eso. En mi duermevela evoqué excitado la sensual elegancia de su cuerpo, enfundado en vestidos ajustados que realzaban sus curvas.
Mientras me abrazaba a ella entre suspiros, recobré la palidez de su rostro y sus ojos de un azul casi imposible. Podía oler incluso el perfume jazminado de sus cabellos morenos.
Más allá de su belleza y de su voz aterciopelada, de Sarah me había cautivado su carácter dual. De cara a la galería era una distante académica que apenas dejaba entrever alguna emoción. En su habitación de hotel, sin embargo, siempre reinaba el caos, con una montaña de ropa en el suelo como centro del desorden.
Esa anarquía interior afloraba con la segunda copa de vino, cuando la hermética francesa se volvía provocadora y desconcertante.
Tras un mes dando tumbos por medio mundo, habíamos hecho el amor una sola vez. Luego ella se había desvanecido tal como había llegado, dejando un vacío en mi interior que aún me dolía a veces.
Al llegar a la dirección donde me había citado el abogado tuve que levantar la cabeza. La torre de Altamar se hallaba a setenta y cinco metros de altura, en una atalaya por la que pasaba el teleférico hacia Montjuïc.
Mientras subía en ascensor por aquel vertiginoso mecano que recordaba lejanamente a la torre Eiffel, entendí por qué había sido el restaurante favorito de Marcel Bellaiche. Aquello debía de ser lo más parecido a comer en un faro en Barcelona.
Una vez arriba, di el nombre de Simón y fui conducido por un
maître
a través de un espacio acristalado con vistas asombrosas del puerto, la playa y el casco antiguo de la ciudad.
El hombre del traje gris ya estaba allí y ocupaba una mesa en un rincón privilegiado del restaurante. Supuse que era la habitual de su difunto cliente. Tras saludarnos, un camarero nos entregó las cartas con premura para que eligiéramos.
Los precios eran de escándalo, pero puesto que para los Bellaiche 18 000 euros eran una bagatela, no tuve apuro en pedirme unos
rigattoni
rellenos de bogavante y un arroz cremoso con gambas de playa. El abogado completó el pedido con una botella de vino blanco de Borgoña.
—¿No come usted nada? —le pregunté mientras echaba una ojeada a la clientela; por el mal gusto en el vestir, interpreté que eran turistas de los cruceros de lujo atracados en el muelle.
—Nunca tengo hambre cuando hablo de trabajo. Por eso le acompañaré con una copa de vino fresco mientras usted disfruta de la comida. ¿Ha podido mirar el cuaderno?
—Ayer estuve leyendo las primeras páginas —dije contento de que entráramos en materia sin más preámbulos—. Sólo hay apuntes sobre tres faros. Luego he visto notas sueltas de varios viajes que hizo Marcel antes de acabar en la Costa da Morte.
—Estuvo fuera mucho tiempo… —El abogado esperó a que el camarero terminara de servir el vino para continuar—. Y la verdad es que no sabemos qué buscaba en esos viajes. El señor Bellaiche era parco en palabras incluso con los suyos.
—Tal vez sólo se buscara a sí mismo.
—¿De verdad cree eso?
—Es una posibilidad —dije mientras aspiraba el aroma frutal del Borgoña—. Yo también iría de aquí para allá si no tuviera estrecheces económicas. Ya sabe, lo bueno de viajar es que uno tiene la sensación de que va a algún sitio.
Simón se quitó las gafas y limpió los gruesos cristales con una servilleta, como si estuviera sacando brillo a la lámpara de Aladino.
Entendí que mi interpretación de las últimas andanzas de su cliente no era de su agrado. Recuperé mi hipótesis del amante, esbozada la noche anterior, y pregunté:
—¿Acaso cree la familia que había algo más? Tal vez Marcel se mantenía en movimiento para huir de algo o de alguien.
—Ésa sería una explicación razonable, pero yo me inclino a pensar que buscaba algo especial en todos esos lugares. Marcel no era nada ocioso. Todas sus decisiones y actos tenían un «para qué».
—Y eso es lo que espera de mí como compensación por la cantidad que he heredado del muerto —deduje en voz alta—. Quiere que averigüe ese «para qué».
—Ya le dije ayer que ese dinero es aparte. Puede dejarlo en su cuenta como reserva para cuando regrese de la investigación. Nos gustaría que siguiera la ruta que Marcel anotó en su cuaderno. En los lugares precisos donde estuvo tiene que haber, por fuerza, pistas que ayuden a esclarecer lo que ha sucedido.
