—Disculpe, señor Costa. —El tono de voz viró de la sequedad a una cortesía postiza—. Por algún motivo su número no está visible en mi pantalla. Es verdad que llevo buscándole desde esta mañana. Ahora ya conoce la noticia.
—Acabo de leerla, pero no entiendo qué tiene eso que ver conmigo. Quiero decir… conocí a Marcel superficialmente. Y de eso hace mucho tiempo. Por cierto, no me ha dicho quién es usted. ¿Hablo con la policía?
—Puede estar tranquilo, la policía ya trabaja en el caso y no esperamos grandes resultados por su parte. Soy abogado y todos me llaman Simón. Aunque parece un nombre, es mi apellido. Represento los intereses de la familia Bellaiche.
—Encantado de conocerle —dije fatigado—. Puede dar mis condolencias a la familia, si lo desea, pero ya le digo que coincidí con el difunto hace dos décadas, y de forma accidental. De hecho, me gustaría saber quién le ha dado mi número.
El tal Simón respiró calmadamente. Pese al carácter invisible de las conversaciones telefónicas, visualicé cómo sonreía antes de responder:
—Lo he obtenido en la radio donde trabaja. Marcel era un gran seguidor de su programa, ¿sabe? Le admiraba profundamente y de hecho tenía intención de ponerse en contacto con usted antes de… Bueno, ya ha leído la noticia —insistió.
—Sí, la he leído —repetí aturdido—. En fin, me parece muy bien que Marcel quisiera retomar el contacto conmigo si tanto le gustaba el programa. Pero puesto que no practico el espiritismo, ya no hay manera de que podamos comunicarnos. Tal vez en otra vida. Ahora tengo que dejarle.
—Por favor, no cuelgue. Se lo ruego.
El repentino tono de súplica me sorprendió. Miré mi reloj. Faltaban dos minutos para las dos del mediodía. Decidí darle ese tiempo antes de colgar.
—La familia me ha encargado que me reúna con usted. El difunto dejó un paquete a su nombre y mi obligación es entregárselo, además de ofrecerle cualquier apoyo que precise para este asunto. Por favor, necesito que me escuche.
—Le estoy escuchando hace rato —dije bajando la guardia—. Además de ese paquete, ¿de qué se trata el asunto?
—Me gustaría hablarlo personalmente. Ya sabe lo que pasa con los teléfonos: nunca se sabe quién puede estar escuchando.
—Tendré que ir por mi agenda —dije sin ocultar mi fastidio—. Espere un momento.
—Tal vez no haga falta su agenda —me detuvo—. ¿No podríamos hablar ahora? Estoy cerca.
Estas dos últimas palabras me causaron inquietud. Demostraban que mi interlocutor había averiguado también dónde vivía. Aun así, hice un último esfuerzo por ser educado.
—¿Cómo de cerca?
—Estoy aquí abajo, en el portal de su casa. ¿Puede abrirme?
El aspecto del abogado Simón me pareció sombrío sin llegar a ser amenazador. Tendría más de sesenta años y era de constitución débil. Encogido en un opaco traje gris, me extendió su mano huesuda mientras me estudiaba a través de unos gruesos cristales de miope.
—Como puede comprobar —dije cerrando la puerta tras él—, esta casa no fue hecha para recibir visitas. Incluso para una persona sola resulta pequeña.
—Son malos tiempos para los autónomos —comentó al tomar asiento junto a la mesa del ordenador—. Hoy en día, quien conserve un trabajo debe agarrarse a él con uñas y dientes. Y a usted no le van muy bien las cosas, por lo que tengo entendido. Suerte que su amigo está dispuesto a ayudarle, incluso desde el otro lado de la vida.
«No puedo creer lo que estoy oyendo», me dije mientras me preparaba otro expreso. Puesto que aquel ave de mal agüero se había instalado en mi apartamento, decidí pararle los pies antes de echarlo.
—Que las cosas me vayan bien o mal no es asunto suyo.
—Disculpe que me haya metido donde no me llaman. Debe de pensar que soy un insolente, pero estoy convencido de que mi visita le va a resultar beneficiosa. Providencial incluso. Acabo de leer en la página web de
La Red
que el programa pasa a emitirse sólo un día por semana.
—Está usted bien informado —dije dejándome caer sobre el sofá.
—Simplemente es mi trabajo. Aunque sea abogado de profesión, me pagan para saber todo lo que incumbe a mi cliente. Imagino que ese cambio en la parrilla de programación va a resultar inconveniente para su bolsillo.
—Es una manera elegante de decirlo. Por cierto, ¿quiere un café?
—No, gracias. De hecho, le haré perder poco tiempo. ¿Sabía que Marcel Bellaiche se doctoró por la Sorbonne en codicología, con especialidad en manuscritos arábigos antiguos?
—¿Cómo iba a saberlo? —repuse mientras me preguntaba dónde quería ir a parar—. Hace veinte años que no tenía noticias de él. Y tampoco entonces era un tipo hablador.
