Marcel había subrayado la velocidad de la máquina, trescientos cincuenta kilómetros por hora, y la duración del viaje, cinco horas, señalando entre paréntesis que era la mitad de lo que hasta entonces había durado el trayecto en ferrocarril.
También había horarios y tarifas de los vuelos Shanghái Hong Kong en las dos compañías que realizaban el servicio.
«Y a mí qué diablos me importa si ahora estamos en Pekín», murmuré mientras miraba intrigado un número de tres cifras en medio de aquella página inútil para nuestra investigación. El tamaño de aquellos dígitos era mucho mayor que el resto de los datos y estaba dentro de un cuadrado.
Mientras miraba hipnotizado aquella cifra, un soniquete familiar sacó mi móvil del letargo. No tuve que mirar el remitente para adivinar que Deep Light volvía al ataque:
¿Cómo es China?
Esa pregunta tan genérica me hizo reír, pero no me pareció mala idea chatear un poco con aquella loca mientras aguardaba mi turno de ducha:
No soy el más adecuado para decirlo. Aparte del trayecto en taxi sólo conozco un
hutong
y un patio lleno de fanales rojos.
Suena bien. Estás explorando la vena romántica de mi hermana para cepillártela a fondo. Eres un bribón.
Me arrepentí enseguida de haber entrado en el juego, más aún teniendo en cuenta el precio de internet en un país lejano como China. Aunque había consultado las tarifas y controlaba los megas de descarga, no podía olvidar una noticia que había leído en la prensa en una oportunidad.
Al parecer, un vecino de Lérida que pasaba sus vacaciones en los Alpes recibió una factura de 3547 euros tras haberse descargado en su móvil un monólogo de Andreu Buenafuente. Maldito roaming.
Ante mi silencio, Deep Light cambió de tercio y escribió:
Mientras espero la salida del trekking, he colgado un nuevo documento en la estantería mistérica. ¿Puedes decirme si está mejor que el de los lamas voladores?
El artículo sobre Lao Tsé estaba bastante mejor redactado que el de los lamas voladores. Versaba sobre el misterioso autor del
Tao Te Ching
, quien según la leyenda había sido concebido por una virgen que quedó milagrosamente encinta, como María.
En este caso, el prodigio había tenido el
plus
de que la virgen era una anciana centenaria que vivía completamente sola y meditaba bajo un ciruelo. Así fue como había sido fecundada por un haz de luz matinal que entró por su boca.
De este modo quedó encinta del que sería Lao Tsé. Pero no sólo su concepción fue extraña, sino también su gestación y nacimiento, puesto que pasó en el vientre de su madre ochenta y un largos años antes de ver la luz a través de la axila izquierda de su único progenitor.
El autor del
Tao Te Ching
nació, por lo tanto, siendo ya un anciano de largas barbas blancas.
Desde su nacimiento era capaz de razonar y hablar y poseía una extraña sabiduría. Cuidó de su anciana madre a la vez que descubría el caos y el horror del mundo humano. A la muerte de ella, salió de viaje y cruzó China hacia los países de Oriente, visitó la India y meditó intensamente para encontrar respuestas a los males que contemplaba a su paso.
Mientras yo leía esta biografía legendaria, se abrió la puerta del baño y salió Sarah con el finísimo camisón rojo pegado a su cuerpo.
—Ya puedes pasar —dijo señalando la breve ducha de la habitación.
—De aquí a un rato. Estoy terminando un artículo sobre Lao Tsé escrito por tu hermana.
—Fantástico —murmuró mientras se metía en la cama—. ¿Y qué dice?
—Bueno, ahora estoy leyendo sobre el largo viaje que realizó en busca de la sabiduría.
—Como nosotros.
—No seas cínica. Parece ser que, después de su peregrinación, regresó a China para trabajar como archivero de la Biblioteca Imperial de la dinastía Zhou. Fue en ese puesto donde, tiempo después, conocería a Confucio, con quien discutía mucho.
—Es normal. —Sarah bostezó—. Eran el día y la noche. Lao Tsé defendía la espontaneidad y el libre fluir con la naturaleza. En cambio, Confucio era una moralista cascarrabias que tenía pánico al desorden.
—Por eso Lao Tsé acabó dejando la civilización —añadí para demostrar que había aprendido aquella historia—. Harto de tantas falsedades, abandonó su trabajo y decidió viajar al lugar más remoto posible para meditar en soledad. Cuando llegó a un paso fronterizo, el guardián le reconoció y le suplicó que le transmitiera sus enseñanzas. El sabio se quedó un año en su casa para escribir ochenta y una máximas en verso, los mismos años que él mismo había tardado en nacer.
—Vaya gorrón —bromeó ella—. Seguro que ya se sabía esos versos de memoria y sólo quería coger fuerzas para el resto de su vida.
Wan shang hao
, Javier.