—¿Se refiere al crimen? —Me asusté ante lo que se revelaba como la auténtica misión: dar con el asesino—. Eso es trabajo de la policía.
—No confiamos en la policía —susurró muy serio mientras me llenaba la copa para mantener alejado al camarero—. No tienen medios para llevar a cabo una investigación en tres continentes. Para sacarse el muerto de encima, nunca mejor dicho, se han apresurado en sus conclusiones sobre el crimen. Ahora sólo falta que den con un desgraciado que vague por allí y cerrarán el caso en falso.
—¿Cuáles son esas conclusiones? —pregunté dispuesto a abandonar cuanto antes aquel terreno pantanoso—. ¿Y cómo puede estar tan seguro de que son falsas?
Simón se echó un trago de vino al gaznate y chasqueó la lengua de forma desagradable antes de explicar:
—Hoy he usado mis influencias para hablar con el comisario que lleva el caso. Se basan en la desaparición de la cartera del difunto, así como de un valioso reloj que llevaba, para atribuir el asesinato a un maleante de la zona al que se le fue la mano. La autopsia ha revelado que Marcel murió de un golpe certero en la nuca. La policía cree que el arma fue una simple roca y que la muerte fue accidental tras la resistencia de la víctima ante el atracador.
—Una explicación razonable.
—Es ideal para cerrar el caso, pero nosotros sabemos que no fue así. Marcel tenía reservadas dos semanas en el hotel del faro para elaborar la síntesis de aquello que había sido su objeto de estudio durante el viaje. La policía ha omitido detalles que demuestran que no fue un ataque fortuito. Por ejemplo, no se ha hallado ni rastro de su ordenador portátil. Eso me hace pensar que su ejecutor entró de madrugada en la habitación con sus propias llaves y se lo llevó junto con toda la documentación.
—¿Cómo puede estar tan seguro? —insistí mientras los
rigattoni
empezaban a enfriarse en mi plato.
—Según la declaración de la policía, en la habitación del hotel sólo había ropa y enseres personales. Marcel nunca viajaba sin libros y sin alguna libreta donde tomar notas. Puesto que dejó su cuaderno para usted, es de suponer que llevara un ordenador donde concluir su trabajo.
—En cualquier caso —dije empezando a comer sin hambre— todo eso ha desaparecido. Y yo no soy la persona adecuada para encontrar a un asesino que ajustició a un hombre para que no divulgara un descubrimiento que ni siquiera sabemos. Porque es ésa la hipótesis, ¿verdad?
—Exacto. Veo que Marcel no se equivocó al elegirlo a usted como testigo de su obra. Por supuesto, no le pido que dé caza a ningún criminal. Sólo necesitamos saber cuáles fueron sus descubrimientos en el viaje que realizó antes de llegar al último faro. Si además nos aporta alguna información sobre la gente que conoció en el camino, con eso a nosotros nos bastará para mover hilos hasta dar con el verdugo.
No supe qué decir. Estaba claro que, si aceptaba, iba a meterme en un juego tan peligroso como imprevisible. Por otra parte, era descortés darle una negativa inmediata. Mi instinto financiero de supervivencia me sugirió una solución algo tramposa pero necesaria: retrasaría mi respuesta hasta que el dinero del cheque estuviera en mi cuenta. No tenía la menor duda de que, si me retiraba antes, Simón correría a bloquear aquella cantidad, que era sólo el anzuelo para el asunto siniestro que quería endosarme.
Respiré hondo antes de interpretar mi papel.
—Deme un par de días y le daré una respuesta.
—Me gusta que no se eche atrás de entrada —dijo palmeando con la mano el mantel blanco—. Tenemos que hablar de honorarios. Además de cubrir todos los gastos del viaje, estamos dispuestos a pagar por su informe diez veces lo que ha recibido de Marcel.
Visualicé en mi cuenta los 180 000 euros sumados a lo que ya había percibido. En plena crisis, bastaba esa cantidad para comprar al contado un apartamento mejor del que alquilaba con tanta dificultad.
Aun así, supe que no debía aceptarlo. Si la hipótesis de Simón era correcta, cuando metiera las narices en la supuesta investigación de Marcel correría la misma suerte que él. Definitivamente, me apropiaría de los 18 000 euros y luego renunciaría a una misión que se me antojaba mortal de necesidad.
—Además de eso —concluyó el abogado tras la llegada del segundo plato—, la familia pondrá todos los medios a su disposición, incluyendo sus influencias en el mundo académico y político, para que pueda seguir los pasos de Marcel y llegar hasta el fondo de esto.