Simón sonrió mostrando una reluciente dentadura postiza. Se recostaba relajado en la silla, como si se sintiera totalmente a gusto en mi cochambroso apartamento. Suspiró antes de decir:
—Marcel tenía una rica vida interior, por eso puede parecer que el mundo le importaba poco. Aunque en realidad se movió bastante… Ya ha leído que tenía pasión por los faros.
Me limité a asentir en silencio para que terminara de una vez y se largara. Simón captó la indirecta y sacó del bolsillo de su chaqueta un paquete envuelto en papel vegetal. Se puso en pie y me lo entregó con solemnidad mientras añadía:
—Por algún motivo, hace tiempo que el señor Bellaiche temía por su vida, ya que antes de partir hacia Galicia me entregó la copia de un testamento consignado por notario. En él le hace depositario a usted de esto. Cuando lo abra, podré ampliarle un poco esta información, aunque tampoco mucho. Lo cierto es que los últimos meses apenas tuve contacto con Marcel.
Sin entender por qué un antiguo compañero de prácticas me había incluido en su testamento, despojé el paquete de su envoltorio. Era una libreta pequeña encuadernada con tapas de tela. Se veía antigua y en el centro tenía grabado un faro imponente. Sobre la cabina de la luz había una estatua armada con una lanza. Otras dos figuras escoltaban la base de la estructura, que se elevaba sobre una maciza construcción cuadrangular.
—Es el faro de Alejandría —precisó el abogado, satisfecho con mi atención—. Una de las siete maravillas de la Antigüedad. El señor Bellaiche tenía gran estima por esta libreta. De hecho, era su bloc de notas personal. Lo llevaba a todas partes. ¿No quiere echarle un vistazo?
Para seguirle la corriente, pasé unas cuantas hojas de atrás hacia delante con la impresión de estar profanando algo que no debería hallarse en mis manos. La mayor parte del cuaderno estaba en blanco. Sólo en el primer tercio había anotaciones escritas con una letra pulcra y menuda. Parecían notas sueltas de un largo viaje.
Hice ademán de devolver la libreta a Simón, que dio un paso atrás mientras yo argumentaba:
—Debe de tratarse de un error. Este diario personal tendría que estar en manos de su familia. Y ahora, si me disculpa…
—Marcel ha querido que lo conserve usted —replicó con firmeza—. Si quiere disipar sus dudas, vea lo que hay detrás del faro.
Incómodo con aquella situación absurda, miré por respeto detrás de la cubierta. Había un sobrecito pegado al cartón con cinta adhesiva. Levanté la solapa con cuidado y descubrí en el interior un papel grisáceo doblado en dos. Intrigado, lo extraje de su escondite y lo abrí.
Era un cheque a mi nombre por valor de 18 000 euros. La cifra estaba escrita claramente con cifras y letras.
Me quedé mudo.
Simón estudiaba atentamente mi reacción a través de sus gruesas gafas. Su voz había cobrado una nueva autoridad.
—Me entregó este paquete hace una semana con la copia del testamento, justo antes de volar a La Coruña. La policía no tiene constancia de esta libreta ni del cheque, por lo que puede ingresarlo en su cuenta con total tranquilidad. Si necesita un justificante, puedo hacerle una factura desde la empresa de la familia. Ya pensaremos un concepto para ese importe. ¿Comprende ahora lo que le decía? Marcel ya no está aquí, pero desde el otro mundo se ha convertido en el benefactor de un guionista al que admiraba.
Miré el cheque asombrado y a la vez inquieto. No olvidaba los peligros que había corrido la última vez que había aceptado un ingreso de procedencia extraña. Me había jugado el pellejo siguiendo la pista de una hija ilegítima de Einstein al lado de una mujer que al final me había partido el corazón.
Sin embargo, lo cierto era que necesitaba el dinero con urgencia. Lo guardé en mi bolsillo a la vez que declaraba aturdido:
—Por mucho que le gustara el programa, es un regalo demasiado generoso por su parte. Siento no poderle dar las gracias.
—Para un Bellaiche, ésta es una cantidad pequeña —dijo el abogado, de pie, con las manos en los bolsillos—. En cualquier caso, existe una manera de corresponder al difunto por este regalo que ha traspasado las puertas de la vida y la muerte.
Había pronunciado esta última frase con la seguridad de quien lleva ensayado su discurso. Esa certeza hizo que mi entusiasmo se desinflara al instante. El regalo de ultratumba tendría un precio, de eso no cabía duda.
—Soy todo oídos —dije a la defensiva.
—¿Podemos hablarlo mañana al mediodía? Es un asunto que requiere un poco de perspectiva. Por eso, antes me gustaría que examinara el cuaderno. Permítame que le invite a comer en el restaurante favorito de Marcel. Así de paso le rendiremos un discreto homenaje.
—Como quiera… Supongo que si no puedo corresponder a la generosidad del difunto tendré que devolver el cheque.
—En absoluto —repuso Simón poniendo su mano arrugada en mi hombro—. Ese dinero ya es suyo. Puede ingresarlo hoy mismo si duda de que el cheque tiene fondos. Lo que venga a continuación es algo que merece ser negociado aparte.
Tras aquella insólita visita, salí de casa en un intento de entender lo que acababa de ocurrir. Antes de nada ingresé el cheque en un cajero automático con la esperanza de que, tal como había prometido Simón, se convirtiera en dinero en pocos días.
Luego subí a la vieja Vespa para alejarme de mi propio barrio.
Saber que la familia de un hombre asesinado, cualesquiera que fueran las circunstancias, tenía controlado mi domicilio no era nada tranquilizador. Simón había anunciado que en el almuerzo negociaríamos otro «asunto», por si me interesaba. Sin embargo, el cheque que acababa de ingresar y el cuaderno en mi bolsillo me decían que ya no había vuelta atrás.
Mientras el motor torpedeaba el silencio de las calles de la Ribera, recordé una escena de la película
Wall Street
. En ella el bróker Gekko le dice a Bud: «Si no estás dentro, estás fuera».
Yo no tenía ni idea sobre la naturaleza del asunto, pero algo me decía que ya «estaba dentro».
El Nus
[2]
estaba lleno de jóvenes extranjeros que —supuse— habían llegado a aquella tasca a través de alguna guía más o menos alternativa. Yo había vuelto allí por nostalgia hacia mis tiempos de estudiante, y me sorprendió que no hubiera cambiado un ápice desde entonces.
Incluso el camarero era el mismo de mis años mozos. Un caso insólito de estabilidad laboral.
Siguiendo un viejo ritual, ocupé una mesa del primer piso. Mientras esperaba a que me sirvieran un copazo de Bushmills, comprobé que en el techo continuaba la gran foto del primer dueño —un barbudo de expresión irónica— adornado con cuchillas de afeitar.
Di un primer trago al whisky irlandés a la salud del espantadizo becario del CIDOB que ahora estaba criando malvas. Me asombraba que, tantos años después, aquella alma solitaria hubiera seguido mis humildes guiones en la radio, hasta el punto de obsequiarme con aquel dinero y confiarme su cuaderno personal.
Volví a mirar el grabado con el faro de Alejandría. Luego abrí la libreta con la sensación de que estaba metiendo el primer pie en la tumba.
Me serenó comprobar que las primeras páginas contenían sólo apuntes dispersos sobre tres faros emblemáticos, dos de antiguos y uno bastante moderno.
ALEJANDRÍA
La torre fue construida entre los años 285 y 247 antes de Cristo en la isla de Faro, delante de la célebre ciudad egipcia que daría nombre al término «faro» en la mayoría de las lenguas románicas.
No sabemos la altura exacta que alcanzaba, pero todas las fuentes indican que superaba los cien metros de altura, llegando tal vez a los ciento cincuenta metros, lo cual significaría que en su tiempo era el edificio más alto del mundo, superando incluso la gran pirámide de Keops.
Sobre esta gigantesca torre, una hoguera encendida toda la noche, aumentada por un espejo metálico, guiaba a los navegantes desde una distancia de cincuenta kilómetros.
El faro de Alejandría quedó en ruinas a causa de los terremotos de 1303 y 1323. Los restos desaparecieron un siglo y medio después, cuando el sultán de Egipto se llevó los bloques de piedra para levantar un fuerte.
Tras la pérdida de este icono, que tiene una réplica en la ciudad china de Changsha, de las siete maravillas del mundo antiguo sólo queda una: las pirámides de Gizeh.
El estilo de aquella especie de ficha era tan sencillo y didáctico que parecía sacado de Wikipedia, pensé mientras daba otro tiento al whisky. No era propio de un doctorado en la Sorbonne experto en codicología y textos arábigos.
«Tal vez se tratara de un resumen para dar clase a alumnos de primero de carrera», supuse a medida que ojeaba los apuntes dedicados a los otros dos faros: justamente los que había visitado antes de que lo asesinaran.
Me sorprendió que la torre de Hércules, en La Coruña, datara del siglo I y fuera el único faro romano, además del más antiguo del mundo, que aún funcionaba. Más de dos mil años dando luz. Al parecer, había sido erigido para combatir el miedo que provocaba el mar que se extendía tras el
Finis Terrae
, el final de la Tierra.
Además de atribuir su construcción a Hércules, una leyenda local hablaba de la conquista de Irlanda por parte de los celtas gallegos tras divisar la isla desde lo alto del faro.
En honor a los irlandeses pedí un segundo Bushmills mientras leía unos apuntes algo más caóticos sobre el faro de Fisterra, en la Costa da Morte. Construido en el siglo XIX, pese a su potente luz blanca, la niebla invernal de la zona obligó a instalar una sirena en 1888 para avisar a los navegantes. Ésta sería bautizada popularmente como «la vaca de Fisterra».