—¿
Wan shang hao
? ¿Qué significa eso?
—Quiere decir «Buenas noches».
A continuación, se cubrió con la sábana dando por finalizada, al menos por su parte, aquella larga jornada. Yo me quedé con el portátil en el sofá donde dormiría mi primera noche en China, mientras mi emperatriz particular ya respiraba profundamente en su lecho.
Pese a que aquella situación era claramente mejorable, me resultaba agradable compartir aquel pequeño espacio bajo una luz tenue, cerca de aquella mujer a la que yo amaba a mi pesar.
Sudando de calor, acabé de leer el artículo de Lorelei, que no dejaba muy claro lo que era el
Tao
. Al parecer, englobaba el funcionamiento dual del universo, del ying y el yang, el cambio permanente. El principio fundamental de su filosofía era el
Wu Wei
, o la acción a través de la noacción. No forzar nada, abrazar la espontaneidad para seguir el curso natural de los acontecimientos.
Mi espontaneidad me incitaba a tumbarme al lado de aquella dama con la que compartía habitación y aventuras, pero no estaba seguro de poder abrazar con ella el camino del
Tao
.
La parte final del artículo especulaba con la posibilidad de que Lao Tsé hubiera contribuido a la creación de las artes marciales a través de un sistema basado en los movimientos de orden natural. Asimismo, barajaba la hipótesis de que, a su paso por la India, el sabio anciano se hubiera cruzado con un desorientado joven llamado Siddhartha Gautama, a quien le transmitió su filosofía antes de continuar su viaje hacia el Tíbet.
Tras cerrar el portátil, escribí un WhatsApp a Deep Light:
Artículo leído. Mucho mejor que el anterior, pero hay demasiadas especulaciones. Sería preferible que te ajustaras a lo que se sabe seguro de Lao Tsé.
Lorelei no tardó en contestar:
No se sabe nada seguro de Lao Tsé ni de nadie. Bueno, algo sí se sabe. Lo encontramos camuflado en muchas películas.
¿De verdad? ¿En qué películas?
En
La Guerra de las Galaxias
, George Lucas se basó en Lao Tsé para el maestro Yoda.
También inspiró al Duende Tortuga de la serie japonesa
Bola de Dragón
, e incluso al maestro de Uma Thurman en
Kill Bill
.
Lao Tsé is not dead
.
Ya veo. Corto y cierro. Cuídate mucho y vigila los precipicios cuando empieces el trekking.
Terminada la comunicación, guardé el teléfono. Me daba cuenta de que no tenía nada de sueño, en buena parte por el bochorno que envolvía la capital aquella noche.
Los fanales rojos del patio invitaban a salir, así que me dije que no era demasiado tarde para intentar tomar una cerveza fresca.
Después de cerrar con sigilo la puerta, atravesé aquel idílico espacio al aire libre —el único empleado dormía en una silla de plástico junto a la entrada— para ver qué me deparaba el viernes por la noche en Pekín.
Anduve perdido más de una hora por un laberinto de callejones malolientes bajo un calor que no era de este mundo. Sobre mis pies pasaron un par de ratones que salían mareados de sus escondites. Por mi parte, estuve a punto de ser embestido por un pequeño vehículo de carga tirado por un ciclomotor.
Un olor intenso a arroz hervido y cerdo frito impregnaba cada oscuro rincón. De las ventanas abiertas me llegaban voces gritonas y risas explosivas, lo cual demostraba que el pueblo chino es tan festivo como la mitificada cultura mediterránea.
Sólo había abierto algún tenebroso tugurio donde servían comidas a borrachos de aspecto amenazador, así que seguí zigzagueando hasta llegar a un
hutong
que era el reverso exacto, el yang del ying, de lo que acababa de conocer.
Generosamente iluminado, el pavimento lucía como los chorros del oro. Una interminable ristra de comercios atraía a un flujo continuo de paseantes. La mayoría eran jóvenes chinos con sus camisas impecablemente planchadas, acompañados por chicas que hacían malabarismos para caminar sobre vertiginosos tacones.
Entendí que había desembocado en una de las calles de la ciudad antigua reformada para el ocio de los pequineses.
Al ser viernes por la noche, los bares y restaurantes estaban a reventar. Algunos contaban con artistas locales que, guitarra en ristre, entonaban canciones en mandarín con la pasión forzada de los cantautores italianos.
Me alejé un poco de la marabunta hasta llegar a una parte más sosegada del
hutong
. Allí sólo había tiendas de ropa, una churrería —aquello sí que era inesperado— y varios comercios de víveres.
Dos chicas de aspecto universitario me sonrieron antes de que una se atreviera a acercarse a mí con gráciles pasitos. Tendría poco más de veinte años y era notablemente alta. Para mi sorpresa, me habló en un inglés bastante correcto:
—Disculpe que le molestemos. Somos estudiantes de arquitectura y nos gustaría practicar un poco el inglés. ¿Lo habla usted? A cambio le mostraremos la ceremonia china del té.