Una imprevista conexión de mi cerebro me puso en bandeja la excusa perfecta para librarme de aquel marrón y no quedar mal. Al recordar el sueño erótico de la noche anterior, declaré sin dudar:
—Me sería de mucha ayuda contar con una colaboradora que trabajó conmigo en el pasado. Aunque su apellido original es otro, se llama Sarah Brunet y es profesora de la Sorbonne. Tal vez incluso conociera a Marcel.
—Hay mil trescientos profesores e investigadores en esa institución, pero no es imposible que se conocieran —dijo repentinamente animado—. El azar es sabio y pone en contacto a aquellos que deben conocerse. ¿Puedo contar con usted si logramos que la acompañe madame Brunet?
Sarah vivía retirada en París y tenía dinero suficiente para varias existencias, así que di por sentado que jamás aceptaría meterse en un asunto turbio como aquél. Eso me llevó a dar una respuesta temeraria:
—Tiene mi palabra.
Durante la hora que siguió al almuerzo tuvieron lugar dos acontecimientos —uno positivo y otro negativo— que confirmaron que cualquier intento por mi parte de recuperar la normalidad sería en vano.
Recibí el primer aviso mientras trataba de arrancar la moto, que se resistía a abandonar su lugar bajo la torre del teleférico. Cinco minutos antes me había despedido de Simón con el compromiso de hablar más adelante. En mi penúltimo intento con el pedal de arranque, una doble vibración en mi bolsillo anunció la entrada de un mensaje.
Mi banco me notificaba que habían abonado en la cuenta los 18 000 euros.
Cuando al fin logré poner en marcha la Vespa, me dije que aquello no tenía buena pinta. Mi experiencia con los cheques era que difícilmente antes de dos días se formalizaba un ingreso. Por lo tanto, alguien había agilizado el trámite para que el dinero estuviera ya allí.
La frase de Gekko volvió a resonar en mi cabeza: «Si no estás dentro, estás fuera».
Apenas necesité veinte minutos, el tiempo de sortear el tráfico hasta casa aquel martes por la tarde, para acabar de convencerme de que estaba dentro. Y del todo.
Sólo abrir la puerta de mi apartamento me di cuenta de que habían entrado a robar. Y al parecer se trataba de alguien con experiencia en el saqueo, porque le habían bastado mis dos horas fuera de casa para vaciar hasta el último cajón.
Allí donde pisaba habían esparcidos pedazos de mi vida, fuera en forma de ropa, de documentos o libros. Hasta el último volumen había sido arrancado de la estantería.
Instintivamente, me llevé la mano al bolsillo de la americana que me había enfundado para estar más presentable en la comida. El cuaderno de Alejandría estaba allí. Sin duda, era aquello lo que habían buscado sin éxito. Me estremecí al pensar que podía tratarse del mismo hombre que había dado muerte a Marcel junto al faro si la hipótesis de Simón era correcta.
En medio de aquel naufragio en el que me encontraba sin haber subido a la nave, no se me ocurrió otra cosa que llamar al abogado. Al escuchar su voz me invadió la furia.
—Han entrado en mi casa. No deja de ser casual que hayan elegido justamente este mediodía, mientras almorzaba con usted.
—No tiene nada de casual. —La voz de Simón vaciló ligeramente—. Lo saben todo. Esto que acaba de suceder es la prueba.
—¿Lo saben…? —repetí indignado—. ¿Quiénes?
Se hizo un silencio asfixiante al otro lado de la línea, como si el abogado estuviera cavilando. Luego me ordenó:
—Deje su moto donde está, haga la maleta y tome un taxi ahora mismo. Le espero en el aeropuerto. No olvide su pasaporte. Nos encontraremos en la oficina de Austrian Airlines, en la T2.
—¿Cómo? —dije escandalizado—. No pienso ir a ningún sitio. Voy a avisar a la policía inmediatamente.
—No sea tan impulsivo y haga lo que le digo. Es por su bien. Barcelona ha dejado de ser un lugar seguro para usted, aunque vaya a hablar con la policía. Ellos le buscarán. Y cuando obtengan lo que quieren, se desharán de usted, no tenga duda. Además, ¿cómo va a justificar el ingreso que acaba de recibir?
Cortó la llamada en este punto. Cuando volví a marcar su número, comunicaba.
Llegué a la T2 con una mezcla en el cuerpo de miedo, furia y confusión.