—Me parece muy tarde para tomar el té —me excusé—. Otro día quizás.
Estaba a punto de irme cuando la otra estudiante se incorporó a la conversación con una vocecita propia de dibujos animados. El idioma le costaba bastante más que a su compañera, pese a tener un rico vocabulario.
—Es té blanco, no le va a desvelar. ¡Por favor! Tenemos un examen de conversación en un par de días y nos conviene practicar mucho. Aquí en Pekín apenas hay oportunidades…
Decía todo esto juntando las manos, como si se encomendara a todos los santos. Aquello acabó venciendo mis resistencias y las acompañé escaleras arriba hasta un pequeño apartamento sobre una de las tiendas.
Siguiendo las indicaciones de la más alta, me senté a una mesa que ocupaba la mitad de una minúscula sala. En un bufet adjunto había un hervidor de agua y varios botes oxidados que debían de contener el té.
—¿Vivís aquí entonces? —pregunté explorando con la mirada aquel espacio miserable—. ¿Dónde están las habitaciones?
—No, no. Esto es sólo nuestro salón de té —intervino la más torpe—. Nosotras trabajamos aquí.
—Me habéis dicho que sólo queréis conversación en inglés. ¿De qué va este juego?
La alta se apresuró a acercarme una cazuelita con un colador antes de que pudiera levantarme. Vertió en el interior dos cucharadas de hebras blanquecinas y luego lo anegó de agua hirviendo.
—Este té es de primerísima calidad. Se recolectan sólo las puntas de las hojas los tres primeros días de cosecha, por eso es tan fragante. ¿Conoce usted la ceremonia del té?
Negué con la cabeza, enfadado conmigo mismo por haberme dejado atrapar como un turista incauto. Ahora ya estaba allí y no me quedaba más remedio que aguantar el rollo y pagar la consumición a precio sueco. O eso era lo que yo me temía.
Las dos supuestas universitarias se turnaron para explicarme los secretos de una ceremonia del té que no me podía interesar menos. Me hablaron de los utensilios que se utilizaban, de los movimientos que debía realizar el maestro de té, los temas de conversación recomendables para los invitados…
—Nunca se debe hablar de política o de otros asuntos conflictivos que incomoden a los participantes. Sólo temas agradables como la calidad del té, la blancura de la taza, los grabados chinos o los paisajes de la provincia de Yunán en primavera.
—Entiendo —dije apurando la infusión, que me sabía a hierba del campo.
La más pequeña había dejado a mi lado un plato con frutos secos, pero ni siquiera lo toqué para que no me los cobraran.
—¿Le sirvo otra taza? —me instó—. Usaremos las mismas hojas porque esta variedad de té se puede infusionar hasta tres veces. De hecho, se dice que la segunda es la mejor.
—No, gracias. Debo irme ya. ¿Dónde hay que pagar?
—El jefe le cobrará —repuso la alta—. Muchas gracias por su amable visita.
Un hombre con complexión de armario y las cejas muy pobladas había aparecido de la nada. Bloqueaba la salida y sostenía un papelito que debía de contener la cuenta.
Se lo acercó a los ojos, fingiendo desconocer lo que ponía, y anunció en un inglés macarrónico:
—Son 4000 yuanes.
Un rápido cálculo mental me alertó de que pretendían cobrarme el equivalente a 500 euros por una maldita taza de té.
—Ni hablar —dije sacando del bolsillo un billete de 50 yuanes—. Esto es lo máximo que pienso pagar por el té.
El matón me acercó un papel plastificado donde todo estaba en ideogramas chinos a excepción de aquella cifra desorbitada en yuanes. Luego se cruzó de brazos, apartándose lo justo para que las chicas se escurrieran escaleras abajo, como si aquello ya no fuera con ellas. Habían cumplido sobradamente su misión de anzuelo.
Estaba claro que no saldría de allí por las buenas, así que dije:
—Llame a la policía ahora mismo y arreglamos este asunto.
—En este barrio no opera la policía. Nosotros arreglamos las cosas de otro modo.
—¿De qué modo? —pregunté aguantando el tipo.
Sus ojos entre las cejas pobladas me atravesaron antes de responder:
—No quiera saberlo. Le aconsejo que pague lo que debe y salga volando de aquí si no quiere perder algo más que 4000 yuanes.
Providencialmente, en aquel momento se abrió la puerta y reaparecieron las chicas. Iban acompañadas de tres jovenzuelos nórdicos con cara de merluzos. Aproveché la ocasión para zanjar el asunto, ya que sabía perfectamente que no dejarían escapar a tres presas.
Encasté el billete de 50 yuanes en la mano del hombre y dije bien alto: